Las democracias occidentales se han unido, en gran medida, para defender Ucrania, y las instituciones de la libertad, contra el totalitarismo putiniano.
Lo curioso, sin embargo, es que semana tras semana, mes tras mes, somos testigos de la incapacidad de defenderse puertas adentro, al interior de sus sociedades, de los crecientes ataques del enemigo, y de ganarse las voluntades de las mayorías ciudadanas.
En el caso latinoamericano, los datos están a la vista de todos; hace unas semanas en Casa de América de Madrid, Marta Lagos, directora de la Corporación Latinobarómetro, con décadas realizando encuestas en América Latina sobre el estado de la democracia, de sus instituciones, del bienestar o malestar ciudadano, advirtió:
“Estamos en un momento crítico, donde uno de cada dos latinoamericanos quiere que alguien resuelva sus problemas, aunque pase por encima de la ley. La amenaza no son los militares, sino el populismo”. Aseguró asimismo que América Latina se encuentra en un momento “preexplosivo”, en el que la disposición de la gente a protestar alcanza el 60 por ciento.
Según el Latinobarómetro, “la opinión pública sobre la democracia está en decadencia, pues tan sólo el 48 por ciento de la población apoya el actual modelo de democracia y un 95 por ciento de los latinoamericanos encuestados opinan que su democracia no es plena”.
Y no estamos hablando solo de Venezuela, Cuba y Nicaragua, países con múltiples razones para las protestas ciudadanas, y que incluso han dado muchas muestras de ello, solo para que fueran reprimidas a sangre y fuego por sus respectivos tiranos.
Un dato esencial es señalado por José Miguel Vivanco, director de Human Rights Watch: si bien la gente sigue aceptando que la llegada al poder sea por vía electoral, la realidad está mostrando cómo los ganadores no solo se desdicen de sus promesas electorales, sino que acuden a todo tipo de mecanismos para perpetuarse en el gobierno.
Entre otros mecanismos, uno de los favoritos es la reelección, la modificación constitucional para permitirla, o incluso las candidaturas de esposas, de candidatos panas escogidos a dedo, etc.
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Hay una evolución evidente hacia “democracias mixtas”, regímenes híbridos, donde se combinan procesos de decisión plurales y cuasi democráticos con ejercicios del gobierno con métodos autoritarios, en los cuales la primera víctima es la división de poderes: el sistema judicial y el parlamento son absorbidos sin contemplación por el hoyo negro de la ambición autoritaria, sin contrapesos admisibles. Allí están Bukele, López Obrador, Orban, o Bolsonaro, como ejemplos notorios.
La organización Freedom House ha publicado recientemente un reporte llamado “Nations in Transit, 2022” (Naciones en tránsito, 2022). ¿Conclusión principal? Muchas democracias van en una dirección equivocada.
En términos deportivos: es como si el autoritario estuviera siempre al ataque, y que el demócrata se contentara con tener el papel exclusivo de defenderse -si se lo permiten-.
La ofensiva autoritaria no solo se está dando en América Latina, también ocurre en Eurasia y la Europa de los antiguos países de la órbita soviética. Allí está Filipinas, donde ganó por paliza el hijo del tirano corrupto y asesino Ferdinand Marcos.
Bajo asalto, siempre, las instituciones liberales, los derechos ciudadanos, una economía libre. Florecen, en cambio, el culto a la personalidad, la tolerancia de la corrupción, nacionalismos tóxicos, las propuestas divisivas, los mensajes de odio, la xenofobia.
Cada día se notan más los conglomerados de intereses económicos, donde se funden los intereses de la banca y de la gran empresa con el fin de tener sus propios grupos mediáticos que controlen y determinen el mensaje, que debería ser supuestamente a favor de la democracia. Así llegó, por ejemplo, Silvio Berlusconi, al poder en Italia.
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Las propuestas tóxicas de Marine Le Pen, la arrogante ignorancia de López Obrador, o la autocracia de Orban, son todas expresiones de un mismo fenómeno. Hay una profunda insatistacción ciudadana en el mundo, y sobran los autócratas dispuestos a (supuestamente) satisfacerlas.
Obviamente, no se puede caer en el viejo lugar común de buscar a quién le echamos la culpa; que a si los políticos (que la tienen en gran medida), que si a los medios (ídem), que si a los grupos económicos (ídem de ídem) y, por último, claro, a los votantes (aquellos que votan distinto a nosotros, claro).
Lo anterior tiene un tufo fuenteovejúnico: todos matamos al comendador (o a la comendadora, la democracia). Bien se sabe que cuando todos somos culpables al final nadie lo es. Cada uno, en su irresponsabilidad, es excusa para la irresponsabilidad del vecino.
Podría pensarse que detrás de las protestas hay causas fundamentalmente económicas, pero la realidad es más compleja. Hay un gran temor generalizado ante los profundos cambios culturales que están ocurriendo en el planeta, y en las sociedades llamadas del primer mundo ese temor viene representado por olas migratorias con impulsos demográficos y civilizatorios distintos, por ese Otro que quiere imponer un modo de vida, de religión, de pensar, distinto al de Occidente.
Tan solo dos datos significativos: hacia mediados de este siglo el porcentaje de la población norteamericana perteneciente a un grupo racial hoy minoritario superará el 50%; y África va rumbo a una explosión demográfica sin precedentes: en 2100 habrá 6 o 7 veces más ciudadanos africanos que europeos (en 1950 eran menos de la mitad).
¿Se quedarán esos africanos en su continente, o buscarán emigrar? ¿Adónde, a la luna?
En el caso latinoamericano el panorama, como decíamos al comienzo, no luce promisorio. Porque a los problemas culturales, de pobreza crónica, de desigualdad creciente, se unen los derivados de una política y una economía lideradas por quienes solo van a lo suyo, al poder material, puro y duro.
En lo que va de siglo, la organización latinoamericana más importante, y que más daño ha hecho a la institucionalidad democrática, liderando una trama sin precedentes de corrupción transnacional, es Odebrecht.
Y por ninguna parte, elección tras elección -donde las hay- se ve un rostro radicalmente distinto al de los políticos cómplices de la otrora poderosa compañía brasileña.