Como siempre ocurre al concluir un evento diplomático, al cierre de la VIII Cumbre de las Américas en Lima las delegaciones de cada país se retiraron a casa sacando cálculos de cuánto perdieron o adelantaron sus respectivas posiciones, siempre resaltando ente la opinión pública lo segundo y ocultando lo primero.
En esta ocasión pudiera decirse que hubo, sin duda algo positivo.
El número de gobiernos democráticos en la región fue superior al de los últimos años, cuando acudía a la cita una relativamente numerosa alianza antidemocrática de estadistas, que sumieron hasta hace poco a sus países en el autoritarismo, la corrupción y la insostenibilidad económica. Eso permitió condenar verbalmente a la dictadura venezolana y cerrarle la puerta de la Cumbre al presidente Maduro. También hizo posible una declaración positiva –al menos en papel– sobre algunas medidas que los gobiernos del hemisferio debieran tomar para extirpar el cáncer de la corrupción. Nada que no se hubiese podido lograr sin salir del edificio de la OEA en Washington.
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