Cada cierto tiempo a la derecha española le asalta una crisis de identidad que hace aflorar agónicas reflexiones sobre su centrismo. En los primeros años de la Transición, Fraga se sintió despojado del centro sobre el que había teorizado en las postrimerías del franquismo con la vista puesta en el final del régimen. La gran operación política de Adolfo Suárez creando la Unión de Centro Democrático como pivote de la reforma democrática, desplazó a Fraga y a la Alianza Popular que él fundó hacia un espacio de derecha minoritaria que, paradójicamente, sobrevivió a UCD y ofreció la estructura orgánica y el recambio generacional necesario desde el que acometer la refundación del centro derecha bajo las nuevas siglas del Partido Popular. Sobre estas bases, fue José María Aznar el que lideró la integración de todo lo que estaba «a la derecha de la izquierda», culminando con éxito una tarea decisiva que despegó en el congreso de Sevilla, en 1990, precisamente bajo el lema Centrados en la libertad.
Desde luego, no parece que, ni en el proceso de integración del centroderecha, ni en la primera experiencia de gobierno del PP a partir de 1996, se produjeran grandes conflictos entre política y gestión. Hubo de las dos, y en las dosis necesarias para formular y desarrollar una alternativa al socialismo que encontró apoyo electoral creciente. La crisis de identidad centrista regresa al PP tras la derrota de 2008. Se intentó resolver en el congreso de Valencia en el que Mariano Rajoy hizo una reinterpretación de lo que significaba ser de centro –el centro como voluntad de serlo– pero precedida por la insólita invitación a liberales y conservadores del PP a abandonar el partido y buscar otros aires. Parece que algunos terminaron por hacerle caso.
La izquierda y sus prescriptores mediáticos se percataron de la debilidad de este flanco que el PP había dejado al descubierto con su tambaleante percepción de sí mismo y la inacabable marcha hacia ese centro tan deseado como aparentemente huidizo. Este empeño, tantas veces igual de frustrante que el de perseguir la propia sombra, permitía sarcasmos como el de Alfonso Guerra: «De dónde vendrán estos, que siguen buscando el centro y no lo han encontrado todavía».
Lo cierto es que el PP se mostró sensible a los artefactos propagandísticos creados contra él: desde la crispación –uno de los hallazgos retóricos que más rendimiento ha deparado a la izquierda– hasta la supuesta baja calidad democrática asociada al Partido Popular; desde la derechización, hasta la fábrica de independentistas. Lo que ha resultado grotesco es que esas acusaciones se han fabricado desde gobiernos socialistas de un dogmatismo y una radicalidad inéditas en nuestra historia democrática desde la Transición, primero con Rodríguez Zapatero y ahora, en la apoteosis de la propaganda, con Pedro Sánchez y su coalición destituyente de ultras de izquierda populista e independentistas sediciosos.
En esa estrategia fabricada por la izquierda para desactivar al PP, ya estuviera en el gobierno o en la oposición, ni que decir tiene que este partido, hiciera lo que hiciera, nunca conseguía ser suficientemente centrista, ni suficientemente dialogante, ni suficientemente moderado. Aquiles ya se podía afanar en correr hacia el centro que los prescriptores de la izquierda habían decidido que nunca alcanzaría a la tortuga. De lo que se trata no es de que el PP sea más o menos centrista, sino de neutralizarlo. En un ataque de sinceridad terminó por confesarlo Rodríguez Zapatero en una entrevista el pasado mes de diciembre a un medio digital de la izquierda: «La derecha en España sólo es liberal cuando no hace nada», sentenció el ex presidente.
Vuelven los gestores, titulaba un periódico de circulación nacional, en interpretación libre, después de la sustitución de Cayetana Álvarez de Toledo al frente del grupo parlamentario del PP en el Congreso. Otro clásico: la gestión como alternativa a la política, la gestión convertida en el recinto donde a la derecha se le permite moverse sin amenazar el dominio de la izquierda sobre la política. Como si el dilema de la derecha fuera el de elegir entre constituirse en un club de opinión o refundarse como consultoría. Porque la gestión cuando se propone como alternativa a la política no es sino una forma de deconstrucción de ésta hasta dejarla irreconocible o presentarla como innecesaria, según sostiene la utopía tecnocrática.
La derecha tiene buenas razones para sentirse superior a la izquierda en el terreno de la gestión. La solida raigambre municipal y autonómica del Partido Popular y sus gobiernos nacionales lo corroboran. Pero hay que estar avisados de que la gestión, que da cuerpo y credibilidad a un proyecto político, no sustituye a éste sino que, bien al contrario, es lo que lo hace posible y verosímil. La política, que en democracia es confrontación tanto como consenso, no puede abandonarse como dominio exclusivo de la izquierda, como territorio donde los relatos populistas campan a sus anchas, donde prosperan las extravagancias impracticables de extremistas que flanquean el espectro político.
Hay una buena lección para aprender del hecho de que hayan sido 150 intelectuales de la izquierda norteamericana los que hayan firmado un expresivo manifiesto contra la llamada cultura de la cancelación; contra lo que esta tiene de imposición ideológica, de linchamiento mediático, de persecución social y académica, de estrechamiento asfixiante de la libertad de pensar, de opinar y de enseñar. Esos abajo firmantes, intelectuales de verdad y alineados con el progresismo estadounidense, han despejado sus dudas sobre batallas culturales o confrontación de ideas cuando han visto que la marea del «progresismo de la identidad», en afortunada definición de Mark Lilla, el dictado de lo políticamente correcto y la destrucción del paradigma cultural occidental, anegan la vida intelectual y el debate público, en suma, anegan la libertad.
Conozco a Pablo Casado desde hace unos cuantos años y por su trayectoria y por su compromiso en absoluto representa esa derecha políticamente desganada, convencida de que España es un país por naturaleza de izquierdas, resignada a esperar el final de los ciclos políticos del socialismo para gobernar por defecto y obligada a depositar su confianza en el comportamiento electoral de la llamada izquierda volátil. No somos ingenuos y sabemos la importancia de los acentos; sabemos lo que cuentan en un resultado electoral los errores del gobierno y los aciertos de la oposición, los fenómenos de movilización y desmovilización de franjas decisivas del electorado, el efecto del sistema electoral sobre un espacio fragmentado, la distorsión que suponen los nacionalismos y las dificultades de superar la división del cuerpo electoral español en dos mitades prácticamente iguales. En la Junta Directiva Nacional de agosto, en medio de una considerable polémica por la destitución de Cayetana Álvarez de Toledo, el presidente del PP reiteró, punto por punto, las bases del proyecto político que el partido apoyó mayoritariamente en el congreso que le eligió presidente del PP, y no debió ser casualidad. Alertó de la «trampa de la crispación» e hizo una reivindicación inequívoca de las convicciones: «Nunca he creído», aseguró, «ni creo ahora a quien dice que el Partido Popular solo gana cuando deja de serlo». Habló de «ideas y convicciones claras» sumadas a «actitudes constructivas» y rechazó la idea de que el PP sea solo un «valor refugio para cuando pintan mal las cosas».
Pablo Casado, que en dos años ha conocido las asperezas del liderazgo, representa la mejor propuesta política del Partido Popular en muchos años, la que sintetiza e integra mejor la experiencia compleja de un partido central para nuestro sistema político, en el que pueden confluir todos los que de verdad deseen la alternativa de gobierno que España merece y necesita.
** Diputado en el Parlamento Europeo del Partido Popular y director de la Fundación FAES.