La democracia supone idealmente una cierta ‘convicción’ o ‘fe democrática’ de carácter ‘práctico’ –no ideológico–, aceptada y compartida como fundamento común de la convivencia social por los diversos credos o familias políticas, filosóficas y religiosas existentes en su seno, cualesquiera que ellas sean y al margen de los vaivenes de las mayorías y las minorías.
Este principio es el único que hace posible, aunque no sin dificultades, el diálogo, el consenso y la colaboración al servicio del bien común, sin renunciar a las legítimas diferencias intelectuales y espirituales que los separan y contraponen.
Desde tal punto de vista, la democracia supone el reconocimiento, aceptación y respeto del hecho mismo de ‘la diversidad política, intelectual y espiritual’, como manifestación directa de la dignidad de la persona humana y de la vigencia de sus derechos inalienables. Sin ello, la democracia no es más que una apariencia destinada a desaparecer de la faz de la tierra.
¿Cuál es la realidad actual de las democracias?
Hay varios hechos, perfectamente sincronizados, que indican que la situación actual no puede ser más grave.
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