A finales de los años 70, siendo Director General de Banco Ganadero y Agrícola en mi estado, Sonora, con frecuencia viajaba a la ciudad de Mexico y siempre tenía la gran oportunidad de compartir con un hombre sabio, maestro, y gran banquero, Rubén Aguilar, en aquella época Director General de Banamex. Navegábamos la administración de López Portillo y la fiebre del petróleo que provocaba ilusiones, endeudamiento masivo, y el presidente arengándonos: “Debemos prepararnos para manejar la abundancia”.
En una ocasión, en la sobremesa de una comida, Rubén muy serio me dice: “No me gusta la tendencia de un mundo que cada día se sumerge más en un profundo mar de deuda. Creo que estamos cayendo en el abuso e irresponsabilidad. No se está creando suficiente capital para sostener el crecimiento explosivo de esa deuda. A veces pienso que, si se pudiera hacer un experimento y congelar el tiempo, pasar luego a liquidar todos los activos de los bancos, no sería suficiente para pagar sus pasivos”.
Esa conversación la teníamos, antes de la aparición del hombre que provocara la revolución de la deuda y de los mercados financieros, Mike Milken. Antes de la emergencia de la ingeniería financiera, de los bonos chatarra, las compras apalancadas, la toma de empresas por asalto, fondos de inversión a base de endeudamiento y, sobre todo, de los expansivos gobiernos demandando crédito para soportar su gigantismo, las grandes pérdidas generadas por sus empresas estatales, sus guerras y, en especial, su corrupción. En los años 80 seriamos testigos de operaciones como la toma por asalto de Nabisco, por $24 billones de dólares, totalmente financiada con deuda.
Días después me encontraba en el lobby del hotel Hyatt en Los Ángeles, cuando llama mi atención un numeroso grupo de hombres elegantemente vestidos, en la antesala de uno de los salones VIP del hotel.
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