La crisis migratoria mundial a la luz de la Doctrina Social de la Iglesia

Un análisis a fondo de la Doctrina Social de la Iglesia (DSI) en su enfoque a la crisis migratoria que está conmoviendo al mundo entero, subraya los aspectos de compasión, caridad y tolerancia como condición indispensable en la aplicación de los principios de solidaridad y del bien común. Por lo tanto, aborda el fenómeno de las migraciones desde una perspectiva de justicia y solidaridad, reconociendo el derecho humano a migrar y la necesidad de proteger a los migrantes, especialmente a los más vulnerables.

Esta es una de las caras de la medalla, pero la DSI enfoca también los aspectos de responsabilidad, orden y respeto por el derecho ajeno que provoca la crisis migratoria. En otras palabras, destaca la responsabilidad de los Estados de regular los flujos migratorios y promover el bien común, considerando el duro impacto de la migración masiva en las sociedades de acogida.

Si bien la DSI afirma el derecho fundamental de las personas a migrar –es decir, la libertad de movimientos, un derecho internacionalmente reconocido según el Artículo 13 de la Declaración Universal– tambíen reconoce la responsabilidad de los Estados en regular los flujos migratorios para garantizar la seguridad y el bienestar de sus ciudadanos. En ese contexto, la DSI subraya la necesidad de equilibrar el derecho a migrar con el bien común de las sociedades de acogida, reconociendo que grandes flujos migratorios pueden generar graves desafíos en términos de seguridad, empleo, servicios sociales y cohesión social y cultural.

Estas salvedades son coherentes con la interpretación del Artículo 13 de la Declaración Universal, que abarca dos aspectos de la cuestión migratoria: la primera se refiere directamente al derecho a la migración al interior del propio Estado, es decir, que dentro de  los  límites  nacionales  los  ciudadanos  pueden  elegir  el  lugar  de  su  residencia;  la  segunda,  salvaguarda  la  salida  y  entrada  de  toda  persona a cualquier país, incluyendo el suyo. Sin embargo, es preciso distinguir que se refiere a una situación de tránsito y no de residencia, es decir, no contempla que un ciudadano tenga opción o, mucho menos, el derecho de elegir desautorizada o arbitrariamente otro país de residencia. 

A esto se suma el Artículo 14 de la Declaración Universal que se refiere al asilo "[E]n caso de persecución", siempre que se vea comprometida o condicionada “la integridad física [de una persona] por motivos ideológicos y por el clima político del país en cuestión”, como queda delineado por expertos de Naciones Unidas encargados de aclarar el alcance de estas disposiciones. Por lo tanto, aunque este reconocimiento parece muy completo, sólo comprende el asilo político  (en  virtud de los derechos civiles y políticos) y no otras situaciones.

En resumen, se trata de equilibrar los derechos humanos de los migrantes con la legalidad y el respeto al país anfitrión y a sus ciudadanos para que una migración ordenada redunde en oportunidades de enriquecimiento cultural en el país de acogida con una política solidaria que fomente el desarrollo de sociedades más justas y fraternas. Esto incluye la necesidad de construir una comunidad auténticamente humana, orientada  hacia  el  bien  común, tanto de los inmigrantes como de los nacionales, que necesita  de  la  afirmación  fundamental  de  la  dignidad de la persona y de la solidaridad; en otras palabras, de mirar a la persona en lo que es y en lo que está llamada a ser según su propia naturaleza, y mirar también a la sociedad a la que unos pertenecen y otros quieren pertenecer como el ámbito de desarrollo y de liberación de cada persona en comunidad de intereses. 

Esta comunidad de intereses no puede perjudicar a unos para beneficiar a otros. Según reportan desde el Reino Unido, que es un país mucho menos afectado por la inmigración ilegal que la que entra a Italia, España, Francia, Holanda y, por carambola, a Alemania y los países Escandinavos, «en última instancia, son los contribuyentes del Reino Unido quienes deben hacerse cargo de los costos de alojamiento (incluidos los hoteles) para más de 25,000 solicitantes de asilo. El análisis de nuevos datos del Ministerio del Interior sugiere un costo de poco menos de £1.3 mil millones por año. Esto significa un costo anual por solicitante de asilo de alrededor de £4,300 al mes.» En Holanda, los estudios muestran que cada migrante ilegal cuesta al contribuyente aproximadamente €400,000 a lo largo de su vida. Esta cifra se basa en un informe que estimó que el costo neto de la "migración de asilo" para el tesoro neerlandés promedia €475,000 por inmigrante. En Estados Unidos, las cifras correspondientes son mucho mayores, ocasionando un pesado gravamen para el país y, en consecuencia, para sus ciudadanos y residentes legales.

Hay otro aspecto de las migraciones y la entrada ilegal a otros países que suelen pasar por alto los medios, los expertos y los críticos: la inmigración ilegal es una espada de doble filo que no sólo lastima el entorno social sino que provoca situaciones de semiesclavitud a las que se ven sometidos esos inmigrantes. En consecuencia, estos inmigrantes son sumamente vulnerables al quedar desprotegidos y sin posibilidad de firmar contratos,  acceder  a  la  seguridad  social,  tener  cuentas  bancarias,  entre otros factores o seguridades negadas debido a su condición irregular, por lo que se ven sometidos a la explotación en sus horarios de trabajo, a salarios de miseria, a la trata, el abuso, el tráfico de drogas y todo tipo de injusticias. Por lo tanto, las muchas empresas explotadoras de la inmigración ilegal (además de las organizaciones mafiosas) gastan portentosas cantidades de dinero en propaganda y campañas encaminadas a entorpecer los controles de inmigración y a facilitar los medios legales para prologar la situación de ilegalidad y fomentar así un mayor influjo de inmigrantes ilegales a los que también puedan explotar.

En resumen, lo que la Iglesia sugiere y busca de los Estados en su Doctrina Social no es una puerta abierta que acepte sin distinción a cualquier individuo que lo solicite. Lo que busca más bien es un balance justo entre el límite de soportabilidad de los países receptores y un criterio humanitario reconocido (tanto en los países como en la comunidad global) para prevenir abusos en los procesos de selección, acogida o rechazo (incluida la deportación) de los migrantes.

Las migraciones entendidas como un problema ético ponen en alerta a la Iglesia del mundo entero, pues ante la inquietud del que sufre y por una bien comprendida obligación de solidaridad, tiene que hacer todo lo posible para buscar y fomentar soluciones apropiadas —a menudo en colaboración con los Estados y las entidades de la sociedad civil— para tratar aquello que afecta al prójimo y, en última instancia,  al bien  común (cf. Sollicitudo rei socialis [srs], 38-39).

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