
Hay que repetirlo hasta el cansancio, tanto Daniel Ortega como su co-dictadora Rosario Murillo son dos autócratas insaciables. Sujetos que no respetan limites cuando matar el hambre de poder corresponde.
Por todos es conocido que el castrochavismo se sostiene gracias a las bayonetas, aunque en el presente están sentados sobre AK-47, suministrados por el amigo entrañable de todos los autócratas, Vladimir Putin.
El co-dictador, Daniel Ortega, ha legitimado una práctica que todos conocemos, consistente en la subordinación de los poderes del estado, órganos legislativo, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales al Poder Ejecutivo, una aberración consagrada por la apócrifa Asamblea Nacional de Nicaragua, compuesta por lacayos del matrimonio supremo que como siempre, votaron unánimemente a favor de la propuesta. Con esta disposición dictatorial los poderes públicos desaparecen, de hecho, la democracia deja de existir y la precaria participación ciudadana se extingue por completo por decisión de dos déspotas y la complicidad de sus servidores.
En realidad, tanto Ortega como su cogobernante son fieles admiradores de sujetos con la peor calaña del mundo, entre los que se pasean, Jose Stalin, Adolfo Hitler, Mao Tse Tung y por supuesto, el gestor de los canceres del castrochavismo, Fidel Castro, quien fuera directamente el diabólico hacedor del régimen nicaragüense.
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