
por Julio Antonio Fernández Estrada
El 10 de diciembre de 1948 se aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. Este documento es uno de los más importantes, citados, analizados, glosados, criticados y venerados de la contemporaneidad.
La Declaración no tiene carácter vinculante desde el punto de vista jurídico, pero ha sido la referencia principal de la lucha por los derechos de primera y segunda generación en los últimos 76 años.
En 1992 yo cursaba el preuniversitario en la escuela Raúl Cepero Bonilla, en la Víbora, barrio del municipio Diez de Octubre, en La Habana. En aquel año se había realizado un evento sobre derechos humanos, auspiciado por la Unión Nacional de Juristas, y a mi padre le habían sobrado una docena de plegables con la Declaración Universal de Derechos Humanos. El documento era muy poco conocido en esos años en la isla y los adolescentes no tenían casi ningún conocimiento de su existencia y contenido.
Le pedí a mi papá los plegables. Él me los dio sin titubear, los llevé a mi escuela y los repartí en mi aula y en otros grupos. La reacción fue la más lógica. Los muchachos del preuniversitario se alebrestaron y empezaron a hacer exclamaciones levantiscas sobre sus derechos, reconocidos en aquel documento y desconocidos en nuestra experiencia.
A mis padres los llamaron de la escuela para que explicaran cómo y por qué yo tenía esos plegables; pero esa historia no importa ahora, solo la esbozo como una evidencia más de que los derechos humanos siempre han sido en Cuba un tema de cuidado para el poder político y sus instituciones de reproducción ideológica, atentas en todo momento a que los derechos humanos se mantengan detrás de una neblina espesa y cubiertos por cristales empañados.
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