Los Derechos Humanos en la encrucijada

 He aquí una visión de los derechos humanos, no en cuanto a su significación propia, sino a las consecuencias derivadas de los profundos desacuerdos existentes a su respecto.

Y, tal vez, la mejor manera de internarnos en tales complejidades sea detenernos brevemente en el contexto en que se discutió la Declaración Universal de los Derechos del Humanos entre 1947 y 1948 en la UNESCO, el Organismo para la Educación, la Ciencia y la Cultura en la entonces recién formada Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Allí quedó claro desde el primer momento que, si bien se concordaba en la existencia de derechos humanos fundamentales y en la necesidad de reconocerlos formalmente, semejante propósito no era posible en vista de los desacuerdos irreconciliables sobre su naturaleza teórica y, especialmente, sobre su significación política; y tanto fue así que, en definitiva, los derechos humanos fueron reconocidos en una simple ‘declaración’ sin eficacia jurídica internacional, es decir, sin el carácter de un tratado internacional obligatorio suscrito por todas la Naciones, cuya única virtud ha sido una fuerza moral no siempre aceptada ni bien entendida.

La idea central que hizo posible tal acuerdo, propuesta por el filósofo francés Jacques Maritain, fue la búsqueda de un entendimiento práctico en el que pudieran coincidir las diversas perspectivas teóricas, incluidas las más violentamente opuestas.

Sin embargo, esta refinada visión filosófica práctica de Maritain quedó reducida a la siguiente explicación de uno de los bandos en pugna:

“Sí, estamos de acuerdo sobre los derechos humanos bajo la condición de que nadie nos pregunte por qué”.

Ahora bien, como la lógica del asunto era establecer como punto de partida precisamente ese “por qué”, la UNESCO preparó un ‘cuestionario’ con las preguntas pertinentes, que luego distribuyó entre los más destacados pensadores y escritores de países miembros, cuyas repuestas publicadas en el libro ‘Human Rights, a Symposium prepared by UNESCO’, no hicieron más que dejar a la vista las razones que hacían imposible alcanzar acuerdo alguno.

Fue el mismo Maritain, designado a cargo de la Introducción a ese libro, además de su respuesta personal al cuestionario, el que planteó sin titubeos y más allá de las diferencias teóricas, la auténtica significación de la Declaración de los Derechos Humanos:

«No debemos esperar mucho de una Declaración Internacional de los Derechos Humanos. La función del lenguaje ha sido tan pervertida, las palabras más verdaderas han sido puestas al servicio de tantas mentiras, que incluso las más nobles y solemnes declaraciones no parecen ser suficientes para restaurar en los pueblos la fe en los derechos humanos.

«Es la implementación de estas declaraciones, es decir, los medios de asegurar el respeto efectivo de los derechos humanos por los Estados y Gobiernos lo que es deseable garantizar. Y sobre este punto, sólo me aventuro a expresar el optimismo más reservado.»

¿Cuáles eran en ese momento las principales alternativas teóricas?

Sin entrar en mayores profundidades, podemos decir que al tiempo de aquellas discusiones los principales contendientes eran, como consecuencia directa de la guerra mundial, el individualismo o liberalismo económico capitalista encabezado por los EE.UU, y el socialismo en su expresión extrema, el comunismo marxista leninista de la Unión Soviética.

Mas, dado el contexto internacional y la naturaleza teórica puntual del problema, también es preciso mencionar aquí a la democracia cristiana, nueva corriente política surgida con gran fuerza en Europa Occidental terminada la guerra, cuyos grandes líderes, Alcide De Gasperi en Italia, Robert Schuman en Francia y Konrad Adenauer en Alemania, diseñaban los nuevos caminos del Continente. Y, además, también cabe destacar al ya mencionado Jacques Maritain, quien ya era reconocido internacionalmente como el mayor líder intelectual de ese movimiento político.

Veamos la idea central básica de cada una de estas corrientes.

  •  La ‘visión individualista’ surgió, en contraposición a los regímenes absolutistas de Reyes y Emperadores, asociada a dos acontecimientos históricos de la mayor relevancia: la ‘Independencia de los Estados Unidos’ en 1776 y la ‘Revolución Francesa’ en 1789, considerados como las primeras manifestaciones modernas del sistema democrático de corte liberal. La esencia del sistema descansa en el reconocimiento del derecho a la propiedad privada de los medios de producción, subordinada sin restricción alguna a la iniciativa privada de cada ciudadano, fórmula que, más allá de sus propios méritos económicos, facilitó los excesos que dieron origen al capitalismo y sus vicios.
  •  El ‘socialismo’, en cambio, surgió de la convicción de que el liberalismo favorece abiertamente la injusticia – que en sí misma es una negación de los derechos humanos –, al facilitar que algunos individuos, apoyados en la riqueza que producen, dominen y exploten arbitrariamente a la gran mayoría de aquellos individuos que sólo cuentan con su fuerza de trabajo. Esta perspectiva, identificada como “la lucha de clases”, fue la que dio origen a las llamadas “democracias populares” en las que todos los ciudadanos aceptaban, a gusto o disgusto, ser considerados como absolutamente iguales, es decir, como un número más en el conjunto, sin independencia alguna, principalmente en el orden económico sometido al control absoluto del Estado, para desarrollarse cada cual conforme a su autodeterminación y propósitos.
  •  La ‘democracia cristiana’, surgida inicialmente de la Doctrina Social de la Iglesia Católica desarrollada desde fines del siglo XIX, y más adelante de la “filosofía cristiana” de Jacques Maritain, incorporó al debate político dos nuevos conceptos: el de personalismo, centrado en la idea de ‘persona humana’, en oposición a la de individuo, entendida como cada ser humano física y espiritualmente ‘único‘, ‘existente’ e ‘irremplazable’, sujeto natural de los derechos por estar dotado de inteligencia y voluntad; y el concepto de comunitarismo, entendido como el ‘bien común’ de la comunidad social de personas, en oposición a la concepción materialista de la sociabilidad sometida, pura y simplemente, ya sea a la voluntad de los poderes del dinero o a la del poder estatal totalitario.

Aquí no se necesita mucha perspicacia para reconocer que dadas tales diferencias, las dos primeras concepciones son de una simpleza equivalente muy básica, mientras que la tercera implica una visión intelectual bastante más elaborada que, ciertamente, impone mayores exigencias para su debido entendimiento.

Pues bien, esta confrontación duró hasta que se produjo un hecho impensable e inimaginable: la caída en 1988 del Muro de Berlín, antesala del derrumbe de la Unión Soviética como un castillo de naipes y, con ella, del fin de la Guerra Fría con su amenaza de destrucción atómica global.

Recordemos que en ese mismo momento, hace justamente 30 años, el politólogo estadounidense de origen japonés, Francis Fukuyama, proclamó con la más amplia difusión internacional el término de las luchas ideológicas y el triunfo definitivo de la democracia liberal capitalista, implicando así, no sólo la muerte del socialismo, sino también la incertidumbre sobre la subsistencia de la democracia cristiana.

Dicha interpretación, que hoy parece más bien una conclusión de conveniencia, ha derivado en lo que podríamos considerar como el ‘hábito’ de procurar resolver las diferencias sociales en forma práctica, al estilo de la Declaración de Derechos, perspectiva que ha pasado a ser conocida como una búsqueda de la llamada “verdad del consenso”.

Mas ¿es realmente efectivo que la confrontación ‘liberalismo económico – socialismo totalitario’ ha desaparecido del mapa político?

Aunque así se crea, no parece ser posible, primero, porque la debacle del socialismo no significó la desaparición de los marxistas, sino tan sólo su derrota principal, y, segundo, porque sus técnicas y estrategias de lucha clandestina, desarrolladas en múltiples casos precedentes de este mismo tipo, han sido siempre una de sus armas principales.

Así, pues, ¿por qué no suponer, en cambio, basados en dichas experiencias, que eso es precisamente lo que puede o, más bien, debe estar sucediendo hoy en el trasfondo político? Dados los riesgos implícitos, ¿no sería una ingenuidad o, más bien, una irresponsabilidad, eventualmente de muy alto costo, no considerar esta alternativa?

De allí que el problema mayor parece ser el de la democracia cristiana, porque siendo el ‘individualismo liberal capitalista’ su único adversario visible, está cayendo ingenuamente en las más variadas estrategias de búsqueda de “verdades de consenso” – y nótese bien, incluida la posibilidad de consolidar una “identidad ética transversal’ de tipo ideológico con el socialismo, que ponga fin a sus profundos desacuerdos doctrinarios –, perspectivas que, de hecho, sólo sirven como ‘camuflaje’ a ese adversario principal de otrora, la extrema izquierda de regreso del abismo.

He aquí la advertencia de Maritain al respecto.

“Podría suceder que en nombre del acuerdo que se ha de realizar en el plano de los principios prácticos y de la acción, fuéramos tentados a descuidar u olvidar nuestras convicciones especulativas, porque están en oposición entre sí, o de atenuar, disimular o disfrazar su oposición haciendo que el ‘sí’ y el ‘no’ se reconciliaran por la linda cara de la fraternidad humana.

“No sería solamente echar la verdad a los perros, sino echar también a los perros la dignidad humana y nuestra suprema razón de ser.

“Cuanto más fraternizamos en el orden de los principios prácticos y de la acción que hay que llevar adelante en común, más deberemos endurecer las aristas de las CONVICCIONES que nos enfrentan unos con otros en el orden especulativo y en el plano de la VERDAD, que es la que debe ser servida ante todo”. (J. Maritain. ‘El Campesino del Garona’. 1966)

Duro es decirlo, pero mucho peor silenciarlo: sin una rectificación que restablezca sin demora tal claridad, la democracia cristiana pudiera estar, en este preciso instante, en vías de desaparecer en la ignominia.

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