Luego de lo ocurrido el pasado 21 de noviembre, ha surgido entre opinadores y políticos una pregunta que, por errónea en su planteamiento, debe ser analizada para advertir sobre la inutilidad práctica de cualquiera sea su respuesta.
El evento del 21N arrojó simultáneamente avances y retrocesos. Se pudieron constatar algunos avances (tímidos, pero avances al fin y al cabo) en las condiciones electorales, y algunos triunfos importantes en alcaldías y gobernaciones. Al mismo tiempo, se registraron numerosos delitos electorales, abusos, y atropellos (muchos de ellos recogidos y reportados en el Informe de la Misión de Observación Electoral de la UE), el más reciente de los cuales es el caso de la elección de Barinas, donde de un plumazo se desconoció la decisión popular inhabilitando después de su triunfo al candidato electo por la población de ese estado, inventando una nueva elección al no poder ganar la que se realizó e inhabilitando también –al mejor estilo de Daniel Ortega en Nicaragua– a cuanto aspirante opositor aparezca en escena.
La recurrencia delictiva del gobierno en materia electoral, pero sobre todo este último desvergonzado comportamiento en el caso del estado Barinas, donde ya ni siquiera el cuido mínimo de las formas detiene la obscena voracidad de poder de la oligarquía, ha llevado a algunos a preguntarse si tiene sentido insistir en la vía electoral.
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