Todos hemos sido advertidos: la política, la religión y el dinero son temas de los que no debemos hablar con nuestros invitados. Los economistas, acatando este consejo, tratan de explicar el desarrollo económico sin mucha referencia a la religión y no han tenido en cuenta si las creencias religiosas nos hacen más ricos o más pobres. Sin embargo, muchas sociedades emplean considerable tiempo y dinero en prácticas religiosas. Entonces, ¿cuál es el impacto económico de nuestras prácticas religiosas? En este vacío intelectual, los profesores Rachel M. McCleary y Robert J. Barro, en su libro La riqueza de las religiones, exploran cómo las creencias y prácticas religiosas afectan la productividad y el crecimiento económico. No les interesa la teología ni la doctrina. Su interés está en los costos y beneficios económicos de mantener ciertas creencias religiosas. Esta columna se deriva de ese enfoque.
Debido a la sensibilidad del tema, quizás sea necesario mencionar que este no es un ataque a la religión por parte de autores antirreligiosos. El profesor Barro es un economista que se describe a sí mismo como judío con más afinidad étnica que religiosa. La profesora McCleary es filósofa, metodista y religiosa, y este columnista se describe como católico no practicante. Aparentemente, existe una interacción bidireccional entre la religión y el crecimiento económico. La religiosidad afecta los resultados económicos, y los resultados económicos influyen en la religiosidad. Un sentido de causalidad es la hipótesis de la secularización según la cual, “el aumento de los ingresos, educación y urbanización, disminuyen la religiosidad individual y el papel de la religión en la gobernanza”. En general, el desarrollo económico disminuye la participación religiosa y las creencias.
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