Da la impresión de que la violencia y la falta de visión dominan nuestro mundo. (Brian Weiss)
Durante largo tiempo, la violencia, el desorden social más viejo en la historia de la humanidad, ha sido objeto del estudio minucioso de académicos y científicos. Si se encontraran las causas –dicen– el paso lógico a seguir sería hallar la cura.
Más fácil dicho que hecho, porque la violencia, según algunos, es inherente a la naturaleza humana, y por consiguiente un mal con el que hay que vivir. Otros menos pesimistas alegan que la violencia es algo que los jóvenes aprenden de los viejos, y por tanto el único remedio es la educación.
Las versiones científicas más recientes aseguran que la violencia de un individuo está determinada por una fórmula genética heredada y por eso su control está determinado por la identificación del gen que lo produce. Pero no importa cómo y a qué se atribuyan sus causas, todos están de acuerdo en que existe una relación directa entre la violencia a que se exponga un individuo en su infancia y la agresividad de la que más adelante se jacte por la vida.
Crueldad y Violencia
Una persona violenta carece del control y la ética necesarios para evitar transgredir los límites de los derechos ajenos. Cuando una persona cruel agrede a otros, transgrede el territorio ajeno en busca de satisfacción para su instinto depredador. Su necesidad es la de controlar a otros y retribuir así un ego enfermo e inseguro.
La diferencia entre crueldad y violencia es sólo cuestión de grados. Podría decirse que la crueldad es el efecto cumulativo de la violencia. Por otra parte, el sometimiento constante de la mente infantil a la violencia determina la futura insensibilidad del niño al sufrimiento personal o ajeno. De ahí que el abuso infantil sea uno de los criaderos de depredadores humanos más prolíferos en nuestra sociedad.
Hace algunos años, la Facultad de Estudios Forestales y del Medio Ambiente de la Universidad de Yale, realizó un interesante estudio entre un amplio grupo de presos que cumplían sentencias por asesinatos violentos con características extremadamente crueles.
Durante la investigación se encontró un detalle clave y común en los sujetos sometidos al experimento. Según Stephen R. Kellert, uno de los responsables del estudio, todos aquellos individuos habían sido protagonistas o testigos directos y frecuentes de episodios crueles y violentos en su infancia. Todos ellos, además, se habían ensañado, en su niñez, específicamente con animales. La mayoría de ellos había torturado y luego matados pájaros, perros, gatos y todo tipo de animales domésticos que se les atravesaban en el camino.
Hay muchas maneras de ejercer la violencia, pero, aunque sus manifestaciones difieran extremadamente, el principio es siempre uno y el mismo. En su edición del 12 de noviembre de 1995, el periódico El Mundo examinaba las razones que tuvo un brillante estudiante de leyes para convertirse en el asesino de Yitzhak Rabin, Primer Ministro de Israel, en 1995. Bajo el título de La forja de un asesino, el artículo hablaba de la niñez del extremista Igal Amir, cuando por las mañanas veía a su padre, carnicero, degollar las gallinas en el patio de su casa.
Las sociedades en donde la violencia tiene un aura de heroísmo y la crueldad esta engranada en la cultura (ejemplo: los sacrificios religiosos, el toreo o las ferias en donde se torturan animales) manifiestan un alto grado de violencia social. En su libro El marino que perdió la gracia del mar, el escritor japonés Yukio Mishima ilustra lo que él calificó de “histeria homicida” en un pequeño grupo de estudiantes que afrontan las penas de la adolescencia, desollando gatos. Su ejercicio les adiestra para –eventualmente– hacer lo mismo con un ser humano.
Mishima, uno de los escritores nipones más brillantes de los últimos tiempos, refleja en su obra una obsesión por la violencia interna y desastrosa, presente en todos los lugares de la tierra. El autor, criado en la tradición samurái, se suicidó con el ritual harakiri, como una forma de consagrar su fuerte inclinación sadomasoquista.
La crueldad como arte y cultura
En la primavera de 1987, el entonces alcalde de Bogotá y posteriormente presidente de Colombia, Andrés Pastrana, patrocinó una serie de corridas de toros para promocionar “el arte” entre los estudiantes de la escuela elemental. No sólo se llevaba a los escolares a disfrutar del espectáculo, sino que a los chicos que soñaban con convertirse en toreros se le permitía entrar en la arena y participar de la matanza de toros junto a enanos que toreaban terneros o vaquillas.
Por esa misma época causó sensación en la prensa nacional colombiana el proyecto que un maestro de ciencias desarrollaba con sus alumnos de secundaria: los estudiantes debían coger un perro, echarlo en una olla de agua hirviendo y esperar que se cociera. La tarea consistía en anotar las observaciones durante la agonía del animal y presentarse al día siguiente con los huesos en clase.
“Entre las cosas que recuerdo de la niñez”, cuenta Lucy, una inmigrante mexicana en Nueva York, “está la preocupación de mi abuelita en dejar salir de casa a sus perros o gatos, por temor a que se los envenenaran. Era el pasatiempo favorito de muchos chicos en el barrio.
“El desprecio a la vida animal no viene solo”, comenta Luis, un joven ecuatoriano a quien, según él, sus padres, campesinos, le enseñaron desde pequeño a respetar la vida animal. “Algunos adultos miran con el mismo aire de superioridad a toda forma de vida”. En muchos países, tener una mascota es una manera conveniente de tener en quien desahogar las frustraciones. Una buena patada a un can flacucho sirve de terapia a los individuos resentidos.
A muchos niños se les enseña a deshacerse de los animales cuando éstos se convierten en estorbo. Basta con meter al pobre chucho en una bolsa, amarrarla fuertemente y tirarla en cualquier basurero. Para cuándo se ha podido escapar, si no se ahoga antes, sus renuentes amos ya se han perdido de vista.
Aparentemente, existe un consenso entre los observadores y quienes experimentan los efectos del fenómeno de la violencia: algo marcha mal en un lugar en donde la vida pierde su valor absoluto. En donde el respeto a la vida se considera un lujo. En donde la gente, en estado de negación total ante las causas de la violencia, no demuestra compasión por nada ni por nadie.
Un recorrido por varios países basta para comprobar con horror que la vida de los animales domésticos es todavía desechable y en muchos se continúa explotando al animal deportiva o religiosamente más allá de la carga y el consumo. En el llamado Tercer Mundo las autopistas continúan sembradas de los cadáveres de animales callejeros o abandonados por sus amos, que encontraron muertes violentas en las cada vez más transitadas carreteras. A ningún conductor cuerdo se le ocurriría detenerse por un animal, o por lo menos para recoger sus restos.
Igual que en España, muchas fiestas en Iberoamérica todavía requieren el sacrificio de un animal, agobiado por la tortura, cuanto más cruel –suponen los depredadores humanos– más entretenido resulta el espectáculo.
** Gloria Chávez Vásquez es escritora, periodista y educadora. Reside en Estados Unidos.
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