“Jamais la guerre!” Ponderaciones teológicas sobre la guerra justa.

Publicado originalmente en El Ignaciano, Volumen 7 / Año 7, #2 - Junio 2024

              El 18 de agosto las fuerzas del caudillo visigótico Alarico hicieron lo impensable: penetraron las murallas de Roma y por tres días sometieron a la Ciudad Eterna a una orgía de pillaje y destrucción.

              Nos cuesta trabajo hoy en día imaginar el impacto de este evento. Desde el saqueo de Roma por tribus gálicas / celtas en el 390 A.C., las murallas de Roma no habían sido vulneradas por pueblos extranjeros durante 800 años exactos La tragedia causó pánico y desasosiego social y político.

              Más alarmante para la incipiente iglesia cristiana: desde el siglo IV, después del (mal llamado) Edicto de Milán, del 313, A.D., por el cual Constantino (que de suyo no se bautizó sino hasta su lecho de muerte) concedió libertad religiosa para todo el imperio, empezó a desarrollarse un notable movimiento de neo-paganismo: el imperio romano había estado sufriendo de inflación, ruina de cosechas, rebelión frecuente de las legiones en las fronteras, motivada por el pago tardío del salarium a los soldados – todo esto desde antes de Constantino – pero, a la luz de los horrores de la invasión de Alarico, los neo-paganos lanzan una acusación lapidaria, y para muchos romanos algo inciertos, de aparente lógica: Roma ha abandonado a los dioses que la hicieron grande – Alarico es el castigo que los moradores del panteón romano han infligido por semejante prevaricación.

El imperio había alcanzado su máxima extensión territorial bajo el emperador Trajano (98-117); su sucesor, Adriano (117-138), consciente de que era imposible dominar y proteger tan vastas fronteras, comenzó a encoger estos vastos territorios, retirando tropas de las fronteras, permitiendo a los pueblos y tribus hostiles a Roma asentarse en lo que antes había sido dominio romano.

En el año 413, San Agustín (354-430), obispo de Hipona, comienza a escribir De Civitate Dei (“La Ciudad de Dios”), obra que no finalizaría sino el 425. Se ha debatido mucho el propósito de la obra. Obviamente, Agustín tenía en mente, de modo pre-eminente, responder a las acusaciones de los neo-paganos: la conversión al Evangelio de Jesucristo no ha sido la causa de la irrupción de Alarico, ni de los otros males que han afligido a Roma.

No era la primera vez que Agustín tenía que enfrentarse al emergente movimiento de restauración pagana. Unos de los primeros pasos – todavía desconocido para el antiguo maniqueo – ocurre en el año 384: Símaco, el prefecto neo-pagano de Roma, ha oído hablar del talento retórico y filosófico del joven Agustín. Símaco había tenido una amarga lucha legal contra su primo, irónicamente, Ambrosio, el obispo de Milán (conocido hoy como San Ambrosio, 330-397, uno de los más renombrados padres de la Iglesia Latina)

El conflicto se centraba en la estatua de la diosa pagana de la Victoria, en el Senado romano, impuesta durante el breve reinado del emperador Juliano el Apóstata (361-363). Ambrosio (que había sido abogado antes de su conversión) planteó que, en un ambiente cristiano, la estatua debía ser removida del Senado – y le fue concedido su petición legal. Símaco buscaba venganza de su primo, y, ¿qué mejor forma de hacerlo que infiltrar a un joven profesor de retórica y filosofía, de resabios maniqueos, como Agustín, en Milán, la diócesis de Ambrosio? Símaco le ofrece al joven Agustín una cátedra de retórica en Milán, para socavar la influencia y el prestigio de Ambrosio.

Y así Agustín, sin saberlo, da un primer paso hacia su eventual conversión – en sus Confesiones, lo dice sucintamente: et veni Mediolanum, ad Ambrosium episcopum (“Y llegué a Milàn, a Ambrosio, el obispo”)

Convertir las espadas en aradosEl tema de este ensayo, sin embargo, no concierne la conversión de Agustín. Cuando se habla del tema de la “doctrina de la guerra justa”, se le atribuye comúnmente al Doctor de la Gracia. Esto es un error. En De Civitate Dei encontramos presupuestos que contribuirían, a través del ingenio de Santo Tomás de Aquino (1225-1274) ocho siglos después, a la formulación de los presupuestos necesarios para definir una guerra como moralmente “justa·”, desde la perspectiva cristiana – pero no una “doctrina” o “sistema” sobre la “guerra justa”.

Lo que conocemos hoy como “doctrina de la guerra justa” es obra del Doctor Común, Sto. Tomás – comentaremos más adelante sobre la realidad irónica que, para Tomás de Aquino, la “doctrina de la guerra justa” no era ni doctrina, ni principio teológico definitivo y terminado, sino una perspectiva matizada de conjeturas e incertidumbres.

Séame permitido una última reflexión en este preámbulo: ¿Qué es La Ciudad de Dios? Algunos autores la han llamado el primer tratado cristiano de Teología de la Historia (Francis Schussler Fiorenza), o de Filosofía de la Historia (o incluso de Apologética): así, con las debidas reservas, Etienne Gilson. 

SAN AGUSTÍN (354-430): INTRODUCCIÓN

San Agustín, como bien se sabe, era un maestro de la literatura clásica. La obra perdida de Cicerón (109-43 A.C.), el Hortensio, aparentemente tuvo gran influencia sobre el joven rétor. Se podría conjeturar que Agustín, años después de su conversión, vocearía el mismo lamento que San Jerónimo (340-420), que se reprochaba el haber sido, en sus comienzos, más ciceroniano que cristiano. Así, no está de más suponer – algo atrevidamente – que el De Re Publica de Cicerón, aunque no aborde el tema de la guerra justa, pueda haberle dado cierto material fundamental para sus teorías.

SAN AGUSTÍN: PRINCIPIOS BÁSICOS SOBRE EL TEMA DE LA GUERRA

NOTA: DCD = De Civitate Dei

              San Agustín reconocía la guerra como parte integral de la sociedad y cultura de su tiempo. Desde el comienzo de DCD, afirma el derecho del soldado a matar, por obediencia – pero, ya aquí encontramos matices importantes: “También el soldado que, obedeciendo a una autoridad legítima (sub qua (potestas) legitime constitutus est), por ninguna ley estatal se le llama reo de homicidio . . . Asimismo, si lo hiciera por su propia cuenta y riesgo, incurriría en delito de sangre” ( si sua sponte atque auctoritate fecisset, in crimen effusi humani sanguinis incidisset): DCD I. 26

              Agustín dibuja aquí uno de los primeros “requisitos” para una “guerra justa” (Sto. Tomás de Aquino la haría la primera de sus tres condiciones para legitimar el acto de guerra): la potestad de la autoridad pública, nunca la iniciativa privada.

              El Doctor de la Gracia sitúa la guerra dentro su contexto histórico: la guerra era particularmente cruel antes de Cristo: tanto en tiempos de la República (509 A.C. – 27 A.C.) como en tiempos del Imperio (27 A.C.-476 D.C.). La intervención de los dioses a favor de las guerras de expansión no tiene fundamento racional.

Agustín apela a los más acreditados autores de la Roma antigua: por un lado, cuestiona la leyenda de la deificación de Rómulo, el legendario fundador de Roma, por medio de Cicerón: “Cicerón da suficientemente a entender que esta recepción de Rómulo entre los dioses es más conjetura que realidad (putatam magis significat ese, quam factam: Cicerón, De Re Publica II. 10. 20). Añade Cicerón: “Dejó Rómulo tras de sí un tan alto concepto que, al desaparecer repentinamente en un eclipse de sol, se creyó que entró a formar parte de los dioses. Esta opinión de su persona ningún mortal ha podido jamás conseguirla (quam opinionen nemo unquam mortales asequi potui) sin una extraordinaria fama de virtud” (Cicerón, De Re Publica, II. 17: DCD III 17-20).

Agustín hace un recuento de las guerras romanas (DCD III. 17-20): A partir de aquí, procede a condenar las guerras de expansión romana (DCD V: 22). Las brutalidades y atrocidades de las guerras de expansión, en especial, aquellas libradas antes de, o al margen del Evangelio, tienen su origen en el pecado original (DVD XII. 22): “Las mismas bestias irracionales y sin voluntad vivirían entre sí con más paz y seguridad que los hombres” (ut tutius atque pecatius inter se rationalis voluntatis expertes bestiae sui generis viverent . . . quam homines, quorum genus ex uno est ad commendandam concordiam propagatum) . . .

Y añade: “Jamás los leones ni los dragones han desencadenado entre sí mismos guerras semejantes a las humanas” (Neque enim unquam inter se leones, aut inter se dracones, qualia homines, bella gesserunt).

San Agustín contrasta la brutalidad del expansionismo romano con la predicación del Evangelio por los primeros apóstoles: “Realizaron obras divinas, hablaron palabras divinas, vivieron una vida divina; derrocaron, en cierto modo, corazones empedernidos: introdujeron la paz fundada en la justicia (atque introducta pace iustitiae) . . .

El texto precedente nos presenta dos “requisitos” ulteriores de la “guerra justa”, implícitamente planteados por Agustín: la recta intentio, nota recogida igualmente por Sto. Tomás de Aquino, y la paz como horizonte y meta de todo esfuerzo bélico.

La recta intentio no puede ser expansionismo, ni vendettas privadas de sangre. De algún modo, en el contexto del Evangelio de Cristo, debe implicar la búsqueda de la paz. Y por ende, la paz, plantea – de nuevo, implícitamente Agustín - debe ser la meta de todo conato bélico.

LA PAZ COMO HORIZONTE VITAL DE LA GUERRA

              San Agustín deplora la guerra, toda guerra, aún aquellas rubricadas como “justas” – Veamos cómo el obispo de Hipona plantea una muy implícita, pero muy real condena de la legitimación moral de la guerra.             

              Primero, Agustín explora ciertas opciones para evitar la guerra y vivir en paz – pero la frustración lo deprime (DCD XIX. 7): “Pero, todo esto, ¿se ha conseguido? ¿A precio de cuántas y cuán enormes guerras (quam grandibus bellis), de cuánta sangre derramada? (quanta effusione humani sanguinis comparatium est?)” Este es un punto seminal: Agustín discierne la futilidad de intentar la paz con intención de provecho propio – no ha recta intentio.

              Aquí el Doctor de la Iglesia introduce su gran paradoja: “Pero el hombre instruido en la sabiduría – nos replicarán ellos – sólo declarará guerras justas. ¡Como si no debiera deplorar – si recuerda que es hombre – mucho más el hecho de tener que reconocer la existencia misma de guerras justas! (multo magis dolebit iustorum necessitatem sibi exsistise bellorum!)”

              Agustín añade: “Porque de no de ser justas, nunca debería emprenderlas, y por tanto, para el hombre sabio no existiría guerra alguna (ac per hoc sapienti nulla bella essent). Es la injusticia del enemigo la que obliga al hombre formado en la sabiduría a declarar las guerras justas¨

              Lo anterior parecería ser una concesión de San Agustín a la inevitabilidad de la guerra. Pero, más adelante (DCD XIX. 12) el Doctor de Hipona matiza la cuestión – Agustín nos comparte su antropología teológica: “Cualquiera que observe un poco las realidades humanas y nuestra común naturaleza reconocerá conmigo que existe quien no ame la alegría, así como tampoco quien se niegue a vivir en paz (sicut nemo est qui gaudere nolit, ita nemo est qui pacem habere nolit)

              Agustín nos revela, en el mismo texto, la dinámica inevitable de paz: “Está claro, pues, que la paz es el fin deseado de la guerra (Unde pacem constat belli ese optabilem finem)”

              Aquí se evidencia el fino discernimiento de la dinámica definitoria del espíritu humano hacia Dios, que el Doctor de la Gracia había planteado en su conocido texto de las Confesiones, I, 1.1: Fecisti nos ad te, domine, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te (¨Nos creaste para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti¨) – Ocho siglos después Tomás de Aquino haría suya esta incisiva antropología teológica (De Veritate, q. 22 a. 2): In omnia cognoscentia cognoscunt implicite Deum, in quolibet cognito (“En todo acto del conocimiento el sujeto cognitivo conoce a Dios implícitamente, en todo lo que conoce”)– El deseo implícito de Dios es el deseo de la alegría y la paz.

              Agustín lo hace suyo: “Es un hecho: todos desean vivir en paz con los suyos, aunque quieran imponer su propia voluntad” (Pacem itaque cum suis onnes habere copiunt, quos ad suum arbitrium volunt vivere). Aún en la ausencia de la recta intentio, el ser humano hambrea la alegría de la paz.

              San Agustín, aunque reconociendo la realidad de guerras inevitables, causadas por la injusticia de otros, rehúsa dar una definitiva aprobación a la guerra. Aunque, como hemos apuntado arriba, el Doctor de Hipona plantea, implícitamente – muy implícitamente- los requisitos que ocho siglos después Sto. Tomás incluiría como necesarios para legitimar una guerra, es decir, declaración por autoridad pública, recta intención y búsqueda de la paz, es fascinante, al leer con discernimiento a Agustín, que el Doctor de la Gracia refleja una cierta resistencia interior ante la posibilidad de una “guerra justa”.

STO. TOMÁS DE AQUINO (1224/5-1274)

              Sto. Tomás vive en el siglo XIII, siglo que muchos (¿la mayoría?) han denominado como el siglo más revolucionario en la historia de la Iglesia. El siglo de Sto. Tomás testimonió el nacimiento de las órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos), el declive del sistema feudal, la emergencia de las universidades, la consolidación de la teología escolástica, que le da sistema a la teología patrística, el redescubrimiento de Aristóteles (384 – 322/1 A.C.), después de siglos de primacía de la insuperablemente genial filosofía de su maestro, Platón (428-348 A.C.), la irrupción de la economía de mercado, los viajes de Marco Polo al Lejano Oriente (1274-1295), que le hacen ver a los europeos que no están solos en el mundo, el florecimiento de las ciudades, que remplazan las villas feudales, la aparición de los estados . . . 

              Pero es también un siglo de crueles guerras y conflictos políticos. Es el siglo donde se libran las cuatro últimas cruzadas, donde Francia e Inglaterra guerrean por la hegemonía europea, donde el pontificado se enfrenta al rey de Francia . . . entre otros ...

MÉTODO TEOLÓGICO DE STO. TOMÁS

NOTA: ST = Summa Theologiae

              Sto. Tomás se sitúa históricamente época de la Alta Escolástica medieval. Escolástica viene del Latín schola, escuela, y designa los intentos de sistematizar, en torno a un determinado lenguaje filosófico e histórico, los datos de la Escritura y la Tradición cristiana. Se le atribuye a San Anselmo de Canterbury (1033-1109) la fundación de la Escolástica como sistema. Anselmo define a la teología como fides quaerens intellectum, la fe buscando su fundamento racional – en dos palabras, el método escolástico, alimentándose de la riqueza de las Escrituras y la teología de los Padres, busca la integración de la fe y la razón (cf. S. Juan Pablo II, Encíclica “Fides et Ratio”, 1998).

              Sto. Tomás es, primariamente, un teólogo, y dentro de esta rúbrica, un teólogo bíblico y patrístico. El frescor de su sistema, abierto al diálogo con los problemas y situaciones de su tiempo – y dando pauta para abordar problemas futuros: así, Francisco de Vitoria (1483-1546), Karl Rahner (1904-1984) – toma como lenguaje filosófico principal al recién - descubierto Aristóteles, en las traducciones del dominico griego Guillermo de Moerbecke y los traductores árabes.

STO. TOMÁS DE AQUINO Y LA CUESTIÓN DE LA “GUERRA JUSTA”

              A la luz de lo anterior, no sorprende que Tomás, bebiendo de la riqueza de los Padres, y, en particular, de San Agustín (su fuente más citada después de las Escrituras y de Aristóteles), sintetiza y sistematiza el tema de la guerra justa en su Summa Theologiae, II-II q. 40 aa. 1-4 (Secunda Secundae = Segunda Sección de la Segunda Parte), pregunta 40, artículos 1 - 4), donde aborda cuestiones de teología moral.

              Al principio, Tomás hace paralelos con el tema de la pena capital:

              “Así como los gobernantes de una ciudad estado, reino o provincia

              correctamente defienden su orden público (rem publicam) contra las

              perturbaciones internas, usando la espada física al castigar criminales,

              así también los gobernantes tienen el derecho (ad prncipes pertinet) de

              proteger el orden público contra enemigos externos usando la espada de

              la guerra” (ST II-II q. 40 a. 1)

              Sto. Tomás procede, desde el principio de la discusión, a enumerar los tres requisitos necesarios para legitimar la guerra (ST II-II q. 40 a. 1):        

              Primer Requisito: Tiene que ser declarada por la autoridad competente (Primum quidem, auctoritas principis, cuius mandatuo bellum est gerendur. Punto clave: No le compete a una persona privada declarar la guerra (Non enim pertinet ad personam privatam bellum movere

              Segundo Requisito: Tiene que haber causa justa (Secundo: requiritur iusta causa). No puede haber causa justa si aquellos que atacamos (impugnantur) no merecen ser atacados por causa de su culpa en cualquier ofensa que rehúsen enmendar (ut scilicet illi qui impugnantur propter aliquam culpam impugnantionen mereantur) Tomás probablemente tiene en mente una ofensa que da lugar a quejas y a justos reclamos de justicia. 

              Para Sto. Tomás, obviamente, la cuestión de la guerra justa se centra en la decisión de iniciar la guerra. Sto. Tomás defiende la razón de defensa propia – una nación atacada por otra (sin haber dado lugar a dicho ataque) obviamente puede defenderse. 

Pero – y he aquí un importante matiz – esto no es un derecho absoluto. Puede haber circunstancias en las cuales una persona o una comunidad debe abstenerse de la defensa propia o resistencia forzosa al mal. Así, en ST II-II q. 40 a. 1 ad. 2: “Más aún, todo lo que es contario a la ley divina es pecado. Pero la guerra es contraria a la ley divina, como dice en Mateo 5: 39: “Porque les digo, no resistan al mal” (non resistere a malo), y en Romanos 12: 19: “No os toméis la justicia por vuestras manos, queridos míos; dejad lugar a la ira: (Non vos defendendentes, carissimi; sed date locum irae). 

Sto. Tomás no especifica aquellos casos en los cuales la aparentemente legitima defensa propia no es tan licita, pero, en contexto de otros textos, parece incluir aquellos casos donde la defensa propia causaría daños más gravosos – Sto. Tomás parece introducir aquí el principio de proporcionalidad .

La discusión, por tanto, gira en torno a identificar qué acciones “agresivas” pueden ser justificadas – es obvio, como veremos más adelante, que el mismo Tomás está consciente de la ambigüedad de la cuestión.

Tercer Requisito: Se requiere una intención recta al declarar la guerra, o sea, que tengan la intención de avanzar el bien o prevenir el mal (Tertio: requisitur ut sit intentio bellantium recta: qua scilicet intendur vel ut bonum promoveatur, vel ut malum vitetur)

Pero Tomás no propone una doctrina invulnerable al cambio – de suyo, no propone “doctrina” alguna. La disposición de violar las leyes o los derechos de la guerra (iura bellorum), harían injusta la continuación de dicha guerra que de otra manera podría ser clasificada como justa – júbilo en el acto de matar, odio (Potest autem contingere si sit legitima auctoritas indicentis bellum et causa iusta, nihilominus propter pravam intentionem bellum reddatur illicitur: ST II-II q. 40 a. 1)

Aquí es donde el planteamiento teológico de Tomás se muestra radical – o, quizás, ¿más bien incierto?

Parece que el criterio de recta intención se perfila aquí como decisivo: Tomás afirma que la intención explícita de matar, bien sea en la ejecución de la plena capital como en la guerra - ·”matar con intención de matar” – no puede ser justificado nunca (ST II-II q. 40 a. 1), Luego parecería moralmente aceptable llevar a cabo acciones de guerra con armas letales sin desear (o elegir) matar, bien en la guerra, o en defensa propia – y esto se aplica a soldados enemigos, los cuales es lícito abrumar sin tener la intención de infligir la muerte (ST II-II q. 12 a. 5)

Tomás afirma igualmente: es lícito atravesar el corazón de un atacante, en defensa propia sin intención de matar, entonces es posible pelear una guerra letal y exitosamente, sin el deseo de matar; más aún, en ocasiones podemos escoger no ofrecer resistencia (ut silicet semper homo sed paratus non resistere vel non se defendere si opus fuerit (ST II-II q. 40 a. 1 ad. 2) 

La percepción de Tomás sobre el acto de matar a otro impone límites a su noción de la guerra justa. Debemos observar que, aún si Sto. Tomás parece considerar aceptable matar intencionalmente al ejecutar la pena de muerte y en la guerra, los principios de su posición teológica imponen límites sobre las circunstancias, motivos y medios del acto de matar. Estos principios no implican de modo alguno que las instancias de pena de muerte, guerra, espionaje, etc., con las cuales estamos familiarizados hoy en día sean aceptables.

Y la norma decisiva que sintetiza la posición de Sto. Tomás sobre el acto de matar a otro, sobre todo, al inocente – inocentes = non-nocentes -  es que todo esto es inmoral, como una dimensión de la ley natural, sin posibles excepciones (ST II-Ii q. 65 a. 6; I-II q. 88 a. 6).

Es difícil llegar a una conclusión sobre la auténtica visión de Sto. Tomás sobre la guerra justa – quizás por el simple hecho que él mismo, con su afilada capaz de análisis, podía discernir circunstancias que limitaban o matizaban la “justicia” de una “guerra justa” – Clave para Sto. Tomás es la recta intención – y hemos visto como Tomás considera aparentes contradicciones, tales como matar sin tener intención de matar, como posibles.

¿Aceptaba Tomás de Aquino la noción de la “guerra justa”? Lo mejor que podemos decir es un cauteloso “Sí, pero” – y el “pero” es bien ancho y ambiguo.

FRANCISCO DE VITORIA (1483/93-1546)

              Francisco de Vitoria fue el fundador de la Escuela Dominicana de Teología en Salamanca. Recibió su doctorado en Teología en la Universidad de París en 1523, en unos momentos en los cuales el Nominalismo imperante cedía a los atractivos del Tomismo. Vitoria ganó por oposición la Cátedra de Teología en Salamanca, que ejerció hasta su muerte, en agosto 12, 1546.

              Vitoria fue un pensador extraordinario. El genio de Vitoria fue hacer con la teología de Sto. Tomás lo que Sto. Tomás había hecho en el siglo XIII con su única síntesis de las Escrituras, los Padres de la Iglesia, y Aristóteles (con una buena sazón, muchas veces ignorada, de Platón y San Agustín): desarrollar un sistema teológico que pudiera hablar y dar respuestas a los problemas de su tiempo.

              Así como en el siglo XIII, Tomás de Aquino plantea una teología en un mundo revolucionario (como hemos dicho arriba): emergencia de las ciudades, las universidades, las órdenes mendicantes, la economía de mercado, etc., Vitoria se enfrenta a los problemas morales y teológicos suscitados por la conquista de las nuevas tierras y los nuevos pueblos recién descubiertos, el surgimiento de las naciones estados y el estado endémico de guerras entre ellos.

              Vitoria, como Sto. Tomás, escribió sobre todos los temas que conciernen al ser humano. Su definición de teología así lo endorsa:

“El oficio y la misión de la teología es tan amplio, que ninguna argumentación, ninguna disputa, ningún tema puede considerarse como ajeno a la profesión y a la disciplina teológica”

O, este otro:

“La Sagrada Teología no tiene límites, porque no hay hombre que en ella no pueda sacar provecho.”    

              La primera relección de Vitoria, De potestate civile (“Sobre la potestad civil”) aportará argumentos para su defensa de los pobladores oriundos de las nuevas tierras. Vitoria argumentará que toda autoridad civil y política viene dada de Dios al pueblo directamente, que a su vez lo delega en un gobernante (primer ministro, rey, príncipe, etc.). Vitoria ha sido reconocido, desde el siglo XVII, como el padre del Derecho Internacional, aún por especialistas protestantes 

              Frente a la cuestión de cómo proceder ante los pueblos originales de las Américas, la corona española había promulgado varias leyes: las Leyes de Burgos, 1512; las Leyes del Requerimiento, de 1514; las Leyes de 1527, y las Nuevas Leyes de 1527, que abolían las encomiendas.

              Fue la Ley del Requerimiento la que suscitó graves problemas morales, los cuales Vitoria confronta: según la Ley del Requerimiento, los misioneros españoles debían ir acompañados de un traductor de las lenguas indígenas, y de representantes de la corona. Al encontrar un pueblo o tribu, el misionero les proponía sumisión al papa como soberano espiritual, y al emperador como soberano temporal. Si los indígenas aceptaban, se procedía a la evangelización; si se negaban, era legítimo hacerles guerra y esclavizarlos.

              Frente a esto, Vitoria va a plantear una fuerte y atrevida objeción teológica. Como catedrático de Salamanca, Vitoria enseñaba cursos anuales, sobre aspectos de la teología de Sto. Tomás. De 1526 a 1540 enseñó ocho cursos: el profesor debía a su vez impartir una relección o conferencia sobre un tema particular de esos cursos. De 1527 a 1541, Vitoria impartió quince relecciones, de las que se conservan trece. Las dos más importantes para nuestro tema son las de 1539, De indis recenter inventis relectio prior (“Sobre los indios recientementes descubiertos: relección primera”), conocída más simplemente como de indis (“Sobre los indios”), enero 1, 1539, y posteriormente De indis,, sive de iure belli hispanorium in barbaros, relcctio posterior (“Sobre los indios, o del derecho de guerra de los españoles sobre los bárbaros, relección segunda”), conocida brevemente como de iure belli (“Sobre el derecho a la guerra”), junio 18, 1939

              La primera relección, de indis, es la que más nos interesa. Frente a las injusticias de la Ley del Requerimiento, que hacía legítimo hacer la guerra y esclavizar aquellos pueblos que no aceptaran la soberanía del papa o del emperador, Vitoria plantea una osada respuesta, que le valdría la enemistad de Carlos V, Rey de España y Emperador de Alemania.

              Vitoria comienza por señalar lo obvio: los traductores muchas veces conocían un solo idioma local, e ignoraban la multiplicidad de lenguas de los nuevos territorios. La incomprensión de los indígenas era interpretada convenientemente como rebeldía y se procedía a entablarles guerra y esclavizarlos.

              Vitoria ofrece siete “títulos” o razones para condenar la Ley del Requerimiento, y, por supuesto, su práctica:

              Primero: Es falso decir que el Emperador tiene autoridad universal del mundo.              

              Segundo: Es falso decir que el Papa tiene autoridad universal y señorío sobre el orbe.

              Tercero: Es falso decir que el descubrimiento de las nuevas tierras le otorga a los descubridores autoridad sobre las mismas.

              Cuarto: Es falso aducir el derecho de compulsión de los indios infieles que se resisten a recibir la fe cristiana (éste será el punto clave del argumento de Vitoria)

              Quinto: Es falso decir que los pecados contra naturaleza de los indios concedan autoridad a los príncipes cristianos para reprimirlos.

              Sexto: Es falso querer imponer la elección voluntaria o aceptación de la soberanía española.

              Séptimo: Es falso decir que las nuevas tierras y sus habitantes son concesión o donación especial de Dios.

              Se puede discernir aquí que Vitoria dice, sin ambages, que estos falsos argumentos violan el segundo y el tercer requisito enunciado por Sto. Tomás: la causa justa y la recta intención. Todo esto gira en torno a la cuarta objeción: fiel a Sto. Tomás, y a los Padres de la Iglesia, Vitoria argumenta que la fe y la doctrina cristiana no se pueden imponer, no se pueden coercer. Aquí Vitoria se anticipa a la evangelización por seducción (Papa Benedicto XVI), o por fascinación (Papa Francisco).

              Sería lícito decir que Vitoria, eminente Tomista y Padre del Derecho Internacional, argumenta contra la legitimidad de la guerra contra los habitantes originales de las Américas – pero, dado el hecho de que circunstancias semejantes se han presentado y se presentarían en las guerras europeas, Vitoria parece decirnos que es muy difícil encontrar una guerra histórica que cumpla los tres requisitos de legitimación de Tomás de Aquino.

EL CONCILIO VATICANO II

              El Concilio Vaticano II, siguiendo la pista de San Agustín y de Sto. Tomás de Aquino, encuadra el problema de la guerra dentro del contexto más amplio de la paz (Gaudium et Spes, 77-78), antes de abordar la cuestión de la guerra en sí misma (GS 79-82)      

              La GS comienza definiendo la paz:

“La paz no es la mera ausencia de guerra, ni se reduce al solo equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía despótica, sino que con toda exactitud y propiedad se le llama “obra de la justicia” (GS 78, citando a Isaías 32: 7) 

              El Concilio busca, pues, clamar a la necesidad de la justicia social y política para evitar la guerra – esto es todo un proceso:  

                            “El bien común del género humano se rige primariamente por la Ley eterna, pero la paz jamás es una cosa del todo hecha, sino un perpetuo quehacer” (ibid)

              Esto no es suficiente: hay que asegurar el bien de las personas y respetar los derechos humanos (ibid)

              El Concilio, como hace en todos sus documentos, le da un perfil trinitario al tema de la paz:

“La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz . . . ha dado muerte al odio en su propia carne . . . ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres” (ibid)

              Aquí el Concilio define un punto clave que nos lleva al mismo Santo Tomás y a los matices de la iusta causa:

“Movidos por el mismo Espíritu, no podemos dejar de alabar a aquellos que, renunciando a la violencia en la exigencia de sus derechos, recurren a los medios de defensa, que por otra parte están al alcance incluso de los más débiles, con tal que esto sea posible sin lesión de los derechos y obligaciones de otros y de la sociedad” (ibid)

              GS procede a abordar el tema de la guerra: comienza condenando fuertemente la crueldad de las guerras contemporáneas:

“Es más, al emplear en la guerra armas científicas de todo género, su crueldad intrínseca amenaza llevar a los que luchan a tal barbarie que supere enormemente la de los tiempos pasados” (GS 79)

              Apelando a la tradición agustiniana-tomista, GS recuerda que:

              “El Concilio pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes” – aquí aflora la idea del ius gentium, que Francisco de Vitoria recoge de la riqueza de la Teología Política de Sto. Tomás.

              Partiendo (sin aludir explícitamente a ellos) de los requisitos tomistas de la causa justa, y, sobre todo, de la recta intención, GS afirma que “la obediencia ciega no puede excusar a quienes acatan órdenes que violan los principios fundamentales del ius Gentium – aquí GS fundamenta el concepto, arriba esbozado, que la incierta pero profunda intuición de Sto. Tomás afirma: que la autoridad pública no tiene potestad absoluta sobre el acto de guerra.- GS encomia al máximo “la valentía de los que no temen oponerse abiertamente a los que ordenan semejantes cosas” (ibid)

              El criterio de la recta intención está vitalmente presente en el texto de GS: 

“Pero una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia y otra muy distinta querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de ella” (GS ibid)

              La conclusión del magisterio conciliar sobre la guerra parte de la posibilidad de una guerra total dice:

“Todo esto nos obliga a examinar la guerra con mentalidades totalmente nueva . . . Teniendo esto en cuenta, este Concilio, haciendo suya las condenaciones de a guerra mundial expresada por los últimos Sumos Pontífices, declara:

“Toda acción bélica que tiende indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones” (GS 80)

Y más adelante:

“El riesgo característico de la guerra contemporánea está en que da ocasión a los que poseen las recientes armas científicas para cometer tales delitos y con cierta inexorable conexión puede empujar las voluntades humanas a determinaciones verdaderamente horribles” (GS ibid).

              En conclusión: la Constitución Gaudium et Spes no aborda – ni menciona – la cuestión de la guerra justa. Fiel al método conciliar de conciencia histórica concreta, y el contexto histórico de la teología y la doctrina de la Iglesia, plantea las realidades de la guerra en nuestros tiempos.

              Tales realidades nos dicen que una guerra de exterminio total, algo condenado inequívocamente, es muy posible. Nos dicen igualmente que la guerra hoy en día es prácticamente imposible librarla sin cometer actos criminales que atentan contra la dignidad humana, que degradan la imagen y semejanza de Dios en el ser humano.

              Por tanto, una lectura matizada, “entre líneas”, nos dice que, aunque la GS acepta, discretamente, de paso y sin mucho detalle, la defensa legítima (la iusta causa) de Sto. Tomás, nos dice que un análisis de la realidad histórica concreta, que es donde se desarrolla la Historia de la Salvación, revela que la guerra, toda guerra, es moralmente inadmisible.

FRANCISCO: FRATELLI TUTTI

               Francisco recoge la tradición de San Agustín, Sto. Tomás y el Concilio Vaticano II, y partiendo de ellos, da el paso obvio e incuestionable: un rechazo total del concepto de “guerra justa” – no existe tal quimera.

              Basta citar ciertos textos de Fratelli Tutti:

“En los que traman el mal sólo hay engaño, pero en los que promueven la paz hay alegría” (Proverbios 12: 20), Sin embargo hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente se nutre de la perversión de las relaciones, de ambiciones hegemónicas, de abusos de poder, del miedo al otro y a la diferencia vista como un obstáculo” (FT 256)

              Francisco despeja toda duda de que pueda haber una guerra con recta intención, uno de los requisitos planteados por Sto. Tomás para legitimar la guerra.

Añade.

                            “La guerra es la negación de todos los derechos” (FT 257)

              Tal frase lapidaria no deja espacio para hablar de una guerra “en defensa de los derechos.” Francisco añade:

“Así es como fácilmente se opta por la guerra detrás de todo tipo de excusas supuestamente humanitarias, defensivas o preventivas, acudiendo incluso a la manipulación de la información” (FT 258) . . . y aquí el papa añade una perspectiva clave.

“De hecho, en las últimas décadas todas las guerras han sido pretendidamente ´justificadas´” (FT ibid). Esta afirmación no deja lugar para ningún lenguaje sobre “guerras justas.”

Francisco apela al Catecismo de la Iglesia Católica. El Catecismo, dice Francisco, “habla de la posibilidad de una legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone demostrar que se den algunas ´condiciones rigurosas de legitimidad moral´” (Catecismo de la Iglesia Católica , 2309)

Pero Francisco procede a socavar toda interpretación ingenuamente “doctrinal” del texto:

“Pero fácilmente se cae en una interpretación demasiado amplia de este posible derecho. Así se quieren justificar indebidamente aun ataques ´preventivos´ o acciones bélicas que difícilmente no entrañen ´males y desórdenes mas graves que el mal que se pretende eliminar” (FT 258)

              Pero, el texto clave de Francisco, que, mutatis mutandis resume el magisterio, la teología y, en cierto modo, el tema de este ensayo, pone punto final a la discusión:

“Es verdad que ´nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien¨(citando su Encíclica Laudato Si, 104) Entonces ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos probablemente siempre serán superior a la hipotética utilidad que se le atribuya. Ante esta realidad, hoy muy difícil sostener los criterios racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible ´guerra justa¨(FT 258)

              He aquí el punto clave y decisivo del magisterio católico sobre el tema de la guerra justa. He aquí el tema final de este ensayo: Francisco descarta radicalmente y sin ambages toda posibilidad de una “guerra justa”, pero no carece de interés la forma precisa de la expresión del papa: rechaza – de forma discreta (´es muy difícil sostener´) aquellos esquemas antiguos, que tienen su principio en San Agustín y alcanzan sistema teológico substanciales en Tomás de Aquino y sus discípulos (Francisco de Vitoria) –

              No podemos sostener hoy en día “los criterios racionales madurados en otros siglos” – Francisco no declara un rechazo moral o un desprecio hacia Agustín, Tomás o sus discípulos – incluyendo en esto al Catecismo – que, con mucha incertidumbre, hablaron de la posibilidad de la guerra justa: hay aquí algo más extraordinario, algo más teológicamente bello y fascinante: ¡la evolución del dogma y la doctrina!

              Francisco, siguiendo a genios teológicos como San John Henry Newman (On the Development of Christian Doctrine, 1846, 1872), nos plantea la simple – y tan difícil de entender – realidad de que todo evoluciona: dogma, doctrina, ministerios, comprensiones sacramentales - la Iglesia misma.

              La Iglesia – todos los seres humanos – están inmersos en la Historia de la Salvación, que no es un principio estático, sino más bien, la dinámica que revela nuestros caminos de peregrinación al Padre, haciendo cada vez más evidente las consecuencias radicales y subversivas del Misterio Pascual.

              Francisco, fiel a este discernimiento, nos dice que la evolución de la teología moral sobre la guerra justa hace inválido este principio – como lejanamente lo intuyeron Agustín y Tomás de Aquino – Las palabras de San Pablo VI en su alocución a las Naciones Unidas de 1965 deben ser el clamor que nunca enmudece:

              “Jamais la guerre! Plus jamais la guerre! ”  ¡Nunca más la guerra !

Sixto García es Doctor en Teología Sistemática y Nuevo Testamento. Es profesor jubilado de St. Vincent de Paul Regional Seminary, donde permanece como Senior Lecturer, y profesor de la Escuela Diocesana de Formación de la diócesis de Palm Beach. Editor Emérito y asiduo colaborador de El Ignaciano, recibió en junio de 2023 el Virgilio Elizondo award 2023.
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