Querido Santo Padre:
¡Cómo describirle la alegría que nos embargó cuando supimos que un hermano nuestro, un hijo de Hispanoamérica, había sido elegido Pastor Supremo de la Santa Iglesia, sucesor del Apóstol Pedro en Roma! Alegría y admiración que fue creciendo con las primeras decisiones del nuevo Papa: dejar los departamentos apostólicos para mudarse al hotelito de Santa Marta. Hasta el detalle de no aceptar el lujoso calzado rojo para seguir usando los humildes zapatos que vinieron con Usted desde Buenos Aires. ¡Con qué entusiasmo escuchamos que el nuevo Papa quería sacerdotes “con olor a oveja “, sin afanes de lucro o de éxito mundano!
Cuando Su Santidad fue a Río de Janeiro para la Jornada Mundial de la Juventud, unos amigos me pagaron el pasaje y pude compartir aquella experiencia de alegría desbordante y de Fe viva. Después viajé a Buenos Aires para encontrarme con mis hermanos cubanos de Argentina y allí conocí al Padre Pepe, que iba a estar con Usted unos días más tarde. Él casi me obligó a escribirle mi primera carta, un saludo cariñoso de apoyo total. Se la entregó junto con el mate y los tantos regalitos que le enviaban de aquella Villa donde Pepe era “otro Cristo, al servicio de los más pobres y humildes”. En Buenos Aires me entrevistó un periodista de La Nación, para conocer mi opinión sobre el nuevo Papa y le dije: “Francisco muchas veces me ha sorprendido, pero nunca me ha defraudado”.
Le confieso que cada vez se me fue haciendo más difícil afirmar lo mismo. Me resultó simpático que Usted mantuviera una distancia con el presidente Donald Trump —en aquel momento el hombre más poderoso de la tierra—, pero se me hizo muy difícil observar las sonrisas prodigadas a dictadores de izquierda: Nicolás Maduro, Daniel Ortega, Evo Morales, entre otros.
Como le expresé en una carta del 2018, comprendo que Usted vivió la traumática experiencia de las dictaduras de derecha: esos generales que se autoproclamaban cristianos, pero perseguían, encarcelaban, hacían desaparecer y mataban lo mismo a jóvenes que ancianos, a catequistas y activistas misioneros de las comunidades, a sacerdotes, religiosos, religiosas e incluso obispos, como el caso del Monseñor Enrique Ángel Angeleli.
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