Podemos no divide a la sociedad
sino que coloca fuera de ella
a quienes considera sus adversarios,
de forma que contradice el pluralismo democrático
y en ese sentido preciso es totalitario
El análisis más común de la estrategia de Podemos señala como su acierto básico el haber trazado un nuevo eje de comprensión y definición políticas y, consecuentemente, haber imaginado una nueva forma de definir al antagonista. Si hasta ahora ese eje utilizaba categorías relacionales cargadas de ideología, tales como izquierda/derecha o progresismo/conservadurismo, el nuevo discurso habría tenido la fuerza para imponer al imaginario de la sociedad española una frontera distinta: la que separa la gente/la casta, una divisoria en la que de un lado cae la ciudadanía normal, plebeya o decente (la nueva política) y, de otro, los privilegiados o corruptos que sólo merecen reproche moral y expulsión como residuo político (la vieja). Estaríamos no más ante una exitosa aplicación de la teoría política del discurso de Laclau y Mouffe ayudada, desde luego, por la coyuntura de una indignación social difusa contra la política normal.
Este análisis es correcto pero insuficiente. Pone de relieve las razones del éxito funcional del discurso y su rentabilidad política inmediata, pero no avanza en definir más objetivamente la naturaleza de esa propuesta, ni tampoco las consecuencias a que ésta conduciría a medio plazo si Podemos se hiciera con una mayoría gubernamental. Es cierto que en la teoría del discurso no tiene mucho sentido remitirse a una objetividad situada fuera del mismo discurso (hors du texte), pero en términos politológicos más clásicos sí es posible indagar en la naturaleza de la propuesta que encubre el discurso. Y, a nuestro juicio, esa propuesta es en términos políticos marcadamente totalitaria, por mucho que no lo sea con los rasgos de los totalitarismos clásicos del siglo XX.
Tengo en mente la caracterización del totalitarismo de Claude Lefort, como un fenómeno de representación de la no división. “El totalitario es el modelo de una sociedad que se instituyese sin divisiones, dispusiese del dominio de su organización, se refiriese a sí misma en todas sus partes, y estuviese habitada por el mismo proyecto de edificación del socialismo”. La nota esencial del totalitarismo es que produce una apropiación completa del lugar del poder consecuente a una negación de cualquier división interna de la sociedad, así como de cualquier posibilidad de alteridad (legítima).
Reflexionemos: cuando Podemos propone discursivamente su eje de antagonización, lo que sugiere no es una división de la sociedad en dos o más propuestas políticas distintas, lo que hace es declarar que la sociedad toda (la “gente decente”) está de un lado del eje, del suyo, y lo que queda del otro lado es pura ganga política y moral (prescindible). De hecho, no propone un eje sino un límite. La sociedad decente que asume como suya Podemos no está atravesada por divisiones, ideas o intereses plurales, sino que es única o, si se quiere, es una realidad total no dividida: toda la gente decente, que por definición son todos los ciudadanos respetables, está ahí, en el lado del pueblo, que es su lado. Lo que queda fuera de esa totalidad no es sociedad, es corrupción. O es gente que todavía no ha descubierto su auténtica subjetividad porque su mentalidad está todavía manipulada por el marco comprensivo neoliberal (Monedero).
Podemos no pretende representar a unos intereses o sentimientos políticos faccionales, sino a todo el pueblo, entendido como totalidad indivisa, preexistente y antagónica de eso otro que termina por ser inevitablemente el no-pueblo. En este sentido, la propuesta de Podemos de comprensión y tratamiento del espacio político contradice directamente al pluralismo democrático y, en ese preciso sentido, Podemos es totalitario.
Esta consecuencia es inexorable porque la definición de la subjetividad protagonista del movimiento se hace en unos términos tan genéricos que sus límites coinciden con los de la misma sociedad. Cierto que el partido político predominante en las democracias actuales, el catch-all-party, también pretende atraer a cuantos más posibles segmentos de intereses sociales mediante la técnica de rebajar su dosis de identificación ideológica y presentarse retóricamente como el paladín de todos, pero ello no pasa de ser una técnica electoral. Pero en el caso de Podemos su estrategia discursiva es su substancia política: una vez que se define de forma “total” al sujeto resulta que no queda espacio (espacio legítimo o moral queremos decir) para ninguna otra parte social que, por definición, no puede existir sino como la antisociedad o el antipueblo.
En sus declaraciones públicas late este totalitarismo de nuevo cuño. Cuando afirman que no son de derechas o izquierdas, centralistas o nacionalistas, sino que son demócratas y punto, no están practicando una retórica simplona (o abusando de una indefinición táctica que les conviene ahora), sino que están definiendo su representación en unos términos tan amplios que expulsan inmediatamente a todos los demás del campo de juego, convirtiéndolos en no-demócratas. Cuando volvemos a escuchar calificativos que nos suenan tan insólitos como el de “enemigos del pueblo” aplicada a los políticos que defraudan o se corrompen, como proponía Pablo Iglesias en Barcelona es porque, en su marco discursivo, los corruptos no son tanto delincuentes como seres que están por fuera del pueblo.
Podemos asume en definitiva la representación de la sociedad como unidad indivisa, a la que se corresponde idealmente el poder también indiviso del partido: “Como si el pueblo fuera la parte sana y unida de una sociedad que se volvería un bloque una vez que se despidiera a los grupos cosmopolitas y los oligarcas”, en palabras de Pierre Rosanvallon.
Claro está, al final Podemos no desconoce la multiplicidad de identidades relacionales y políticas que continuamente se tejen y destejen en la sociedad. No, de hecho admite el pluralismo de identidades sociales, pero lo reconoce sólo en su propio interior, nunca fuera del magma aglutinado por su propio discurso. Todas las divisiones sociales en intereses, grupos, etnias, comunidades, culturas, (la “multitud”) ya están dentro de los círculos de discusión que elaboran y definen las decisiones de la cúpula dirigente, o serán recogidas en ese asambleísmo deliberativo, de forma que nada puede quedar fuera del partido/movimiento/gobierno salvo el antipueblo.
Otra negación del pluralismo —aunque sea de índole distinta— se produce cuando Podemos convierte en dogma eso que Daniel Innerarity ha denominado “la vieja fe en la competencia universal de la política”. Es decir, que no reconoce la inevitable segmentación del mundo moderno en una pluralidad de sistemas (económico, jurídico, mediático, jurídico) y considera a la política (su política) como capaz de ser el vector interpretativo y manipulador de todos los demás subsistemas. Para Podemos la economía, por ejemplo, no es sino una construcción discursiva más, que puede por ello ser tratada con los recursos intersubjetivos y relacionales que proporciona la política, sobre todo si se accede al poder. De ahí las propuestas de renacionalización de la economía para aplicarle desde la política soluciones de tipo autárquico (que recuerdan poderosamente a las primeras franquistas). No se asume el pluralismo inevitable de la sociedad desencantada de Weber.
Por último, y quizá lo más preocupante para el caso de que Podemos llegara al poder, está la resurrección política del pouvoir constituant de Sieyès —una vez pasado por el turmix decisionista de Carl Schmitt— como la gran instancia a la que recurrir para superar de una vez un constitucionalismo liberal considerado como represivo de la espontaneidad social y rémora para la emancipación de los intereses populares. Cuando algunos hablan de “reforma constitucional” no parecen ser conscientes de que no hablan de lo mismo que Podemos cuando éste alude a la necesaria reactivación del poder constituyente y su conservación como poder operativo y vigilante en el nuevo ordenamiento. Es un equívoco que por ahora interesa al nuevo partido, pero que puede resultar terrible para el sistema constitucional en el futuro. Porque el “poder constituyente” como pura facticidad, como “poder de fundar”, como “principio absoluto”, termina por ser lo que el inventor del concepto dijo al final de su vida política: un monstre politique.