He estado pensando en los relatos del Génesis
En la Biblia no hay nada al azar. Todo tiene un sentido. No es casual que, justo después del relato del pecado original, venga el pasaje de Caín y Abel.
Después de la ruptura de nuestros primeros padres con Dios, un hijo mata a su hermano, porque cuando una persona le da la espalda a Dios, le da la espalda a su hermano.
Una de las bases de la doctrina marxista-leninista es el rechazo a Dios, llegando a extremos tan ridículos como el de hacerle un juicio a Dios, condenarlo y disparar al cielo para “ajusticiar a Dios”.
La historia ha demostrado que en todo lugar donde se ha instaurado un sistema comunista el resultado no ha sido otro que la opresión, la falta de libertad, la represión, el sometimiento de la voluntad popular y, por supuesto, el derrumbamiento de la economía: el hambre, la precariedad, la miseria.
Me asombra que personas preparadas, sobre todo intelectuales, sigan afirmando que el problema ha sido una “mala aplicación del sistema”. No, no es una mala aplicación, es que no funciona, no ha funcionado nunca y nunca lo hará, porque es un sistema que parte de la exclusión de Dios, y cuando se excluye a Dios, aquel que lo excluye asume automáticamente el lugar que le corresponde a Dios, y se siente dueño y señor de la vida de los otros.
Cuando los que gobiernan excluyen a Dios, el pueblo empieza a ser, automáticamente, un enemigo a controlar. Por eso se vuelven contra su propio pueblo.
Después de 66 años de discursos eternos sobre igualdad y justicia social, después de años y años de promesas de felicidad y desarrollo, estamos atascados en un limbo paralizante en el cual apenas se logra sobrevivir.
Bloqueados por la falta de electricidad que detiene la vida, sin capacidad productiva, sin posibilidad siquiera para muchos de recibir el exiguo salario que se les debe, cercados por el miedo a expresar lo evidente, somos un pueblo abandonado a su suerte, somos el enemigo que puede poner en peligro el estatus y la vida sin límites de los que nos gobiernan, somos los hermanos cuyas vidas no interesan, somos aquellos a los que no importa oprimir y encarcelar, somos los hermanos a despreciar, los hermanos a los que se puede dejar morir e incluso matar.
Y hay algo más. Cuando el poder llega a ese nivel de oscuridad y cerrazón, la mirada se endurece tanto que se ve al pueblo como el culpable de todo y, en consecuencia, como merecedor de lo que está sufriendo.
Ya no hay empatía, ya no hay autocrítica, ya no hay grietas que permitan que pase la luz. Sólo existe la oscuridad que borra el rostro del hermano y lo convierte en una sombra: la sombra culpable, enemiga, despreciable.
Yo no sé cómo vamos a salir de este limbo, no sé cuándo se romperá esta cadena que nos aprieta cada vez más la garganta, pero algo sí tengo claro: toca a nosotros buscar la salida. No esperemos que nos reconozcan como humanos, como hermanos, porque no pueden. Han dado la espalda a Dios, y las oscuridad los ha sumergido.
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