La Gran Purga no fue, como algunas interpretaciones pretenden, un hecho accidental y descontrolado, ni una rutinaria oleada de arrestos. Fue una política concienzudamente organizada de asesinato masivo, con la cual Stalin se perpetuó en el poder.
En La revolución traicionada, Trotski apuntó: “El viejo partido bolchevique ha muerto y ninguna fuerza será capaz de resucitarlo”. En efecto, durante la Gran Purga el estado mayor leninista fue aniquilado: de la media docena de integrantes del Politburó, solo Stalin sobrevivió. Cuatro fueron ejecutados y el propio Trotski fue asesinado en México. De los 1.966 delegados al XVII Congreso del Partido celebrado en 1934, 1.108 fueron arrestados. De ellos, casi todos fueron condenados a la pena de muerte o murieron en prisión. Stalin pudo deshacerse así de los antiguos dirigentes de la revolución de 1917, compañeros de partido a quienes no tuvo ninguna compasión en exterminar. Con eso logró promocionar a una nueva generación de fanáticos y leales a él. Aunque el número de víctimas es difícil de precisar, debido a la opacidad del régimen, se afirma que Stalin mató más comunistas que Hitler y Mussolini juntos.
Sin embargo, las ejecuciones de los antiguos dirigentes bolcheviques, pese a ser la parte más visible, solo representaban una pequeña parte de las purgas. El Gran Terror afectó a todos los segmentos de la población, y la inmensa mayoría de las víctimas eran ciudadanos comunes. La posibilidad de ser arrestado dependía esencialmente del hecho de pertenecer a una de las categorías incluidas en las “órdenes operativas” del NKVD o de los vínculos que se tuviese con quienes habían sido detenidos antes.
A Stalin no le importaba si se asesinaba a personas inocentes y defendía que estas debían ser sacrificadas para garantizar que los enemigos reales fueran eliminados: “Cada comunista es un posible enemigo oculto. Y puesto que no es fácil reconocer al enemigo, el objetivo se logra incluso cuando solo el 5 por ciento de los ejecutados fueran enemigos reales”.
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