La primera vez que busqué el significado de la palabra comunismo lo hice en un pequeño diccionario de bolsillo que tenía mi madre. Para mi sorpresa, detrás de los dos puntos había una sola palabra: hambre. Eso ocurrió a mediados de 1959, cuando todavía no circulaban en Cuba los manuales de marxismo-leninismo producidos en la Unión Soviética.
Una década más tarde participé con entusiasmo en las discusiones universitarias donde se debatía si el comunismo triunfaría primero en Francia, Alemania, Inglaterra o Estados Unidos. Éramos jóvenes e ingenuos y deseábamos lo mejor para la humanidad, incluyendo la paz mundial, el amor libre y ese chorro lleno de bienes materiales que permitiría a cada cual recibir según sus necesidades.
Quizás por los efectos retardados de aquellas intoxicaciones intelectuales, cada vez que escucho o leo a alguien comentar sobre los problemas del comunismo en Cuba, tengo el impulso de argumentar que este país está muy lejos de instaurar el sistema social que lleva por nombre comunismo, pero hacer semejante aclaración suele confundirse con la defensa del sistema. Es como si se dijera "¡Ya quisiera Cuba vivir en el comunismo!".
En El capital Carlos Marx advertía que el comunismo sería "una forma superior de la sociedad cuyo principio fundamental es el desarrollo pleno y libre de todos los individuos", donde el trabajo se convertiría en la primera necesidad vital de los ciudadanos. Detrás de esa aseveración propagandística se supone que había una base científica respaldada por el descubrimiento de "la contradicción entre el carácter social de la producción y la propiedad privada sobre los medios de producción".
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