Una interpretación fundamentalmente económica de los sucesos de Túnez y Egipto sería simplista y audaz. Hecha esta acotación, es innegable que, en un contexto de corrupción y falta de participación y de libertades políticas, los factores económicos desempeñaron un papel significativo.
Así los levantamientos en ambos países y otros del mundo árabe, reflejan en gran medida el fallo de los gobiernos de crear un sistema socioeconómico con suficientes oportunidades y participación para todos, particularmente para los jóvenes cada vez más y mejor educados.
El problema no ha sido de falta de crecimiento. En Túnez y Egipto, los gobiernos realizaron reformas económicas e insertaron los países a la economía global. Las reformas generaron buenos resultados. El crecimiento anual del PIB en la última década ha sido 5% en Egipto y 4.6% en Túnez. Estas tasas de crecimiento, si bien no son las estelares de China, son comparables con las de otros países emergentes como Brasil e Indonesia, que ahora se consideran éxitos económicos.
Más bien, la dificultad ha sido que las oportunidades existentes y los beneficios del crecimiento no han llegado hasta los jóvenes, descontentos y frustrados, cada vez mejor y más educados. En el norte de África la proporción de la población menor de 30 años es mayor que en cualquier otra parte del mundo. No obstante, sus oportunidades y perspectivas económicas son proporcionalmente más limitadas.
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