Tres negociaciones en nuestra historia

Tres momentos de la historia política cubana en que la negociación predominó sobre la fuerza.

 

El discurso de Raúl Castro en la III Cumbre de la CELAC, pronunciado una semana después del inicio de las conversaciones con EEUU, fue de signo contrario a la disposición expresada el 17 de diciembre de 2014 respecto a la normalización de las relaciones entre los dos países.

La eliminación del embargo, la devolución de la base naval de Guantánamo, el cese de las trasmisiones de Radio y Televisión Martí y la compensación por los daños ocasionados son exigencias que corresponde resolver en el transcurso de las negociaciones y no de forma previa al restablecimiento de las relaciones diplomáticas, donde la contraparte también tiene demandas. Por ello pudo interpretarse como una patada a la mesa de negociaciones.

Por la importancia de un tema tan crucial para el destino de la nación y de todos los cubanos, considero útil dedicar unas cuantas líneas a los principios que sustentan los procesos de negociación y a las enseñanzas que emanan de dichos procesos.

La negociación es una oportunidad para intercambiar promesas y contraer compromisos con el fin de solucionar diferencias. 

En el caso que nos ocupa, se trata del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y EEUU, después del fracaso de más de cinco décadas de confrontación y cuando ambas partes decidieron abandonar la fuerza para entrar en el terreno de la política: un escenario donde se excluye la victoria y se requiere de la disposición de las partes a ceder en algunos aspectos para lograr beneficios en otros.

A partir de ese enunciado, el primer paso consiste en que las partes se sientan obligadas a negociar para solucionar las diferencias que no pudieron resolverse mediante el empleo de la fuerza. De ahí que la negociación se defina como una oportunidad única de comunicación directa para aclarar posturas, políticas y propuestas de cambios.

Para que el proceso negociador arroje resultados positivos, en la etapa preparatoria se anticipan las propuestas para establecer los aspectos y objetivos de la negociación. De tal forma, cuando se va a la mesa de negociación, las intenciones de cada parte ya han sido definidas, y por tanto de antemano queda excluida la búsqueda de la victoria que no se pudo obtener durante la confrontación.

La riqueza de las interpretaciones de hechos pasados le brinda a la historiografía una función facilitadora para el enfoque de los acontecimientos actuales. Basado en este axioma me remito a tres momentos de nuestra historia política en que la negociación predominó sobre el empleo de la fuerza y que encierran enseñanzas de utilidad para el actual proceso de negociación entre Cuba y EEUU.

El Pacto del Zanjón

Después de diez años de guerra que ocasionaron la pérdida de miles de vidas, de sufrimientos y de cuantiosos daños materiales sin lograr la independencia de Cuba ni la abolición de la esclavitud, el 10 de febrero de 1878 se firmó el Pacto del Zanjón entre la mayor parte de las fuerzas insurrectas y el Gobierno de España.

Para el coronel de la Guerra de Independencia e historiador Ramón Roa el fracaso de la guerra radicó en las indisciplinas, motines y sublevaciones que se produjeron desde 1874 hasta el fin de la contienda. En un análisis autocrítico expresó: “acogimos el lema de ‘Independencia o Muerte’; pero sin soñar siquiera que tendríamos que luchar con nosotros mismos: no digo con la inmensa mayoría de los cubanos, que era indiferente, estaba con España, o no atinaba a socorrernos, sino con nosotros mismos”.

El generalísimo Máximo Gómez, argumentó: “se ha tratado de buscar una víctima a quien hacer responsable, mas no se ha procurado estudiar los hechos, conocer el estado del ejército, y los recursos de que podía disponer, el más o menos auxilio… recibido de la emigración y el cómo ha respondido en general el pueblo de Cuba a la llamada de sus libertadores”. Por esas razones planteó que “la responsabilidad se divida entre todos, que la culpa sea del pueblo cubano y no de la minoría heroica”.

En el mismo sentido José Martí, resultado de un estudio crítico de los errores cometidos, demostró que aquella contienda no la ganó España sino que la perdió Cuba.

El Zanjón fue una manifestación de lo posible en un momento determinado, que llevó a las fuerzas cubanas a pasar de la guerra a la política, es decir, a la negociación. No fue una capitulación, pues a cambio de finalizar la guerra España otorgó a Cuba las mismas condiciones políticas, orgánicas y administrativas que disfrutaba la isla de Puerto Rico. Por su parte, la Protesta de Baraguá, según el historiador Fernando Figueredo Socarrás, se dirigió contra la manera de terminar una guerra que había durado una década sin lograr sus objetivos. Sin embargo, el intento demostró la imposibilidad de continuar la guerra. El cese de los combates y la salida del general Maceo rumbo a Jamaica, en mayo de 1878, demostró la imposibilidad de continuar la guerra en aquellas condiciones.

El Zanjón no fue todo, sino lo posible, y por tanto una decisión acertada. Con el Pacto no se logró la independencia de España ni la abolición de la esclavitud, pero se obtuvieron las libertades de prensa, de asociación y de reunión que, concretadas en publicaciones y asociaciones dentro de la Isla, robustecieron la actividad de los cubanos y prepararon las condiciones para el reinicio de la lucha por la independencia en 1895.

Lo acertado de la decisión lo confirmó la historia posterior: la liberación de los esclavos que tomaron parte en la guerra resultó un golpe de muerte para la institución de la esclavitud, mientras que de las libertades contenidas en las cláusulas del Pacto nació la sociedad civil. Se crearon órganos de prensa, asociaciones económicas, culturales, fraternales, educacionales, de socorros mutuos, de instrucción y de recreo, sindicatos y los primeros partidos políticos de Cuba. En 1879 se aprobó la Ley de Imprenta, en 1880 la Ley de Reuniones y en 1886 la Ley de Asociaciones, refrendadas por el artículo 13 de la Constitución Española.

En el nuevo escenario Juan Gualberto Gómez ganó un proceso jurídico contra las autoridades coloniales, mediante el cual los cubanos, aunque sin incitar a la rebelión, podían discutir públicamente las ideas independentistas. En artículos publicados en La Fraternidad, en La Igualdad y en la Revista Cubana, esta última dirigida por Enrique José Varona, Juan Gualberto Gómez sostuvo una viva discusión acerca de los sucesos de actualidad. De igual forma, el Directorio de las Razas de Color, fundado en 1886, ya en 1892 agrupaba a 75 sociedades de toda la Isla y en ese año celebró una convención en La Habana para discutir sus aspiraciones. Es decir, con independencia de la voluntad del Gobierno español, las libertades concedidas a Cuba fueron empleadas para la preparación y el reinicio de las lucha por la independencia. De ahí la importancia del Pacto del Zanjón en los acontecimientos posteriores a su firma. Los que negociaron aquel acuerdo no fueron a reclamar lo que no pudieron lograr en diez años de guerra, sino, que como verdadero acto político, obtuvieron lo posible en ese momento.

Esa experiencia, emanada de nuestra propia historia, demuestra el valor de las negociaciones cuando se fracasa mediante el empleo de la fuerza: una enseñanza que no debería estar ausente en las actuales conversaciones.

La Convención constituyente de 1901

La declaración de guerra de EEUU a España en 1898 y sus resultados fueron una consecuencia de la correlación de fuerza y de los intereses geopolíticos que se dirimían entre las potencias de la época.

En julio de 1900, con la Isla ocupada por EEUU, el gobernador militar, general Leonardo Wood, convocó a elecciones para designar los delegados a una Asamblea Constituyente. En su apertura Wood indicó a los delegados elegidos: “Será vuestro deber, en primer término, redactar y adoptar una constitución para Cuba y, una vez terminada esta, formular cuáles deben ser, a vuestro juicio, las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos”.

En febrero de 1901, al concluir las sesiones de trabajo de la Asamblea, se firmó el texto definitivo. Seguidamente se creó la comisión para formular las relaciones que debían establecerse entre Cuba y EEUU. Para ese fin los delegados recibieron las estipulaciones que deberían tener en cuenta, pero consideraron que algunas de ellas “vulneraban la independencia y soberanía de Cuba” y, por tanto, eran inaceptables. Al concluir su labor, la decisión —comunicada— al general Wood, fue rechazada por el Gobierno norteamericano.

En el Comité de Asuntos Cubanos, del Senado de Estados Unidos, el senador Orville H. Platt presentó una enmienda —cuyas raíces estaban en la “política de la fruta madura” de Thomas Jefferson (1805) y en la Doctrina Monroe de John Quincy Adams (1823)—, que fue firmada por el presidente de EEUU y entregada a la Convención Constituyente para su incorporación a la Constitución. En su carácter de ley norteamericana, la Enmienda Platt dejaba sin efecto la Resolución Conjunta del 20 de mayo de 1898, en la que se había reconocido el derecho del pueblo cubano a ser libre e independiente.

Después de varios intentos de los cubanos para no incorporar la enmienda al texto constitucional, una comisión integrada por varios delegados viajó a Washington para explicar su oposición, pero fracasó en el intento. Finalmente, el 5 de junio de 1901 la enmienda fue aprobada por 15 votos contra 14, pero con varias objeciones que los delegados cubanos presentaron en respuesta a las estipulaciones norteamericanas. Sin embargo, ese resultado también fue rechazado por el Gobierno de ocupación. Días más tarde, la Convención recibió un informe firmado por el Secretario de la Guerra, declarando de forma terminante que “siendo un estatuto acordado por el Poder Legislativo, el presidente de los Estados Unidos está obligado a ejecutarlo y ejecutarlo tal como es”. Y agregaba como condición para cesar la ocupación militar que “No puede cambiarlo ni modificarlo, añadirle o quitarle”.. Agotadas todas las posibilidades por parte de los cubanos, se acordó —sin debatirse— por 16 votos contra 11, adicionar el discutido apéndice a la naciente Constitución.

Ni la intervención de EEUU en la guerra ni los resultados de ese acontecimiento dependieron de la voluntad de ninguno de aquellos cubanos que conformaron la Asamblea Constituyente. Aceptando incluso que alguno de ellos pudiera sentir alguna inclinación hacia la anexión, resulta un ejercicio estéril y dañino juzgar la conducta de aquellos cubanos y hacer caer sobre ellos una responsabilidad que no les corresponde. En su lugar, considero de mayor valía analizar las condiciones en que hubo que enfrentar la imposición norteamericana y las consecuencias que implicaba una u otra determinación.

No es objeto de discusión que aquel apéndice constitucional que refrendaba el derecho de otro país a intervenir en Cuba, omitía la Isla de Pinos de los límites del territorio nacional e imponía la venta o arrendamiento de tierras para bases navales, constituía un chantaje y una injerencia. Sin embargo, en condiciones de ocupación, presión y amenazas, los constituyentes tenían solo dos opciones: la violencia o la negociación.

Votar contra la enmienda implicaba la ocupación indefinida, imposibilidad de crear la República, peligro latente de anexión y en consecuencia la necesidad de declarar una nueva guerra contra EEUU. En ese momento Cuba contaba con un pueblo desarmado de instrumentos e instituciones, sin el partido de Martí, con una economía dependiente, sin cristalizar como nación, carente de República, de Estado y de gobierno propios, con el ejército libertador desmovilizado, sin una sociedad civil fuerte, con el agotamiento de las tres guerras precedentes que habían sumido al país en la desolación y la ruina, y con la autoestima debilitada resultado de la frustración y la ocupación militar.

Los hombres portadores del mandato histórico para redactar la Constitución no contaban con más nada que con su compromiso, su dignidad, inteligencia y capacidad para luchar. Y eso fue precisamente lo que hicieron. Después de agotar todas las posibilidades para no aceptar la imposición de la Enmienda Platt, haber elegido la continuación de la guerra significaba el suicidio y el fin de los sueños de nación. Por eso la mayoría voto finalmente por su inclusión.

Los testimonios de dos delegados a la Constituyente son ilustrativos de las razones para la aprobación de la Enmienda Platt. El que dejó José N. Ferrer: “Entiendo que ya se ha resistido bastante y que no puede resistirse más. Consideré útil, provechosa y necesaria la oposición a la Ley Platt en tanto que hubo esperanza de que esta se modificara o retirara por el Congreso americano… Hoy considero dicha oposición inútil, peligrosa e infecunda”. Y el de Manuel Sanguily, uno de los que más batalló contra la imposición y finalmente optó por votar a favor de ella, porque “creía favorecer la constitución de la República de Cuba, y de la personalidad cubana, que de otro modo desaparecería por completo… y sobre todo por tratarse de una imposición de los Estados Unidos, contra la cual toda resistencia sería definitivamente funesta para las aspiraciones de los cubanos”.

Lo contrario hubiera sido un acto suicida ante la superioridad del ocupante. La Enmienda Platt era parte de la Constitución norteamericana y por tanto tenía fuerza de ley para imponerse en condiciones de ocupación militar. El primer y gran mérito de los cubanos de entonces fue que, a pesar de nuestra cultura de violencia y de la predisposición a resolver los conflictos machete por medio, supieron imponer la reflexión serena y optaron por lo más conveniente para la patria. Ese fue un acto de verdadera política, pues qué es esta sino el arte de alcanzar lo posible en cada momento.

El 20 de mayo de 1902 la bandera cubana comenzó a flotar en el Castillo de los Tres Reyes del Morro. Ese día, quiérase o no, se produjo el advenimiento de nuestra República. Los resultados están ahí. Se retiró el ejército de ocupación y se fundó la República, no la que deseamos, pero sí la posible. En 1904 se firmó el Tratado Hay-Quesada que reconocía la soberanía sobre la Isla de Pinos, el cual fue ratificado en 1925. Se desarrollaron así la sociedad civil y las luchas posteriores hasta lograr la abrogación de la Enmienda Platt en 1934. Solo quedó pendiente la Base Naval de Guantánamo, que aunque se implantó en condiciones de ocupación, su permanencia fue firmada por el gobierno elegido en Cuba y el Gobierno norteamericano; un asunto que debe ser negociado.

Como el Pacto del Zanjón, la Asamblea Constituyente de 1901 contiene otra valiosa experiencia en materia de negociación cuando resulta imposible resolver un conflicto mediante la fuerza, por lo cual debe tenerse presente en el actual escenario.

La Convención Constituyente de 1940

El siglo XX cubano se diferenció radicalmente de la Cuba colonial. Los centrales azucareros desplazaron a los pequeños ingenios, el trabajo asalariado ocupó el lugar de la mano de obra esclava, la propiedad estaba en pleno proceso de concentración, la venta de la casi toda la producción azucarera a EEUU creó la dependencia de un solo mercado, y la sociedad civil se extendía por todo el país. Sin embargo, males del pasado, como el empleo de la violencia en la solución de conflictos, continuaron predominando.

Tomás Estrada Palma, elegido presidente de la República en 1902 para un mandato de cuatro años, haciendo uso de la Constitución, se propuso la reelección para un segundo mandato. Para lograrlo utilizó su poder, el fraude y la violencia. En respuesta, sus oponentes protagonizaron en 1906 el alzamiento armado conocido como la Guerrita de Agosto, que condujo a la solicitud de intervención a EEUU.

En 1912, durante la presidencia del mayor general José Miguel Gómez, se produjo el más cruento crimen ocurrido en Cuba: el Partido Independiente de Color, después de agotar las vías legales en la lucha por la igualdad de oportunidades, optó por una insurrección en la que miles de cubanos negros murieron y/o fueron asesinados.

El general Mario García Menocal, vencedor de los sufragios de 1913 decidió reelegirse en 1917. Sus adversarios lo acusaron de fraude y escenificaron el alzamiento armado conocido como La Chambelona, lo que provocó la tercera intervención norteamericana en Cuba.

En los comicios de 1920 fue elegido el abogado Alfredo Zayas y Alfonso. Su controvertido triunfo provocó el envío a Cuba del general Enoch H. Crowder para investigar lo sucedido, dando pie a la injerencia norteamericana en los asuntos nacionales.

El general Gerardo Machado y Morales, que ganó mayoritariamente las elecciones de 1925, aunque impulsó considerablemente el desarrollo económico del país, en el afán de reelegirse promovió una reforma constitucional que sustituyó la Constitución de 1901 por unos Estatutos Constitucionales. Los estudiantes universitarios, junto a otras fuerzas que se opusieron a la prórroga de poderes abrieron un período de lucha. Machado respondió con la represión, hasta que la huelga general de agosto de 1933 lo sacó del poder, dando paso a la Revolución del 30.

Al huir Machado, la presidencia recayó en el jefe del ejército, general Alberto Herrera, quien fue depuesto por una conspiración de los sargentos —entre los cuales estaba Fulgencio Batista y Zaldivar— que conformaron la Junta de los Ocho. La Junta Militar, aliada al Directorio Estudiantil de 1930, validó la participación de los militares en la vida política. Sumner Welles, enviado por EEUU para mediar en el conflicto, negoció el nombramiento del coronel Carlos Manuel de Céspedes como presidente provisional. Se disolvió el Congreso y se derogaron los Estatutos Constitucionales. Mientras tanto, los oficiales destituidos ocuparon el Hotel Nacional, donde fueron atacados y derrotados por la Junta Militar. Otras conspiraciones, como la dirigida por Eleuterio Pedraza, fueron abortadas o derrotadas.

El 4 de septiembre Céspedes fue obligado a renunciar y sustituido por un gobierno de cinco personas (la Pentarquía) dirigido por Ramón Grau San Martín, la cual designó a Batista jefe del ejército y lo ascendió a coronel. Seis días después, un golpe militar disolvió la Pentarquía y nombró a Grau San Martín presidente provisional. El 14 de enero de 1934, otro golpe militar destituyó a Grau San Martín y lo sustituyó por Carlos Hevia. Tres días después, Hevia renunció y la presidencia fue asumida por Manuel Márquez Sterling, quien convocó a una Junta de Sectores Revolucionarios que designó al coronel Carlos Mendieta Montefur como presidente provisional. Mendieta puso en vigor nuevos Estatutos Constitucionales; convocó a elecciones para una asamblea constituyente, que fracasó debido a la huelga de marzo de 1935 y renunció en diciembre de 1935. La presidencia recayó entonces en José A. Barnet hasta la celebración de las elecciones de enero de 1936 —la primera en la que votaron las mujeres—, en las que resultó electo Miguel Mariano Gómez. Por desacuerdos con Batista, Miguel Mariano fue destituido y suplido por el coronel Federico Laredo Bru.

Si la Revolución del 30 revalidó el uso de la fuerza, Laredo Bru se desplazó de la violencia a la política. Introdujo la mediación entre Batista y la oposición, dictó una amnistía política que benefició a más de 3.000 prisioneros, dictó la legislación laboral más avanzada de la era republicana y en 1939 convocó a elecciones para una Asamblea Constituyente.

Después de más de tres décadas de forcejeos por el poder, empleo de la violencia e inestabilidad política, el país encontró su derrotero en la negociación. En la Convención Constituyente —que sesionó del 9 de febrero al 8 de junio de 1940— participaron 76 delegados de nueve partidos políticos en representación de la diversidad de tendencias ideológicas y corrientes políticas. Se agruparon en dos grandes coaliciones: la oposicionista, donde estaban Ramón Grau San Martín y los partidos que emergieron de la Revolución del 30, y la democrática, encabezada por el Partido Liberal, Fulgencio Batista y la Unión Revolucionaria Comunista. El texto se firmó el 1 de julio en Guáimaro, se promulgó el 5 de julio en la escalinata universitaria y entró en vigor el 10 de octubre de 1940.

En las negociaciones, como ocurrió con la Paz de Zanjón y con la Convención Constituyente de 1901, se impuso la capacidad de los cubanos para debatir desde diferentes concepciones y arribar a acuerdos. Al subordinar los intereses personales y de grupo ante los intereses de la nación, comunistas, liberales, conservadores y socialdemócratas, se enfrentaron en polémicas que contienen valiosas enseñanzas para los destinos de la nación cubana.

Basados en la Constitución arribaron a la presidencia, en elecciones democráticas, Fulgencio Batista y Zaldívar, Ramón Grau San Martín y Carlos Prío Socarrás; dos terceras partes de los centrales azucareros pasaron a manos nacionales; Cuba se ubicó entre los tres países de América Latina con mayor estándar de vida; se abolió la pena de muerte; se establecieron protecciones sociales para mujeres, niños y trabajadores. La educación pública se convirtió en un servicio gratuito y obligatorio; se legalizó la formación y existencia de organizaciones y partidos políticos de oposición; se consagró la protección a los derechos individuales; se reconoció la legitimidad de la propiedad privada, a la que exigía una utilidad pública; se generó el crecimiento de la clase media; se reconocieron los avances en materia laboral conquistados por las luchas sindicales.

Por esos y otros contenidos, la Constitución de 1940 fue precursora de constituciones europeas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, como las de Francia en 1946 y 1958, la de Italia en 1947, la de Alemania Federal en 1949 y la de España en 1978.

Con esos resultados parecía que el pensamiento democrático había arraigado en el escenario político y que el país se encaminaba hacia el progreso sostenido. Sin embargo, la violencia se impuso nuevamente. La interrupción del orden constitucional con el golpe de Estado de 1952 abrió las puertas a la violencia que condujo a la revolución de 1959.

Hoy, a 56 años de aquel acontecimiento, inmersos en una crisis estructural, una de cuyas causas radica en la confrontación mantenida con EEUU, el fracaso ha conducido a la decisión de normalizar las relaciones con el vecino del Norte.

En ese proceso, las experiencias que la historiografía permite extraer del Pacto del Zanjón, de la Convención Constituyente de 1901 y de la Constituyente de 1940, merecen mayor atención en el actual proceso de negociación, comenzando por situar los intereses de la nación por encima de los intereses personales, de partidos o ideologías, y terminando por sustituir las inútiles intransigencias por el toma y daca que caracteriza a los procesos de negociación, que no son el lugar para obtener victorias, sino que, como hechos políticos, son para obtener lo posible.

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