Estoy convencido de que, en la misma medida en que se acerca el final de esta etapa histórica, Cuba corre serios peligros de violencia, desorden, incoherencias, cambios de acera, movimientos caóticos, banalización del mal y, sobre todo, relativismo moral (todo da igual) y signos contradictorios y desconcertantes.
Es hora de aferrarse al timón de nuestras vidas personales. Es hora de fijar y mantener firme y coherentemente el rumbo de las instituciones fundamentales: la familia, la Iglesia, las demás organizaciones y espacios de la sociedad civil. Es hora de velar, más que nunca, por la coherencia de nuestros actos. Mantenernos vigilantes de nosotros mismos, de nuestras decisiones y comportamientos, con la certeza de que, como decía san Ignacio de Loyola: “En tiempos de desolación, no hacer mudanzas”. Debemos afianzar el edificio de nuestra vida sobre esa piedra angular que nos dejó santa Teresa de Jesús: “Nada te turbe, nada te espante, Dios no se muda”.
Dios no se muda
Si Dios que todo lo sabe, todo lo puede y todo lo siente, no se muda, nosotros debemos mantenernos firmes en la fe, perseverantes en la esperanza que no defrauda y activos en el amor que todo lo puede. Es muy peligroso resbalar pendiente abajo en la etapa terminal. Es necesario mantenernos firmes y en pie sobre la roca de nuestros principios, siendo fieles a nuestra escala de valores, esmerándonos en el cuidado que requiere obrar bien, obrar coherentemente.
Cuando nos dejamos distraer, manipular, instrumentalizar, entonces no solo somos infieles a nosotros mismos, a nuestro proyecto de vida, sino que podemos provocar desorientación en los demás. La responsabilidad personal es el mejor servicio a la Patria y a la Iglesia.
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