«No esperamos que los políticos digan la verdad. Nos hemos habituado a la teatralización de la política, tanto como al uso de un lenguaje manipulado»
Es imposible leer a Orwell y no señalar con el dedo a gran parte de nuestra clase política, a los intelectuales de pacotilla y a no pocos periodistas, incluso a esos que ahora se llaman "creadores de cultura". Página Indómita acaba de publicar una compilación imprescindible del maestro británico titulada La corrupción del lenguaje. Ensayos sobre propaganda, mentira y manipulación en la política. Son cincos textos culminados por los Principios de la neolengua, el revelador apéndice de 1984. Si usted, lector, quiere comprender uno de los factores de la crisis política que sufrimos, y en la que todos participamos, tiene en Orwell la explicación que necesita.
El escritor británico no tuvo reparos para denunciar a esos intelectuales de pacotilla que vivían de darse palmadas mutuamente, como gran refrendo de la mediocridad, y sin atreverse a gran cosa para no perder su posición. Eran esos que hablaban a la gente con condescendencia y misantropía, desde una torre de marfil que a nadie importaba más que a ellos. Esto es muy actual. Orwell los retrata bien, por ejemplo, cuando dice que son esos que, entre otras cosas, utilizan palabras de otras lenguas para darse un aire culto, a pesar de que esas mismas palabras existen en su propio idioma. Son esos «malos escritores» instalados en la «ciencia, la política y la sociología», obsesionados por aparentar modernidad.
Orwell alertó también del uso de frases hechas que ahorran la utilización del ingenio, sí, pero que también crean marcos mentales. Las sueltan los políticos y las reproducen los medios. Hoy serían, por ejemplo, "líneas rojas", "ultra" o "mover ficha". Pero hay otras prácticas peores que atañen a la colaboración con el autoritario. Se refiere a la creación y difusión de palabras nuevas con un significado partidista, y que buscan la manipulación. El engaño consiste en que esos vocablos recién nacidos sustituyan a los antiguos para monopolizar una interpretación de la realidad.
«La verdad existe. No es una construcción narrativa. Su vínculo con la democracia es obligatorio»
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