Hace un año que vivo en un pueblo al que quiero mucho. No es la primera vez que estoy en él, y siempre me he sentido parte de su gente. He encontrado espacio, acogida, cercanía. Me gusta su sencillez y su modo de expresar sus tradiciones; es un pueblo culto y hace esfuerzos por mantener su identidad bejucaleña.
Cuando se acerca diciembre comienza todo un movimiento de música, congas, bailes, en las escuelas se preparan actividades donde los niños son los protagonistas, y así van pasando de una generación a otra lo que los identifica.
He aprendido a gustar escuchando la historia que hay detrás de esas tradiciones cuando los mayores me cuentan los preparativos, el buen ambiente, la fraternidad y el secreto entre bandos para que fuera sorpresa todo lo que preparaban. No dejo de admirar el modo que tienen de conservar el valor que le dan a sus charangas.
Hablando de todo esto, también traen a las conversaciones las muchísimas dificultades por las que pasan, la incertidumbre de poder tener listas las carrozas y la escasez creciente de recursos.
Al mismo tiempo que escuchaba pros y contras de estas preparaciones me preguntaba cómo pueden poner tanto empeño y esfuerzo en medio de la gran ausencia de recursos, y me lo preguntaba sin juzgar, no me atrevo a hacerlo.
Simplemente pensaba y me preguntaba que si además de rescatar esas tradiciones lindas en sí mismas, también optásemos por recuperar las tradiciones en las que nuestros niños y ancianos desayunen bien. Si también pusiésemos empeño en buscar nuestra libertad, porque es tradición desde la creación del mundo en que nos fue regalada por nuestro Creador.
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