China deja escapar o libera un virus letal que causa ingentes pérdidas de vidas, colapsa la actividad económica y comercial en casi todos los países, desestabiliza al sistema financiero mundial deteriorando sus capacidades de asistencia crediticia, mientras ella, el Gran Dragón, se asoma a la cima de la globalización.
Las grandes guerras del siglo XX significaron, en sus premisas o consecuencias, la forja necesaria de nuevos órdenes, la reorganización de los espacios de poder entre los Estados, el reclamar y acordar reparaciones por daños sufridos por estos o sus nacionales o, como ocurre a partir de 1945, la sujeción de la soberanía al respeto de la dignidad de la persona humana y al deber de la injerencia humanitaria internacional en los casos de violaciones agravadas y sistemáticas.
La idea de que todo Estado debe responder por el daño injusto irrogado a otro u otros Estados o a sus ciudadanos, sea por acciones u omisiones lícitas o las ilícitas originadas en el desconocimiento de obligaciones pactadas o aceptadas consuetudinariamente, es un principio cardinal del Derecho internacional. Llega a nosotros inspirado en las reglas del Derecho Común y para darle especificidad al ordenamiento entre los Estados, tal y como lo reconocen las obras modernas de A.G. Heffter (Le droit international public de l’Europe, Paris, 1857) y la de don Andrés Bello (Principios de derecho de gentes, Santiago de Chile, 1832), que es pionera: “Toda ley supone también una sanción, esto es, una pena que recae sobre los infractores, y mediante la cual el bien común, de que la pena es una garantía, se hace condición precisa del bien individual”.
La realización de tal principio en sede internacional requiere, según este, de algo inexistente para su época: “Para obtener la reparación sería necesaria una liga de estados”, dice. Mas, el mismo proceso de formalización de las obligaciones de reparar los hechos internacionalmente ilícitos –crímenes y delitos de los Estados– se gastó casi unos 100 años entre los escritorios de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU y aquellos de la Sociedad de las Naciones. El celo por la soberanía –el creerse cada Estado que puede hacer desde sus predios lo que le venga en gana, sin obligarse a reparar los daños que irroga a terceros con sus tareas– ha sido un obstáculo nocivo, incluso en situaciones en las que se han concretado crímenes de lesa humanidad.
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