En su afán por lo novedoso, las nuevas generaciones suelen descartar a pensadores del pasado, en detrimento de la diversidad en las ideas. Algunos autores gozan de una vida literaria prolongada, gracias a lectores que encuentran en su obra, enseñanzas intemporales, válidas y vigentes. Excluirlos, sería borrar o echar al olvido una contribución intelectual única y exclusiva.
El legado literario de Arthur Koestler (1905-1983), como el de George Orwell, cobra vital importancia en estos momentos de desorden social. De carácter intenso y controvertido, como ser humano Koestler fue excepcional e inclasificable. Su vida, admitió en cierta ocasión, se resumía en la huida de sí mismo. Su relación con el mundo fue una de amor y odio. Para sobrevivir, tuvo que condicionar su temperamento para encajar en los moldes esquizofrénicos de los tiempos.
En su infancia y tras la caída de la "Comuna húngara", su madre, que era judía, se refugió con su hijo en Viena. Allí, Arthur estudió ingeniería en la Universidad Politécnica (1922); luego trabajó en una fábrica en Palestina como asistente de ingeniería (1926). Deslumbrado por el marxismo-leninismo, se hizo miembro del Partido Comunista Alemán (1931) y militó como periodista de la izquierda en la Guerra Civil Española. Sometí mi lenguaje y con él mi pensamiento a un proceso de deshidratación y luego lo hice cristalizar en los esquemas de la jerga marxista, escribió, desilusionado por las atrocidades causadas por la ideología que abandonó en 1938, poco antes de la II Guerra Mundial.
Koestler se estableció en Londres donde trabajó como corresponsal de guerra para periódicos ingleses y franceses. Posteriormente se hizo ciudadano británico. En 1940 publicó el libro que le daría la fama como escritor. Prohibido por los regímenes comunistas y quemado por los fanáticos, aún sigue figurando en la lista de los mejores libros del siglo.
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