Los Derechos Humanos tienen su cimiento filosófico y cultural en la dignidad primordial de la persona humana. En la Declaración Universal se postulan derechos y libertades que son inalienables e inherentes porque no dependen de las decisiones ni de la generosidad de gobiernos y grupos o de otros individuos o instituciones. Los derechos humanos no se otorgan como una dádiva del Estado o del gobierno sino que son intrínsecos de la naturaleza humana. Es así porque los derechos humanos trascienden las instituciones humanas y deben ser respetados por éstas como un producto tangible de un orden moral basado en una autoridad superior que no padece las limitaciones y deficiencias que nos aquejan como personas. En el proceso civilizador que está plasmado en la historia observamos que los países más avanzados y los gobiernos más estables han llegado a estas mismas conclusiones en la edificación del mundo moderno que reconoce estos imperativos en sus propias Constituciones y Declaraciones de Independencia.
En la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, se hace referencia a la “Ley Natural” y a un “decoroso respeto a las opiniones de los seres humanos” para afirmar que “estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son creados iguales, que son dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables”. Los próceres cubanos siguieron por el mismo camino en sus proclamas, como lo habían seguido también sus pares sudamericanos desde el Congreso de Tucumán, cuando los “representantes de la Provincias Unidas en Sudamérica” invocaron “al Eterno que preside el universo, en nombre y por la autoridad de los pueblos que representamos” para “recuperar los derechos de que fueron despojados”. Un siglo más tarde, la Constitución de la República de Cuba, de 1940, a pesar de su notable y avanzado contenido socialista, proclamaba que “para asegurar la libertad y la justicia, mantener el orden y promover el bienestar general” acordaban “invocar el favor de Dios”. En todo esto no hay un contenido religioso, como pretenden los críticos desde una posición relativista, sino una afirmación de inviolabilidad de libertades y derechos que, para ser válidos, tienen que trascender la voluntad de cualquier ser humano o las decisiones frecuentemente arbitrarias de una suma de voluntades.
Las realidades históricas demuestran abundantemente que la injerencia humana en los derechos de sus congéneres, mediante decisiones que derivan de procesos políticos, económicos o culturales, provocan invariablemente toda suerte de injusticias y crueldades. Las decisiones de gobiernos que restringen, limitan o desconocen los Derechos Humanos afirmando que el fin justifica los medios utilizados para lograr “el bien común” convierten en dioses a quienes deben limitarse a ser servidores de sus pueblos. Tales prácticas mesiánicas hacen germinar las semillas de la tiranía. El buen gobierno sólo es posible en un ambiente cultural que respeta la dignidad de cada persona, establece normas de justicia social y se desenvuelve con una ética de tolerancia, cooperación y solidaridad.
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