Por supuesto que es posible invertir en Cuba. Nadie dice lo contrario.
Sin embargo, durante más de 40 años no fue posible por mandato imperativo del régimen comunista. Pero como consecuencia del derrumbe del muro de Berlín y la pérdida de los subsidios soviéticos, a Fidel Castro no le quedó más remedio, en contra de sus deseos y preferencias, que abrir la economía cubana al capital extranjero.
Todavía se recuerda aquella rueda de prensa en La Habana, con motivo de la inauguración de uno de los primeros hoteles, en la que Fidel Castro justificó ante una periodista argentina, por qué a los cubanos no les autorizaba a entrar a los hoteles. Aquella triste etapa de las “jineteras”, la desesperación y el sálvese quién pueda quedó atrás gracias al petróleo de Venezuela, pero todavía andan por la isla circulando dos monedas, y ese es uno de los efectos más negativos de aquel período especial de triste recuerdo.
La historia de la política de atracción de la inversión extranjera en Cuba ha desembocado en una regulación reciente, la denominada Ley 118, que intenta dotar al sistema económico de la isla, que permanece estable en su definición de socialista, prohíbe el ejercicio de los derechos de propiedad y la libre empresa privada a los cubanos, de una serie garantías y facilidades para atraer al capital extranjero. Una mezcla explosiva que algunos han denominado capitalismo comunista.
No conviene olvidar que Cuba se encuentra en una zona, el Caribe, que es foco de atracción de grandes volúmenes de inversión extranjera, y que en el entorno de la globalización y la cuarta revolución industrial, adquiere numerosos atractivos para que el capital extranjero fluya de forma masiva hacia la zona. Participar en esos flujos crecientes de capital exige tomar una serie de decisiones para atraer los inversores de forma competitiva. Por desgracia, Cuba llega tarde, pero es que además, lo hace mal.
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