Cosas que viví en La Habana

Cuba es una fantasía y una realidad triste;
apenas un resquicio de luz
ya es señal de felicidad

Estuve en La Habana en 1990, quizá una quincena. Al cuarto de hora de llegar la ciudad era como mi casa, o así me trataban los cubanos. De tú, rápidamente, de compañero, enseguida; fue enseguida como un abrazo caliente, pero no siempre era así. La mayor parte del tiempo el abrazo fue caliente, pero también pude notar el frío.

De aquella experiencia publiqué un texto en EL PAÍS entonces. Qué tal en Cuba. Al volver, la gente me preguntaba: “¿Qué tal en Cuba?”, y así titulé mi relato de lo que allí había vivido.

Calle de La Habana

Cuba ejerce, ha ejercido, siempre seguirá ejerciendo, una enorme fascinación sobre los que conocen su historia, sobre los que han leído su literatura, sobre los que han vivido allí, sobre los que hayan escuchado contar cómo es de día, de noche y en sueños.

Cuba es una fantasía y también es una realidad triste: lo es para muchos que han sufrido por ser cubanos, o siendo cubanos, y no han podido vivir allí, los que han debido irse, los que no han podido volver, los que viven apenados la falta de libertad para haber sido siempre cubanos y libremente cubanos.

Cuba es un dolor para muchos de los que la aman; cualquier resquicio que la lleve a respirar es también una señal de felicidad, aunque sea pequeña, para los que le deseamos el bien, por su historia, por su gente, por su literatura, por su arte. 

Por la energía con la que marcó el siglo XX, también en los tiempos oscuros, o sobre todo a partir de los tiempos oscuros. Cómo ese gran lagarto le dio tanto al mundo, de dónde le viene esa pasión, qué artilugio tiene en su ser esa isla para resultar luminosa incluso cuando está apagada.

Siempre me acompaña esa invocación que Guillermo Cabrera Infante, su gran escritor, puso al frente de Tres tristes tigres citando a Lewis Carroll: de qué color es la luz de una vela cuando está apagada. Cuba es la luz de una vela cuando está apagada.

Por esa energía, por todo ello fui a Cuba, acaso para encontrarme de nuevo la atmósfera de aquel libro de Cabrera Infante; pero ese libro luminoso se cerró como una página y ya Cuba vivía en un capítulo distinto de otro libro en el que la luz se había hecho melancolía, rumor del mar habitado por las sombras.

Todo lo que viví allí esos días lo tuve en mi mente durante muchos años, como si no me hubiera ido jamás de la isla; pero la primera decisión que tomé, al irme de Cuba, después de haber visto lo que vi allí, fue la de no regresar, al menos hasta que los ciudadanos que eran como yo, pero eran cubanos, no pudieran hacer allí lo mismo que podía hacer yo. No era una cuestión ideológica, ni de cualquier otro carácter: era una repugnancia sincera a lo más grosero de la discriminación de los seres humanos en nombre de una omnipresente invocación a las amenazas que el visitante, cualquier visitante, representaba como parte de una conspiración internacional contra la seguridad y la independencia de la isla.

La Habana es fascinante, lo son sus gentes, sus calles, los bares y el mojito, el café e incluso la falta de café en los cafés, pero aquello fue lo que me impidió el regreso: la sensación de que ninguno de los que me recibió o habló conmigo, de la vida, del periodismo, de la literatura, podía hacer lo mismo que estaba al alcance de un extranjero como yo. Ese mero hecho no era tan simple de traspasar en La Habana (y en los otros lugares a los que fui): formaba parte de ese muro invisible que no podías cruzar tú hacia los otros ni que los otros podían cruzar hacia ti.

Cuando me fui de Cuba pasó algo que muchas veces he citado como simbólico de aquella situación, acaso la metáfora más tierna y más cruel que ilustra ese suceso atosigante que representaba tal discriminación. Estábamos en el aeropuerto, esperando la salida; un hombre mayor, un cubano que seguramente no había viajado antes en avión, esperaba como yo en la sala de embarque. Él estaba sobre las baldosas negras y yo estaba sobre las baldosas rojas; sólo nos separaba el color, no había ni rampas ni cintas que interrumpieran nuestros pasos para encontrarse. Y el hombre se dirigió a mí preguntándome, como si nosotros estuviéramos en el otro mundo:

—Perdone, ¿está permitido que yo pase a ese sitio donde está usted?

Invité a amigos a lugares a los que yo podía entrar, como mis amigos igualmente extranjeros, y ellos no podían acceder; se les negaba el salvoconducto en su propia ciudad, en su propia tierra, en su propia isla; lo aceptaban ejerciendo un humor indudable, se reían de las prohibiciones, que eran múltiples; se reían, pero no las podían sobrepasar. Al final, aquella lucha tranquila entre los que prohibían y los prohibidos parecía una película de la guerra fría con guion de Billy Wilder. También se parecía al relato, real y lleno de sarcasmo, que el mexicano Jorge de Ibargüengoitia escribió tras su primer viaje a la isla, para recibir un premio, cuatro años después de la victoria de la revolución. Ibergüengoitia escribió Revolución en el jardín (publicado aquí por Reino de Redonda); no era sarcasmo ni burla: era la relación de lo que el autor de Maten a León descubrió allí. En medio del glamour de los primeros años ya estaba creada una enorme trama burocrática que convertía la revolución en un terreno abonado para una tragedia que conllevó tanta víctima desde aquel tiempo.

Durante esa estancia, acaso el enredo más chungo, como decimos en España, se produjo una tarde en la Marina Hemingway, donde invitamos a un grupo de amigos, importantes escritores cubanos, reconocidos y nunca repudiados por el Gobierno. Ellos no llegaban a la cita, hasta que se hizo tan tarde que creí oportuno llamar a recepción. Ellos estaban allí, desde la recepción me confirmaron sus nombres y sus apellidos, pero eran cubanos, no podían acercarse, no podrían compartir la cena a la que les habíamos invitado. Convencí a los guardianes de la importancia de los retenidos, y al final estos pasaron. Con ellos vinieron también un corresponsal español y una periodista cubana. Al cabo de unos días, el corresponsal fue expulsado de Cuba, por mantener contactos prohibidos con gente del interior. Había sido, obviamente, acusado por la mujer que lo acompañó esa noche, que era miembro de la seguridad del Estado, probablemente figuraba entre los guardianes del comandante. Menos de diez años más tarde esa mujer trabajaba en Madrid para un diario conservador español y luego se integró al exilio de Miami.

Una de esas tardes en que la convivencia cálida parecía convocar la franquicia de las puertas se me acercó una televisión canadiense; buscaban reflexiones extranjeras sobre lo que sucedía en Cuba, qué tal en Cuba. Me pusieron el micrófono y dije lo que pensaba. Después, un hombre de traje oscuro se acercó a mi oído. “¿Te conocemos de algo?”. Un día, yendo hacia una playa social, paramos el coche e hicimos fotos. Al cabo de unos minutos, un jeep del Ejército paró junto a nosotros. Ahí no se pueden hacer fotografías. ¿Dónde está el letrero que lo prohíbe? Ahí está, dijo el muchacho, “pero no se ve por la yelba”. Nos llevaron detenidos al cuartel en el que parece que habían tenido a Ochoa, y al final un chasquido de dedos de un superior nos libró de una detención más larga.

Cuando me fui aún no había leído el Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto, la historia amarga de su relación de amor y desencanto con la isla cuyos dirigentes le habían pedido que denunciara a sus padres.

Cuba es un dolor; mientras vea un resquicio por el que le entre la luz a sus sombras sentiré que ese dolor se alivia, y si se alivia será mejor, y será bueno, incluso para aquellos a quienes parece que la herida no se le va a cicatrizar nunca. Aunque amanezca otra vez en La Habana la luz que buscaba Cabrera Infante en el más luminoso de sus libros.

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Juan Cruz Ruiz (Tenerife, 1948) comenzó su carrera de periodista en España a los 13 años en el semanario Aire Libre. En 1976 fue miembro del equipo fundador del diario EL PAÍS, donde fue corresponsal en Londres. Actualmente es adjunto a la dirección del periódico EL PAÍS, de Madrid.

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