Feb. 3.– A finales de 2010, agentes de la Administración de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) prepararon una operación en McAllen, Texas, una bulliciosa ciudad de tamaño mediano situada frente a Reynosa, México. Un agente encubierto, que se hacía pasar por un miembro de una organización de narcotráfico de Nueva York, había invitado al objetivo de la operación a encontrarse con él en un estacionamiento comercial de la ciudad para cerrar un negocio de drogas que ambos habían estado discutiendo durante algunos meses.
El objetivo era Mauricio Soto Caballero, un consultor radicado en Ciudad de México con algunas conexiones turbias, que estaba buscando un punto de entrada al mundo del tráfico de cocaína. Pero para la DEA, Soto representaba algo mucho más grande: la oportunidad de resolver un caso que investigadores creían que penetraba no solo a las altas esferas del narcotráfico, sino también a las altas esferas de la política mexicana.
Durante sus conversaciones, Soto había accedido a tomar posesión de un vehículo con 10 kilogramos de cocaína. Cruzó la frontera y llegó a la reunión en un automóvil junto con dos socios. El agente encubierto subió al auto de Soto y le dio las llaves del vehículo que alojaba la cocaína. A cambio del favor, el agente encubierto prometió darle a Soto como recompensa un kilogramo de cocaína.
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