Primer Premio “Herminio Portell Vilá” 2010
de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)
Desde tiempo inmemorial y hasta la aprobación de la Constitución estadounidense de 1787, a lo largo de la Historia en todo el mundo los diferentes pueblos se habían regido por normas (leyes) otorgadas, modificadas y derogadas más o menos arbitrariamente por sus monarcas o soberanos. En el Imperio Romano, a partir de la llamada ley de imperio promulgada por acuerdo del Senado en el año 70 después de Cristo con ocasión de la elevación de Tito Flavio Vespasiano al solio imperial, quedó concentrada la facultad legislativa exclusivamente en el Emperador, cuyas decisiones personales pasaron a tener fuerza de ley, con el nombre de Constituciones. Así aconteció en toda Europa, tanto en los países en el desarrollo de cuyo Derecho fue preponderante la influencia romana como en los que tuvo peso predominante la herencia germánica.
El rasgo novedoso de la Constitución estadounidense de 1787 consistía en que había sido redactada y acordada por una asamblea de representantes de ciudadanos (la Convención Constituyente, elegida sin carácter estamental por las Trece Colonias formalmente confederadas a partir de 1781), y cuyo texto había sido sancionado y puesto en vigor por la propia autoridad de la Convención de Delegados reunida en Philadelphia. Hoy en día todavía la Constitución escrita en vigor más antigua del mundo, fue también la primera que estableció el principio de la separación de Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y la primera que consagró el principio de la soberanía popular (al comenzar su Preámbulo con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos,…”).
En España, la primera Carta constitucional fue el llamado Estatuto de Bayona, decretado por “Don José Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias, Habiendo oído a la Junta Nacional, congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin, etc.” Es decir, era una Carta otorgada, impuesta por la voluntad napoleónica, tras su presentación formularia a 65 diputados españoles integrantes de unas espurias Cortes convocadas en suelo francés, quienes no tenían otra facultad sino la de deliberar sobre el contenido de ese texto, que confería al monarca amplísimas atribuciones, establecía unas Cortes con una representación estamental (cuyos diputados –sin facultad legislativa alguna sino sólo la de hacerse oír por el Rey, el único que podía dictar leyes- eran designados en cada circunscripción electoral de entre los propietarios de bienes raíces, y no por sufragio universal, sino por el voto de juntas formadas por los decanos de los regidores de cada población con más de cien habitantes y los decanos de los curas de los pueblos principales de esa circunscripción) y un Senado vitalicio elitista integrado exclusivamente por los infantes de España que tuvieran 18 años cumplidos de edad y veinticuatro individuos nombrados por el Rey entre los ministros, capitanes generales del Ejército y la Armada, los embajadores, y miembros del Consejo de Estado y del Consejo Real. De cualquier forma, a las posesiones ultramarinas en América y Asia se les otorgaban sólo 22 del total de 172 actas de diputados (y de ellas, una a Cuba y otra a Puerto Rico), y en todo caso cualquier acuerdo o declaración que llegaran a adoptar las Cortes o el Senado carecía de fuerza de obligar.
Indiscutiblemente, la Constitución española de 1812, promulgada por las Cortes de Cádiz, representó un avance notable, en cuanto a que en su texto se consagraba el principio de la soberanía nacional –no radicada en un monarca o soberano-; la representación popular –no estamental- en unas Cortes unicamerales de diputados (elegidos indirectamente por compromisarios), a razón de uno por cada setenta mil habitantes, con el derecho de sufragio activo limitado sin embargo a todos los ciudadanos hombres mayores de 25 años de edad que dispusieran de “una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios”; la separación de Poderes; la inamovilidad de magistrados y jueces; y el reconocimiento de una serie de derechos individuales tales como la inviolabilidad del domicilio, el arbitraje judicial de todos los pleitos, la prohibición de detención salvo bajo mandamiento judicial por escrito, la presentación del arrestado ante el juez dentro de las 24 horas de su detención (es decir, el derecho al habeas corpus) con manifestación al reo de la causa de su detención y el nombre de su acusador, si lo hubiere, la prohibición del tormento y de la pena de confiscación de bienes; y la atribución en exclusiva a las Cortes de la facultad de proponer, decretar e interpretar las leyes, aprobar los tratados de alianza ofensiva, de subsidios y de comercio, decretar la creación y supresión de plazas en los tribunales que establece la Constitución e igualmente de los oficios públicos, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia nacional en todos los ramos que los constituyen, fijar los gastos de la administración pública, establecer anualmente las contribuciones e impuestos, las aduanas y aranceles de derechos, y el plan general de enseñanza pública en toda la Monarquía, aprobar los reglamentos generales para la Policía y sanidad del reino, proteger la libertad política de la imprenta, y hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos.