Cuando José Martí (1853-1895) publicó su ensayo Nuestra América, en enero de 1891, llevaba una década viviendo en Nueva York, desde donde escribió para varios periódicos hispanoamericanos. Sus largos artículos sobre lo que acontecía en Estados Unidos le fueron dando un nombre y un prestigio al exiliado cubano entre cierto círculo de lectores y, para entonces, ostentaba las representaciones consulares de Argentina, Paraguay y Uruguay, país este último que lo nombró su representante ante la Conferencia Monetaria Internacional que sesionó en Washington en los primeros meses de ese año.
La conferencia tuvo por objeto explorar la creación de un sistema monetario continental, proyecto que Martí veía con recelo, por pensar que podía servirle de instrumento de dominación regional al país anfitrión —el cual empezaba a surgir como una gran potencia— frente a las naciones del sur. Estas, pese a compartir una herencia común de lengua y tradiciones, se mostraban segmentadas y, en muchos casos, sujetas a regímenes dictatoriales o a oligarquías criollas que tenían los ojos puestos en Estados Unidos y Europa como modelos a imitar, con menosprecio de las poblaciones y tradiciones autóctonas.
Aunque el apasionado interés del cubano en América Latina se encuentra en otros muchos textos de su vasta papelería, ningún otro trabajo suyo resume tan bien como Nuestra América su pensamiento sobre el carácter y destino de la región por la que siente un amor filial y un sentido de pertenencia y cuyos graves problemas atribuyó a la falta de fe de las clases pensantes y gobernantes en los recursos propios.
Más de cuarenta años antes, Domingo Faustino Sarmiento (escritor y estadista argentino) había publicado su “Facundo, civilización y barbarie”, la obra por la que más se le conoce y en la cual identificaba la civilización con la vida urbana, frente al atraso del campo y sus habitantes, a los cuales era menester someter y civilizar.
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