As St. Augustine pointed out in a book he wrote as he watched the Roman Empire collapse around him, we, Christians, are citizens of both the City of God and the City of Man. We do well to thank God that the City of Man where we dwell is the United States of America and not the Rome that sent Christians to the lions. God has indeed shed his grace on this land of ours. We enjoy many blessings here, not the least being our freedom of religion, guaranteed by the Constitution’s First Amendment.
Having a dual citizenship — one in the City of Man by birthright or naturalization, the other in the City of God through baptism — can bring about tensions. No surprise here — but thank God that our forefathers, in establishing our republican form of democracy, did not pretend that they were building heaven on earth. In the 20th century, dreamers of that ilk — men like Stalin and Hitler and Castro — ended up making their nations hells on earth.
Nevertheless, there are inevitable tensions for any City built by men, even a city that shines, as it were on a hill, as a beacon of liberty like our United States of America. For any City built by fallen men will inevitably reflect man’s fallen nature. 200 years ago, slavery was written into the constitution and of course women could not vote. More recently, the right to abortion has been read into our Constitution by our Supreme Court judges.
El modelo económico de la isla ha demostrado ser ineficaz y la ha mantenido supeditada a ayudas financieras de otros países. La mejor manera de impulsar el desarrollo es profundizar reformas que permitan una relativa libertad de mercado, como en China y Vietnam."
La constante fundamental en los sesenta años de la economía socialista de Cuba ha sido su total incapacidad para generar un crecimiento adecuado y sostenible sin ayuda ni subsidios considerables de una nación extranjera, para poder financiar sus importaciones con sus propias exportaciones. La historia de esta dependencia económica comenzó con España en la época colonial, continuó con Estados Unidos durante la primera república, se expandió de manera significativa con la Unión Soviética y, finalmente, con Venezuela desde el inicio de este siglo.
En los treinta años que transcurrieron entre 1960 y 1990, la Unión Soviética le concedió a Cuba 65.000 millones de dólares (el triple del total de ayuda financiera que le entregó la Alianza para el Progreso del presidente estadounidense John F. Kennedy a América Latina), mientras que, durante su apogeo en 2012, el comercio, los subsidios y la inversión de parte de Venezuela alcanzaron un total de 14.000 millones de dólares, cerca del 12 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB).
A pesar de los extraordinarios subsidios foráneos que ha recibido, la economía cubana ha tenido un desempeño deplorable. En los últimos siete años, ha crecido una tercera parte de la cifra oficial declarada necesaria para un crecimiento adecuado y sostenible, mientras que la inversión ha sido una tercera parte de lo requerido. La producción de los sectores industrial, minero y azucarero está muy por debajo del nivel de 1989, y de los trece productos clave de la agricultura, la ganadería y la pesca, once han reducido su producción. Hoy en día, Cuba está sufriendo su peor crisis económica desde la década de los noventa.
Hay un concepto enfermizo de no injerencia en los asuntos internos de los Estados que es alentado con entusiasmo por los más feroces dictadores que plagan nuestro planeta, apoyados en un falso principio de soberanía nacional que no tiene en cuenta debidamente la fuente legítima de esa soberanía.
Debería estar claro a estas alturas de la historia que el concepto de soberanía nacional se aparta del derecho exclusivo de los gobernantes para establecerse en los derechos de los gobernados. Este concepto se remonta ya a más de dos siglos, cuando eran los monarcas quienes ostentaban la función de soberanos. Rousseau efectúa a fines del siglo XVIII un giro en la historia de la soberanía. Este giro consiste en hacer de la soberanía del pueblo una realidad, un acto, cuando anteriormente esta noción no representaba más que una potencialidad. Con Rousseau se pasa de una soberanía del pueblo virtual o potencial a una soberanía del pueblo como protagonista de sus actos.
Hay que señalar, sin embargo, que incluso antes de Rousseau la soberanía del pueblo era considerada como fundamento posible de la legitimidad del poder político, pero quedaba neutralizada por la potestad de los monarcas. A partir de Rousseau, la soberanía del pueblo proporciona la auténtica legitimidad y validez de la soberanía, tanto en relación con los términos del contrato social como con el concepto de voluntad general. El pueblo es el sujeto de esa voluntad general y también su objeto, por lo cual es el sujeto real y en acto de la soberanía: «... estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consecuencia, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros» (J.J. ROUSSEAU, El Contrato social, cap. VII). Es decir, el gobierno no otorga derechos sino que se limita a defender los derechos inalienables del pueblo en la administración del Estado y la metáfora ilustra que es el cuerpo con todos sus miembros el que ostenta la soberanía y la cabeza sólo lo dirige.
Los autoritarismos y totalitarismos modernos tergiversan los conceptos para regresar a la época monárquica, ostentando una "soberanía nacional" que implica un principio de "no injerencia" en los "asuntos internos" presuntamente dirigidos por el nuevo gobierno "soberano".
La intervención militar en Libia, autorizada por las Naciones Unidas en 2011 estableció un precedente justificatorio de injerencia en los asuntos internos de un Estado fallido donde se están cometiendo graves actos de lesa humanidad. El 26 de febrero de ese año el Consejo de Seguridad impuso sanciones no militares a Libia (Res. 1970). Al cabo de cuatro días, la Asamblea General expulsó a Libia del Consejo de Derechos Humanos. En menos de un mes, el 17 de marzo, el Consejo de Seguridad amplió e intensificó sus sanciones (Res. 1973) imponiendo sanciones militares. Consiguientemente, el 18 de marzo, una «coalición internacional», liderada por Francia y de la que formaron parte Estados Unidos y el Reino Unido dio comienzo a la operación 'Odisea al amanecer' contra las fuerzas armadas de Gadafi.
¿Qué es lo que impide una acción similar en Venezuela, un Estado fallido martirizado por un cruel dictador?
Hablamos con los tres investigadores que han puesto patas arriba el mundo de las revistas académicas ‘políticamente correctas’ desencadenando con ello una caza de brujas.
En octubre saltó a los medios la espectacular broma que tres investigadores habían planificado a lo largo de un año y medio para poner patas arriba el sistema de validación de las revistas académicas norteamericanas y las bases teóricas de la izquierda posmoderna. El asunto trascendió en la prensa española con menos ruido del imaginable, aunque se supo. Peter Boghossian, James A. Lindsay y Helen Pluckrose habían conseguido colar 12 artículos falsos con tesis abominables en las principales gacetas académicas especializadas en asuntos de género y diversidad. Querían demostrar que los departamentos de humanidades están lo suficientemente infectados de relativismo moral ‘posmo‘ como para permitir citas del ‘Mein Kampf ‘siempre que se les aplique un filtro de lenguaje inclusivo. Sustituyeron “judío” por “hombre blanco heterosexual” y lo lograron que Hitler se convirtiera en un referente teórico aceptable.
El escándalo fue superior al que produjo Alan Sokal con sus ‘Imposturas intelectuales’. Si aquel científico quería demostrar que las revistas de filosofía contemporáneas son capaces de publicar sinsentidos siempre que vengan redactados con pompa y muchas referencias a Kristeva, el nuevo trío de bromistas fue mucho más allá. Demostraron que el esquema moral de la izquierda contemporánea está torcido por una pésima digestión de Foucault y Derrida, y que la división de la sociedad entre grupos oprimidos y grupos opresores permite que se publiquen auténticos alegatos racistas y sexistas, siempre que se elija bien el color y el sexo para el que se va a exigir el castigo.
El concepto de Estado de Derecho es bastante polémico en la actualidad, sobre todo en las regiones latinoamericanas. Si lo analizamos en detalle, y aplicamos su definición a la realidad cubana, podemos llegar fácilmente a conclusiones que demuestran la ausencia de este mecanismo democrático universal. En primera instancia el Estado de Derecho es el tipo de organización política del Estado donde la organización, desempeño y control del poder se realizan de acuerdo a la jurisprudencia. Lo más notable es la división, independencia, pero a la vez mutuo control de los tres poderes del Estado, es decir, el poder ejecutivo, legislativo y judicial. En un gobierno centralizado, como sucede en el caso cubano, las funciones de los tres poderes rectores se solapan, no existe independencia entre ellos, lo que acarrea que los mecanismos de desempeño y evaluación de las funciones fallen en múltiples ocasiones. Mucho menos puede existir autonomía de poderes cuando se coloca a una entidad como el Partido Comunista de Cuba (único partido político oficialmente existente en Cuba), por encima de la propia Asamblea Nacional, por encima de la Constitución, y se declara como “fuerza dirigente y superior de la sociedad y del Estado”.
El Estado de Derecho, como principio de gobernanza, se basa en el respeto irrestricto a los Derechos Humanos y en el cumplimiento de los deberes ciudadanos establecidos por las leyes de cada país. La violación de los derechos más elementales de vida es otro tema recurrente en el entorno latinoamericano. Solo analizar los casos de Venezuela, Cuba y Nicaragua, bastan para describir un ambiente de desamparo para los ciudadanos, quienes claman de las instituciones internacionales de derechos humanos, bloques regionales y Estados clave para la articulación de la democracia en el mundo, el concurso de sus esfuerzos y el apoyo para estos estados de transición hacia el imperio de las libertades y el orden necesario.