El modelo económico de la isla ha demostrado ser ineficaz y la ha mantenido supeditada a ayudas financieras de otros países. La mejor manera de impulsar el desarrollo es profundizar reformas que permitan una relativa libertad de mercado, como en China y Vietnam."

La constante fundamental en los sesenta años de la economía socialista de Cuba ha sido su total incapacidad para generar un crecimiento adecuado y sostenible sin ayuda ni subsidios considerables de una nación extranjera, para poder financiar sus importaciones con sus propias exportaciones. La historia de esta dependencia económica comenzó con España en la época colonial, continuó con Estados Unidos durante la primera república, se expandió de manera significativa con la Unión Soviética y, finalmente, con Venezuela desde el inicio de este siglo.
En los treinta años que transcurrieron entre 1960 y 1990, la Unión Soviética le concedió a Cuba 65.000 millones de dólares (el triple del total de ayuda financiera que le entregó la Alianza para el Progreso del presidente estadounidense John F. Kennedy a América Latina), mientras que, durante su apogeo en 2012, el comercio, los subsidios y la inversión de parte de Venezuela alcanzaron un total de 14.000 millones de dólares, cerca del 12 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB).
A pesar de los extraordinarios subsidios foráneos que ha recibido, la economía cubana ha tenido un desempeño deplorable. En los últimos siete años, ha crecido una tercera parte de la cifra oficial declarada necesaria para un crecimiento adecuado y sostenible, mientras que la inversión ha sido una tercera parte de lo requerido. La producción de los sectores industrial, minero y azucarero está muy por debajo del nivel de 1989, y de los trece productos clave de la agricultura, la ganadería y la pesca, once han reducido su producción. Hoy en día, Cuba está sufriendo su peor crisis económica desde la década de los noventa.
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como fundamento posible de la legitimidad del poder político, pero quedaba neutralizada por la potestad de los monarcas. A partir de Rousseau, la soberanía del pueblo proporciona la auténtica legitimidad y validez de la soberanía, tanto en relación con los términos del contrato social como con el concepto de voluntad general. El pueblo es el sujeto de esa voluntad general y también su objeto, por lo cual es el sujeto real y en acto de la soberanía: «... estando formado el cuerpo soberano por los particulares, no tiene ni puede tener interés contrario al de ellos; por consecuencia, la soberanía no tiene necesidad de dar ninguna garantía a los súbditos, porque es imposible que el cuerpo quiera perjudicar a sus miembros» (J.J. ROUSSEAU, El Contrato social, cap. VII). Es decir, el gobierno no otorga derechos sino que se limita a defender los derechos inalienables del pueblo en la administración del Estado y la metáfora ilustra que es el cuerpo con todos sus miembros el que ostenta la soberanía y la cabeza sólo lo dirige.
El concepto de Estado de Derecho es bastante polémico en la actualidad, sobre todo en las regiones latinoamericanas. Si lo analizamos en detalle, y aplicamos su definición a la realidad cubana, podemos llegar fácilmente a conclusiones que demuestran la ausencia de este mecanismo democrático universal. En primera instancia el Estado de Derecho es el tipo de organización política del Estado donde la organización, desempeño y control del poder se realizan de acuerdo a la jurisprudencia. Lo más notable es la división, independencia, pero a la vez mutuo control de los tres poderes del Estado, es decir, el poder ejecutivo, legislativo y judicial. En un gobierno centralizado, como sucede en el caso cubano, las funciones de los tres poderes rectores se solapan, no existe independencia entre ellos, lo que acarrea que los mecanismos de desempeño y evaluación de las funciones fallen en múltiples ocasiones. Mucho menos puede existir autonomía de poderes cuando se coloca a una entidad como el Partido Comunista de Cuba (único partido político oficialmente existente en Cuba), por encima de la propia Asamblea Nacional, por encima de la Constitución, y se declara como “fuerza dirigente y superior de la sociedad y del Estado”.