Hay un concepto enfermizo de no injerencia en los asuntos internos de los Estados que es alentado con entusiasmo por los más feroces dictadores que plagan nuestro planeta, apoyados en un falso principio de soberanía nacional que no tiene en cuenta debidamente la fuente legítima de esa soberanía.
Debería estar claro a estas alturas de la historia que el concepto de soberanía nacional se aparta del derecho exclusivo de los gobernantes para establecerse en los derechos de los gobernados. Este concepto se remonta ya a más de dos siglos, cuando eran los monarcas quienes ostentaban la función de soberanos. Rousseau efectúa a fines del siglo XVIII un giro en la historia de la soberanía. Este giro consiste en hacer de la soberanía del pueblo una realidad, un acto, cuando anteriormente esta noción no representaba más que una potencialidad. Con Rousseau se pasa de una soberanía del pueblo virtual o potencial a una soberanía del pueblo como protagonista de sus actos.
Hay que señalar, sin embargo, que incluso antes de Rousseau la soberanía del pueblo era considerada como fundamento posible de la legitimidad del poder político, pero quedaba neutralizada por la potestad de los monarcas. A partir de Rousseau, la soberanía del pueblo proporciona la auténtica legitimidad y validez de la soberanía, tanto en relación con los términos del contrato social como con el concepto de voluntad general. El pueblo es el sujeto de esa voluntad general y también su objeto, por lo cual es el sujeto real y en acto de la soberanía: «... estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consecuencia, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros» (J.J. ROUSSEAU, El Contrato social, cap. VII). Es decir, el gobierno no otorga derechos sino que se limita a defender los derechos inalienables del pueblo en la administración del Estado y la metáfora ilustra que es el cuerpo con todos sus miembros el que ostenta la soberanía y la cabeza sólo lo dirige.
Los autoritarismos y totalitarismos modernos tergiversan los conceptos para regresar a la época monárquica, ostentando una "soberanía nacional" que implica un principio de "no injerencia" en los "asuntos internos" presuntamente dirigidos por el nuevo gobierno "soberano".
La intervención militar en Libia, autorizada por las Naciones Unidas en 2011 estableció un precedente justificatorio de injerencia en los asuntos internos de un Estado fallido donde se están cometiendo graves actos de lesa humanidad. El 26 de febrero de ese año el Consejo de Seguridad impuso sanciones no militares a Libia (Res. 1970). Al cabo de cuatro días, la Asamblea General expulsó a Libia del Consejo de Derechos Humanos. En menos de un mes, el 17 de marzo, el Consejo de Seguridad amplió e intensificó sus sanciones (Res. 1973) imponiendo sanciones militares. Consiguientemente, el 18 de marzo, una «coalición internacional», liderada por Francia y de la que formaron parte Estados Unidos y el Reino Unido dio comienzo a la operación 'Odisea al amanecer' contra las fuerzas armadas de Gadafi.
¿Qué es lo que impide una acción similar en Venezuela, un Estado fallido martirizado por un cruel dictador?
Hay diversos frenos y obstáculos que muestran la notable insensibilidad de muchos países del mundo frente a tan horrenda situación. En primer lugar, la muy tradicional, pero también muy insensible actitud latinoamericana que considera un principio "sagrado" la no intervención, sea cual sea la gravedad del caso; una lamentable realidad que queda demostrada por el Grupo de Lima, que limita su ayuda al pueblo venezolano a simples sanciones económicas y diplomáticas y rechaza explícitamente la intervención militar. Eso a pesar de que los países miembros de este Grupo han sido los pocos en este continente que decididamente han condenado al régimen de Maduro. Una actitud similar procede de la Unión Europea, donde también hablan de sanciones y hablan y hablan. Ni hablar del Consejo de Seguridad, donde los vetos ruso y chino paralizan toda acción posible para defenestrar al dictador. Por su parte, el Presidente Trump ve entorpecidos sus propósitos de salvar a Venezuela de la tragedia con una verdadera camisa de fuerza, acosado por una oposición Demócrata monolítica e intransigente, empeñada en no apoyarlo en ninguna de sus iniciativas, demostrado claramente en el Congreso que no está dispuesta a aceptar una acción militar humanitaria.
¿Sanciones económicas y diplomáticas a un dictador sanguinario? ¿En serio? ¿Acaso fue esa la solución frente a Hitler, Pol Pot, Idi Amin o Gadafi? Estamos hablando de un país donde apenas quedan 28 millones de habitantes después del éxodo masivo (una verdadera fuga de la escena del desastre) de casi 5 millones en poco más de un año de frenética emigración. ¡Casi el 20% de la población! Un país donde la inflación se acerca a 1.000.000% según el FMI, un desplome económico casi imposible de imaginar. Un país donde se ha derrumbado la infraestructura petrolera, que era la fuente principal de su economía, y ahora también ha colapsado la infraestructura de la energía eléctrica. Un país a oscuras. Donde no hay medicinas ni alimentos, ni siquiera al alcance de quienes todavía podrían comprarlos con algunos dólares escondidos bajo el colchón. Donde se golpea, se encarcela, se hiere y se mata a capricho del dictador y sus testaferros.
El pueblo está en la calle. El pueblo es el verdadero soberano. El pueblo está pidiendo una urgente intervención. Y es ese pueblo quien respalda soberanamente al Presidente interino Guaidó, proclamado por el Poder legislativo para gobernar un país todavía dominado por un dictador que ha violado su propia Constitución para mantenerse en el poder en un régimen de fuerza mafiosa-castrense.
¿Qué espera el mundo para ayudar a ese pueblo desarmado que está siendo asesinado a sangre y fuego, pero también por carencias y desabastecimiento, por los gorilas al mando del dictador? ¿Qué espera para apoyar en serio y defender al soberano?