Al final de su más reciente novela, su decimoquinta («Victory City», la ciudad de la victoria), el muy perseguido y amenazado escritor británico de origen indio, Salman Rushdie, a través de un personaje afirma con convicción: «mientras los regímenes caen, las historias sobreviven. Las palabras son las vencedoras».
En el caso venezolano las palabras ya vencieron; son 23 años en los cuales se ha desnudado ante el mundo un régimen oprobioso y falto de todo respeto mínimo a la dignidad humana. Ya no hay nada más que probar al respecto. Entre muchas injusticias -enmarcadas en una sistemática destrucción de las instituciones de la democracia- una que» clama al cielo» es la voz de protesta generalizada, el clamor que se siente y crece en la calle, es la de los reclamos por un salario digno.
Conviene recordar entonces a Hannah Arendt, quien afirmó en varias ocasiones que «la palabra es acción». Máxime cuando la palabra es una protesta por el respeto de derechos ciudadanos, como es un salario justo.
El salario digno no es solo una obvia necesidad humana –sin ella no hay planes de crecimiento material y espiritual posibles-; forma parte de la arquitectura sobre la que se construyen los presupuestos esenciales de una vida humana digna, del llamado a la defensa de las reivindicaciones necesarias para millones de trabajadores en todo el mundo, tal y como se señaló en la encíclica «Rerum Novarum» (de las cosas nuevas), del Papa León XIII, en 1891, y en sucesivas encíclicas y documentos eclesiásticos.
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