Mumbai, Ene. 30.– El 30 de enero de 1948, Mohandas Karamchand Gandhi fue asesinado por un radical hindú. El magnicidio a manos de uno de los suyos fue el paradójico epílogo a una vida dedicada al ahimsa —la no violencia—, la noción incorruptible que había guiado a 255 millones de súbditos a rebelarse contra dos siglos de dominio británico. Ganada la independencia, el padre de India quiso afrontar los mayores retos del país: erradicar la tradición de los intocables y pacificar a musulmanes e hindúes. Ambos desafíos, imperdonables para sus enemigos, son todavía hoy empresas pendientes.
“Él mismo aceptó su fracaso”, reconoce su bisnieto, Tushar Gandhi. “El sistema de castas estaba tan arraigado en esta cultura que los hostigamientos continúan 70 años después”, explica desde su residencia en Mumbai, donde se dio el último enfrentamiento entre castas a principios de este año. “Pensar que su pueblo había entendido su mensaje fue su mayor error”, opina Tushar Gandhi. La máxima que mejor define a su bisabuelo, para él, es esta: “Mi vida es mi mensaje”. Su legado inspiró a Martin Luther King, Nelson Mandela o Lech Walesa.
Rebautizado Mahatma —alma grande—, Gandhi transformó el anticolonialismo elitista indio en un movimiento de masas por la independencia. Tras vivir en Sudáfrica, a su regreso a India en 1915 dejó su traje de abogado londinense y se vistió con un humilde dhoti (el taparrabos tradicional) para viajar por el inabarcable subcontinente.
El mensaje trascendió entonces las fronteras religiosas y cada tarde, durante tres décadas, sus mítines políticos se aderezaron con pasajes de los libros sagrados del hinduismo, islam, cristianismo y sijismo. Llamó así a los desapoderados de la sociedad, de todos los credos, a participar en una lucha librada hasta entonces entre escaramuzas intermitentes contra el poder británico y debates políticos ...
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