Bienvenidos a la era de la “posverdad”

Diarios de referencia de diferentes países reflexionan sobre el valor de la verdad a raíz del éxito de campañas políticas basadas –por lo menos, en parte– en mentiras flagrantes. De esta forma, los medios profundizan en su propia crisis más allá de la disrupción tecnológica y de los cambios en los modelos de negocio. Lo que está en juego no es la forma sino el fondo: la misma sustancia de las sociedades democráticas. 

En los últimos meses, el mundo occidental ha asistido a dos hechos políticos de gran impacto: el Brexit y la nominación de Trump como candidato republicano a la Casa Blanca. Por lo que respecta al Brexit, las declaraciones de Nigel Farage en sus primeras reacciones al resultado podrían haber causado un gran escándalo. Sin embargo, el reconocimiento de que, una vez fuera de la Unión Europea, Gran Bretaña no dispondría de los millones de libras prometidos para su sistema sanitario no parece que haya tenido mayores consecuencias. Y si Trump insiste en que Obama es uno de los fundadores del Estado Islámico tampoco parece que genere un revuelo especial. Episodios como estos han suscitado un debate en los medios de comunicación, una discusión que en buena parte trata sobre el papel de los mismos medios. ¿Cómo ha podido suceder?, se preguntan los periodistas. ¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad? ¿Somos culpables?

En esta discusión tiene un lugar importante el artículo en el que la directora de The Guardian, Katharine Viner, rescata el concepto de post-truth politics. Si bien la mentira ha existido siempre y los políticos la han utilizado, Viner señala que la novedad ahora consiste en que ha desaparecido la tensión: se reconoce que se ha mentido como si tal cosa y, además, el público lo acepta sin mayores problemas. El artículo de Viner, “How technology disrupted the truth”, ha tenido un cierto eco y, de hecho, el debate sobre la posverdad ha encontrado un hueco en otros medios de referencia (The Economist, Le Monde, Slate, Washington Post...). Este debate –que ya es relevante que se produzca– pone sobre la mesa la estructura básica de nuestras democracias e invita a considerar los cambios que ha sufrido en los últimos años.

Discurso emocional

En su artículo, Viner disecciona las diferentes capas del fenómeno de la posverdad. Por un lado, los políticos están abocados al discurso emocional. “La campaña del remain presentaba hechos, hechos, hechos, hechos, hechos. Sencillamente no funciona. Tienes que conectar con la gente emocionalmente. Es el éxito de Trump”, decía poco después del referéndum el mayor donante de la campaña por el leave, Arron Banks.

Otra capa son los medios: su funcionamiento y el modelo de negocio, que –en Internet– está basado en clics. Según la directora del rotativo londinense, “da igual cuántos clics tengas, que nunca será suficiente”. Muy relacionadas con los medios, también juegan este partido las plataformas tecnológicas de distribución de contenidos. Ya sean redes sociales o motores de búsqueda, están sujetas a la tiranía del algoritmo, que personaliza los contenidos que se muestran a cada usuario de acuerdo con sus preferencias personales. Así, no se tiene en cuenta ni la veracidad de las informaciones ni se fomenta –más bien al contrario– que las opiniones sean variadas y equilibradas. Esto es el filter bubble del que ya hablaba el activista Eli Pariser en su libro de 2011 (The Filter Bubble: What the Internet Is Hiding from You).

Finalmente, faltaría hablar de los públicos, que cada vez más se informan a través de plataformas digitales y, dentro de las cuales, las redes sociales (que favorecen un consumo más pasivo) ganan terreno a los motores de búsqueda (que requieren una actitud más activa por parte de los usuarios). Según datos recientes del Pew Research Center, dos tercios de los estadounidenses usan redes sociales, donde el consumo de noticias es uno de los usos principales y sigue creciendo. Además, esta tendencia social tiene consecuencias importantes en la industria. El hecho que entre Google y Facebook concentren buena parte de la facturación de publicidad online a nivel global (el 85%, durante el primer trimestre de 2016) da una idea de las pocas manos que controlan la industria de la distribución de la información.

Políticos que apelan a los sentimientos, medios sedientos de clics y públicos que se informan con lo que decide un algoritmo: esta parece ser la nueva realidad. Ahora bien, ¿qué es lo que ha pasado para que se diera este cambio? The Economist explica que “la política posverdad es posible gracias a dos amenazas a la esfera pública: la pérdida de confianza en las instituciones que soportan su infraestructura [de la verdad social] y los profundos cambios en la forma en que el conocimiento sobre el mundo llega al público”. Aunque no desaparecen, las instituciones que hacían posible una verdad compartida en una sociedad (la escuela, los científicos y expertos, el sistema legal y los medios de comunicación) están a la baja y, simultáneamente, suben los nuevos gatekeepers: motores de búsqueda y redes sociales.

Esta sustitución supone varias novedades importantes. Por un lado, como apunta Viner, la verdad es cada vez más volátil por la inmediatez de la comunicación, pero además se da una cierta banalización de estas “verdades”. En el timeline de un usuario pueden aparecer los rumores más variados junto a finos análisis sobre la situación política. Todo es presentado al mismo nivel, con lo que se mezclan informaciones relevantes y fiables con otras que quizá no son ni una cosa ni otra. Por otro lado, se da un cierto determinismo en la selección de las informaciones: un periódico tiene margen de decisión para ser más o menos partidista a la hora de escoger las noticias; pero las redes sociales tienen en su ADN ofrecer unas recomendaciones cada vez más personalizadas. Cuanto más interactúe el usuario en la plataforma –y esta vaya perfeccionando más su algoritmo–, los contenidos serán cada vez más afines a su ideología e intereses.

De esta forma, Twitter podría parecer la encarnación de una situación perfecta de democracia donde el número de los que participan es igual al número de los que pueden tomar la palabra. Estudios como el de Internet Monitor, que analiza las conversaciones en Twitter después de los bombardeos en Gaza de 2014, contradicen esta impresión. Los resultados muestran lo lejos que está de ser una conversación abierta y plural. En vez de esto, el análisis muestra que los usuarios tienden a comunicarse con otros de su mismo bando y que, por lo tanto, cada conversación tiene un determinado tono y un enfoque propio sobre esa acción militar. Las interacciones entre estos círculos son escasas, con lo que se crea un efecto de echo chambers o cajas de resonancia. Según diferentes estudios, las plataformas digitales facilitan la tendencia natural de las personas a agruparse con sus iguales.

El poder creciente de las redes sociales ha tenido un impacto fuerte en la relación de los ciudadanos con la información, pero también en los mismos medios. “En el ámbito digital, los medios orientados al clic, al tráfico mostrenco y a la publicidad por impresiones, se han convertido en rehenes de los diseñadores de memes, de los contenidos livianos o, directamente, de la basura”, escribe en su blog el profesor José Luis Orihuela. Por otra parte, también se reconoce el impacto positivo que tienen las nuevas tecnologías. Según Viner, la revolución digital ha debilitado a los medios pero también ha introducido a los periodistas en una conversación más amplia donde pueden interactuar con su audiencia y conocerla de una forma directa.


Descrédito de los expertos

No obstante, sería injusto pensar que todos los problemas han llegado con Internet. Desde hace años, en los medios tradicionales hay prácticas que han contribuido a debilitar la credibilidad de los periodistas, políticos y expertos. Muchos analistas han señalado el agotamiento de ciertas rutinas periodísticas, como el periodismo de declaraciones o presentar artificialmente un equilibrio entre opiniones a favor y en contra de un determinado asunto para transmitir una idea de cobertura neutral. Estas rutinas han tenido un efecto desastroso en el público: “Cuando las mentiras hacen el sistema político disfuncional, sus pobres resultados pueden alimentar la alienación y la falta de confianza en las instituciones que hicieron posible el juego de la posverdad en un primer momento”, leemos en el editorial de The Economist. Es un fenómeno que se retroalimenta.

Otra de las rutinas es la rule of anticipated performance, como apunta Robert Gebelhoff en el Washington Post, en un artículo de una serie sobre el fenómeno de la posverdad. Por ejemplo, en la cobertura de la carrera hacia la Casa Blanca, esta regla lleva a los periodistas a prestar más atención al candidato que presuponen que suscitará más interés en su audiencia. Existe el riesgo que esta predicción sea una profecía que se cumple a sí misma: cuanta mayor visibilidad, es más probable que los ciudadanos se fijen en un candidato y lo sigan. Este funcionamiento de los medios ha sido aprovechado por Trump, que –como señala este autor– “ha dado a los medios un nivel de acceso extraordinario”, a diferencia de su rival, Hillary Clinton. Así parece que se establece un círculo vicioso en el que –además de los políticos populistas– también se benefician los mismos medios. “Las empresas periodísticas se han deleitado con la cuota de pantalla que les han proporcionado sus espectáculos centrados en Trump y pensados para la televisión. Pero estamos eligiendo un presidente, no quién debe ser despedido durante el próximo episodio de The Apprentice [un reality show en el que el ganador es contratado para dirigir una empresa de Trump]. Así dice el profesor de periodismo Dan Kennedy en el Post.


Soluciones

La conjunción de la poca credibilidad de los medios por sus viejas rutinas, por un lado, y del surgimiento de un nuevo ecosistema comunicativo que tiende a banalizar la información importante y fomenta todo lo viral, por otro, ha producido una situación que muchos consideran peligrosa. En este sentido, el debate mediático alrededor de la posverdad ha ofrecido algunas vías de solución. Por ejemplo, el profesor de derecho de Harvard y actual consejero jurídico de la Casa Blanca Cass R. Sunstein aboga –citado en Le Monde– por una autorregulación de las grandes plataformas digitales que, en una especie de prolongación del principio de neutralidad de la red, deberían reprogramar sus algoritmos para preservar una información pluralista y el diálogo ciudadano.

Respecto a las actitudes de los políticos, las páginas de The Economist recogían las declaraciones de otro académico, el profesor Brendan Nyhan del Dartmouth College, que recomendaba: “Necesitamos aumentar las consecuencias en la reputación y cambiar los incentivos de hacer afirmaciones falsas. Ahora mismo, indignar sale a cuenta, pero no ser honrado”. En otro lugar se pedía a los políticos que asumieran un nuevo lenguaje “proverdad” y que fueran humildes reconociendo su arrogancia en el pasado.

Por lo que hace a los medios, Christine Emba cerraba la serie publicada en el Washington Post con la esperanza que “si los medios gastan menos tiempo segmentando y más tiempo presentando sus noticias de la forma más directa que sean capaces, es posible que las cosas puedan mejorar –o, al menos, no empeoren”. En diferentes artículos se ha hablado del periodismo sin ánimo de lucro, del periodismo en favor del interés público y de los llamados fact checkers. Estos medios (incluidos algunos laureados con premios Pulitzer) dedicados a comprobar la veracidad de las declaraciones de los políticos también han sido objeto de polémica. En el artículo “How to Destroy Journalism” del Wall Street Journal se criticaba la misma etiqueta “fact checking”: otorga un aura de objetividad cuando, en realidad, estos medios “frecuentemente acusan a los políticos de ser deshonestos porque los periodistas prefieren una interpretación diferente de hechos que no están en discusión”.


Más democracia

Quizá el problema resida en una idea un tanto restringida de la verdad, que se entiende como un conjunto de hechos comprobables. El artículo “The Biggest Political Lie of 2016”, publicado en Slate, abunda en la insuficiencia de considerar solo datos: “La política es donde las personas pueden alcanzar la posibilidad de remodelar activamente el mundo, más que solo describirlo (…) cuando nos enfrentamos con el mal político, nuestra respuesta debería ser combatirlo con algo bueno, no quejarse de que ha hecho mal los números”.

Por su parte, la directora de The Guardian afirmaba: “Sobre todo, el reto del periodismo hoy no es simplemente innovación tecnológica o la creación de nuevos modelos de negocio. Es establecer qué papel tienen todavía las organizaciones periodísticas en un discurso público tremendamente fragmentado y radicalmente desestabilizado”. El responsable del equipo de comprobación de datos Les décodeurs de Le Monde apuntaba en este mismo sentido cuando reclamaba “educar a los medios” para explicar, dar contexto... Llevando más allá esta idea, el profesor de periodismo de la New York University Jay Rosen se arriesga a recomendar que ante el desafío inédito que supone la candidatura de un político como Trump los periodistas “quizá tengan que escandalizarnos” haciendo coberturas también inéditas y “lo más difícil, van a tener que explicar a la opinión pública que Trump es un caso especial, y las reglas normales no se pueden aplicar”.

Para Viner, el objetivo de los medios es poner “la búsqueda de la verdad en el corazón de todo –construir un público informado y activo que escrute a los poderosos y no una banda desinformada y reaccionaria que ataca a los vulnerables”. Nada de todo esto funcionaría sin la implicación de los ciudadanos. Por esto, el gran interrogante es qué harán los públicos. En su artículo, el profesor Kennedy hacía un acto de fe: “Debemos exigir que nuestros medios nos den más democracia –y confiar que el público lo encontrará suficientemente interesante para verlo”. No obstante, en “How technology disrupted the truth” se ofrece una visión que –considerando este fenómeno social como algo dinámico– invita al optimismo: “La tecnología y los medios no existen aisladamente –ayudan a configurar la sociedad, de la misma manera que estos a su vez son modelados por ella. Esto significa comprometerse con las personas como actores cívicos, ciudadanos, iguales. Se trata de hacer rendir cuentas al poder, de luchar por un espacio público, y de asumir la responsabilidad de crear el tipo de mundo en el que queremos vivir”.


* Miquel Urmeneta es periodista y profesor universitario.
Actualmente está escribiendo su tesis sobre opinión pública y redes sociales.
@miquel_urmeneta

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