Tradición Constitucional de Cuba

Primer Premio “Herminio Portell Vilá” 2010
de la Academia de la Historia de Cuba (Exilio)

            Desde tiempo inmemorial y hasta la aprobación de la Constitución estadounidense de 1787, a lo largo de la Historia en todo el mundo los diferentes pueblos se habían regido por normas (leyes) otorgadas, modificadas y derogadas más o menos arbitrariamente por sus monarcas o soberanos. En el Imperio Romano, a partir de la llamada ley de imperio promulgada por acuerdo del Senado en el año 70 después de Cristo con ocasión de la elevación de Tito Flavio Vespasiano al solio imperial, quedó concentrada  la facultad legislativa exclusivamente en el Emperador, cuyas decisiones personales pasaron a tener fuerza de ley, con el nombre de Constituciones. Así aconteció en toda Europa, tanto en los países en el desarrollo de cuyo Derecho fue preponderante la influencia romana como en los que tuvo peso predominante la herencia germánica.

            El rasgo novedoso de la Constitución estadounidense de 1787 consistía en que había sido redactada y acordada por una asamblea de representantes de ciudadanos (la Convención Constituyente, elegida sin carácter estamental por las Trece Colonias formalmente confederadas a partir de 1781), y cuyo texto había sido sancionado y puesto en vigor por la propia autoridad de la Convención de Delegados reunida en Philadelphia. Hoy en día todavía la Constitución escrita en vigor más antigua del mundo, fue también la primera que estableció el principio de la separación de Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y la primera que consagró el principio de la soberanía popular (al comenzar su Preámbulo con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos,…”).

            En España,  la primera Carta constitucional fue el llamado Estatuto de Bayona, decretado por “Don José Napoleón, por la gracia de Dios, Rey de las Españas y de las Indias, Habiendo oído a la Junta Nacional, congregada en Bayona de orden de nuestro muy caro y muy amado hermano Napoleón, Emperador de los franceses y Rey de Italia, protector de la Confederación del Rhin, etc.” Es decir, era una Carta otorgada, impuesta por la voluntad napoleónica, tras su presentación formularia a 65 diputados españoles integrantes de unas espurias Cortes convocadas en suelo francés, quienes no tenían otra facultad sino la de deliberar sobre el contenido de ese texto, que confería al monarca amplísimas atribuciones, establecía unas Cortes con una representación estamental (cuyos diputados –sin facultad legislativa alguna sino sólo la de hacerse oír por el Rey, el único que podía dictar leyes- eran designados en cada circunscripción electoral de entre los propietarios de bienes raíces, y no por sufragio universal, sino por el voto de juntas formadas por los decanos de los regidores de cada población con más de cien habitantes y los decanos de los curas de los pueblos principales de esa circunscripción) y un Senado vitalicio elitista integrado exclusivamente por los infantes de España que tuvieran 18 años cumplidos de edad y veinticuatro individuos nombrados por el Rey entre los ministros, capitanes generales del Ejército y la Armada, los embajadores, y miembros del Consejo de Estado y del Consejo Real. De cualquier forma, a las posesiones ultramarinas en  América y Asia se les otorgaban sólo 22 del total de 172 actas de diputados (y de ellas, una a Cuba y otra a Puerto Rico), y en todo caso cualquier acuerdo o declaración que llegaran a adoptar las Cortes o el Senado carecía de fuerza de obligar.

Indiscutiblemente, la Constitución española de 1812, promulgada por las Cortes de Cádiz, representó un avance notable, en cuanto a que en su texto se consagraba el principio de la soberanía nacional –no radicada en un monarca o soberano-; la representación popular –no estamental- en unas Cortes unicamerales de diputados (elegidos indirectamente por compromisarios), a razón de uno por cada setenta mil habitantes, con el derecho de sufragio activo limitado sin embargo a todos los ciudadanos hombres mayores de 25 años de edad que dispusieran de “una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios”; la separación de Poderes; la inamovilidad de magistrados y jueces; y el reconocimiento de una serie de derechos individuales tales como la inviolabilidad del domicilio, el arbitraje judicial de todos los pleitos, la prohibición de detención salvo bajo mandamiento judicial por escrito, la presentación del arrestado ante el juez dentro de las 24 horas de su detención (es decir, el derecho al habeas corpus) con manifestación al reo de la causa de su detención y el nombre de su acusador, si lo hubiere, la prohibición del tormento y de la pena de confiscación de bienes; y la atribución en exclusiva a las Cortes de la facultad de proponer, decretar e interpretar las leyes, aprobar los tratados de alianza ofensiva, de subsidios y de comercio, decretar la creación y supresión de plazas en los tribunales que establece la Constitución e igualmente de los oficios públicos, dar ordenanzas al ejército, armada y milicia nacional en todos los ramos que los constituyen, fijar los gastos de la administración pública, establecer anualmente las contribuciones e impuestos, las aduanas y aranceles de derechos, y el plan general de enseñanza pública en toda la Monarquía, aprobar los reglamentos generales para la Policía y sanidad del reino, proteger la libertad política de la imprenta, y hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos.

 

Sin embargo, la Constitución de 1812 reconocía el carácter de españoles solamente a “Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos”, a “Los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes carta de naturaleza”, a “Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía” y, por último, a “Los libertos desde que adquieran la libertad en las Españas”, quedando tácitamente excluidos del disfrute de las libertades y los derechos constitucionales quienes estaban sujetos a la infame institución de la esclavitud, que seguía rigiendo en todos los territorios españoles. También quienes eran conocidos en el léxico de la época como mulatos (hijos de blanco y negra libre), pardos (mulatos y cuarterones –hijos de blanco y mulata libre-), quinterones (hijos de blanco y cuarterona libre) y morenos (desde mulato exclusive retrogradando hasta negro), aunque fueran libres los clasificados en estas categorías, resultaban excluidos de la condición de ciudadanos, si bien -con insalvable contradicción- no de la calidad de españoles, con esta fórmula: “A los españoles que por cualquier línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio”.

 

De cualquier forma, dado que la Península Ibérica se hallaba en la práctica completamente ocupada por las tropas napoleónicas (con las únicas excepciones de Lisboa y Cádiz), y que las posesiones de Ultramar estaban abandonadas en tal situación a sus propios medios y recursos, las disposiciones de la liberal Constitución gaditana tuvieron una limitada aplicación ya que, a los dos años escasos de su promulgación, fue abrogada por Fernando VII a raíz de su restauración en el Trono. En Cuba, la libertad de imprenta, que figuraba como precepto de la Constitución promulgada en 1812, ya había sido aplicada por el Gobernador Marqués de Someruelos a partir del 19 de febrero de 1811, tras recibir copia del Decreto de 11 de octubre de 1810 de las Cortes de Cádiz que disponía que “Todos los cuerpos y personas particulares de cualquier condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y aprobación alguna anteriores a la publicación”.

 A raíz de la convocatoria de las Cortes de Cádiz, y con vista a la participación en ellas de Tomás de Jáuregui como diputado por La Habana, en esta ciudad se redacta en 1811 un memorial (preparado en opinión del Dr. Alfredo Zayas por el Padre José Agustín Caballero, o por Francisco de Arango y Parreño según el Dr. Leví Marrero) en el que se propone “una Asamblea de Diputados del Pueblo, con el nombre de Cortes Provinciales de Cuba, que estén revestidas del poder dictar las leyes locales de la provincia en todo lo que no sea prevenido por las leyes universales de la Nación”. Este documento, de clara vocación autonomista, es el primero del que se tiene constancia en la historia constitucional cubana.

Por ese tiempo se publica en Caracas (en la estimación del erudito venezolano Santiago Key Ayala, a comienzos de 1812) el “Proyecto de Constitución para la Isla de Cuba” del abogado bayamés José Joaquín Infante, el único participante huido entre los procesados en 1810 por su papel en la conspiración encabezada por Román de la Luz (masón, propietario del ingenio El Espíritu Santo, y tío de José de la Luz y Caballero). Infante –que tuvo una vida aventurera, incluido el servicio en Puerto  Cabello a las órdenes de Bolívar como auditor de guerra y marina, y la participación en la fracasada expedición encabezada en 1817 por el general liberal español Francisco Javier de Mina contra la dominación colonial en el Virreinato de la Nueva España (México)- preconizaba una República en la que regirían cuatro Poderes (Ejecutivo, Legislativo, Judicial y Militar), el derecho de voto quedaría limitado a los ciudadanos blancos mayores de edad dueños de propiedades de diferentes valores según la parte de la Isla de la que se tratase, negando a la población libre de color tanto el sufragio como la ocupación de cargos civiles y militares, y manteniendo la esclavitud “mientras fuese precisa para la agricultura”. Por el contrario, en el haber, el Proyecto constitucional de Infante declaraba la libertad de expresión, abolía la ilegitimidad del nacimiento, suprimía la nobleza hereditaria y establecía la responsabilidad de los padres por la educación de su prole. También disponía la obligación de los terratenientes de escoger en un plazo de seis meses “las áreas que precisamente necesitasen para sus labranzas, crías  y otras haciendas, cuyo fomento emprenderían dentro de los mismos seis meses, y vender el sobrante o repartirlo a censo”. Comparando el proyecto de Infante con la primera Constitución federal de Venezuela, que se promulgó el 21 de diciembre de 1811, de la que Francisco de Miranda era su primer firmante, y tomando en cuenta que con fecha 29 de abril del mismo año Infante había revalidado su condición de abogado ante la Alta Corte de Justicia de Caracas, se advierten concordancias entre los dos textos, señaladamente en cuanto al mantenimiento de la esclavitud (ya que la primera Constitución venezolana decreta la prohibición del comercio de esclavos, pero guarda silencio sobre la subsistencia de la esclavitud, cuya abolición tuvo que aguardar a que Bolívar la decretase en 1815), en la restricción del derecho de voto a los propietarios “en quienes concurran las calificaciones de moderadas propiedades”, en el establecimiento de la clásica separación de Poderes, y en el reconocimiento de los derechos de libertad, igualdad, propiedad y seguridad, y de la inviolabilidad del domicilio (1). Con el Proyecto de Infante se inicia la tradición constitucional cubana –entendida como elemento de actuación jurídica con vocación expresamente independentista, que se transmite en la sociedad cubana de generación en generación-, puesto que en la Introducción al mismo se proclama que “La isla de Cuba tiene un derecho igual a los demás países de América para declarar su libertad e independencia y elegir entre sus habitantes quienes la gobiernen en sabiduría y justicia”.

Hasta la aparición del próximo texto constitucional cubano, el de Guáimaro (1869), al comienzo del primer episodio de contienda armada generalizada por la Independencia, transcurre más de medio siglo. En ese interregno se suceden intentonas separatistas, conspiraciones, represiones, destierros y exilios. Hubo que esperar a que los reformistas quedasen frustrados con el fiasco de la Junta de Información convocada en 1867 y que los anexionistas, tras el final de la Guerra Civil entre el Norte abolicionista y el Sur esclavista, perdieran gran parte de sus esperanzas (2) de incorporar a la Isla a la Unión norteamericana, para que no quedase otra salida que la Independencia a las cabezas pensantes –la inteligencia- de la sociedad cubana. Porque la contienda armada, que terminó incorporando y fusionando ideológicamente a representantes de los diferentes estratos sociales incluida mucha gente humilde, no fue promovida y declarada inicialmente por miembros del campesinado menesteroso o del escaso proletariado, sino por elementos destacados de las profesiones liberales y el patriciado rural –a la que le siguió una parte del campesinado humilde, cuyos más esclarecidos representantes terminaron dirigiendo la guerra, tras la ruina y la decimación de la clase hacendada que la había iniciado-. Ya el general José Gutiérrez de la Concha, Capitán General de Cuba de 1850 a 1852 y nuevamente de 1854 a 1859, había advertido en un informe fechado en La Habana el 21 de diciembre de 1850 que “la apertura de los puertos de la Isla a todas las naciones del globo [en 1818] fue una medida que alteró por sí sola, repentinamente, el sistema llamado colonial…El trato frecuente que estos naturales tuvieron con el crecido número de extranjeros que vinieron a domiciliarse, así como el que le proporcionaron sus repetidos viajes a Europa y a los Estados Unidos en donde no pocos reciben su educación, necesariamente había de producir un cambio en sus costumbres…” y que “la Universidad creada en la capital de la Isla [en 1728]…produce anualmente un crecido número de abogados y médicos más o menos ilustrados, pero todos con ambición y pretensiones exageradas; como se observa el sistema de no colocar en el país en la carrera pública sino a muy pocos de sus hijos, son otros tantos descontentos, que por lo menos llevan la propaganda a sus propias familias. Así se ha extendido admirablemente el espíritu de desafección hasta echar raíces profundas en los corazones”.

En ese enorme lapso de poco más de medio siglo, por la solidez de su pensamiento político y la influencia de su prédica destaca por encima de todos sus coetáneos el Presbítero Félix Varela, de quien fueron discípulos Domingo del Monte, José de la Luz y Caballero y José Antonio Saco (3), y de quien Enrique José Varona dijo “Fue el eminente educador del pueblo cubano, el insigne educador de nuestro pueblo, timbre tan honroso que ninguno puede ser más alto. Él fue el iniciador del movimiento más glorioso que en este orden registra la sociedad cubana; gracias a él se difundieron, se esparcieron por todos los ámbitos del país los rayos de luz, porque él hizo surgir en torno suyo multitud de egregios continuadores de su obra”. (4)

El Padre Varela, a quien el Obispo Espada le había confiado en 1811 la cátedra de Filosofía en el Colegio Seminario habanero de San Carlos, en 1821 ganó por oposición la nueva cátedra de Constitución mandada crear en todos los centros docentes por Real Decreto de 4 de mayo de 1820 del Gobierno del Trienio Constitucional que gobernó en España hasta 1823, cuando fue derrocado por la intervención militar de la Santa Alianza (los Cien Mil Hijos de San Luis).  En las lecciones que dictó en dicha cátedra, agrupadas en 1822 en sus Observaciones sobre la Constitución política de la monarquía española, fue destilando las siguientes perlas: “Yo llamaría a esta cátedra la cátedra de la libertad, de los derechos del hombre, de las garantías nacionales…Expondremos con  exactitud lo que se entiende por Constitución política, y su diferencia del Código civil y de la política general, sus fundamentos, lo que propiamente le pertenece, y lo que es extraño a su naturaleza, el origen y constitutivos de la soberanía, sus diversas formas en el pacto social, la división y equilibrio de los poderes, la naturaleza del gobierno representativo y los diversos sistemas de elecciones...la distinción entre deberes y derechos y garantías, así como entre derechos políticos y civiles…toda soberanía está esencialmente en la sociedad…Los pueblos pierden su libertad o por la opresión de un tirano, o por la malicia y ambición de algunos individuos que se valen del mismo pueblo para esclavizarlo, al paso que le proclaman su soberanía…El hombre tiene derechos imprescriptibles de que no puede privarle la nación…El gobierno, de cualquiera especie que sea, no tiene el derecho de vida y muerte, en el sentido absoluto que ahora se ha dado estas expresiones, ni es señor de vidas y haciendas como se ha dicho con agravio de los pueblos…El gobierno ejerce funciones de soberanía, no las posee, ni puede decirse dueño de ellas. El hombre libre que vive en una sociedad justa no obedece sino a la ley…El hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos…Una sociedad en la que los derechos individuales son respetados es una sociedad de hombres libres…La independencia y la libertad nacional son hijas de la libertad individual, y consisten en que una nación no se reconozca súbdita de otra alguna, que pueda darse a sí misma sus leyes, sin dar influencia a un poder extranjero, y que en todos sus actos sólo consulte a su voluntad, arreglándola únicamente a los principios de justicia, para no infringir derechos ajenos”.

Varela –el verdadero fundador de nuestra nacionalidad, como le llamó José A. Fernández de Castro en 1943, y el forjador de la conciencia cubana, como le designó Antonio Hernández Travieso en 1949- todavía tuvo tiempo de presentar en 1823 a las Cortes españolas, en su calidad de diputado por La Habana, un Proyecto de Gobierno Autonómico (para el gobierno político de las provincias de Ultramar) junto con un Proyecto de Decreto sobre la abolición de la esclavitud en la Isla de Cuba (5), si bien ambas iniciativas quedaron en la papelera tras el derrocamiento, con la complicidad de Fernando VII, del Gobierno constitucional, que dio lugar a la huida ante el terror fernandino de los diputados de Cuba, los cubanos Varela y Leonardo Santos Suárez y el catalán Miguel Gener.

Varela fue, así, desde su exilio en los EE.UU. durante los próximos treinta años (hasta su fallecimiento en 1853), el cancerbero de las ideas políticas constitucionalistas (es decir, democráticas) para su difícil pervivencia en el pensamiento de los cubanos tras el recrudecimiento de las medidas represivas facilitadas por la Real Orden de 28 de mayo de 1825 que otorgó a los Capitanes Generales de Cuba la autoridad que las leyes de guerra conferían al jefe de plaza sitiada (las denostadas facultades omnímodas) (6), y el desánimo que fue enervando a gran parte de la sociedad cubana respecto a la esperanza en la mudanza del régimen colonial en Provincia equiparada a las de la Península, o la separación con la ayuda de las recién independizadas repúblicas hispanoamericanas (tras el fracaso de nuevas conspiraciones separatistas, como la de los Rayos y Soles de Bolívar, la de la Cadena, y la de la Gran Legión del Águila Negra, la decisión tomada por Bolívar -manifestada en carta dirigida el 20 de mayo de 1825 al Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre- de “no libertar a La Habana” porque así creía se evitaba “el establecimiento de una nueva República de Haití”, así como el resultado aciago de expediciones como las dos encabezadas por Narciso López y el del primer levantamiento armado dentro de la Isla, acaudillado por Joaquín de Agüero y Agüero).

Concurrentemente, la prevención o miedo de naturaleza racista hacia la negritud, que era compartida tanto por las autoridades coloniales -cuya presencia retrocedía en áreas de la masa continental americana pero se mantenía firmemente en Cuba y Puerto Rico- como por las nuevas élites criollas gobernantes -con algunas honrosas salvedades- en las Repúblicas recién independizadas, y por los esclavistas y sus representantes políticos incrustados en el Gobierno Federal y en los gobiernos estatales de los EE.UU., sería un factor determinante en el retraso hasta 1868 del inicio de las sublevaciones independentistas en Cuba y Puerto Rico (7).

Pero ese momento finalmente llegó. El Manifiesto de la Junta Revolucionaria de la Isla de Cuba, expedido por  Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868, en Manzanillo, resulta evidente, cuando se lee, que es una Declaración de Independencia al modo de la estadounidense de 1776 (“Al levantarnos armados contra la opresión del tiránico gobierno español, siguiendo la costumbre establecida en todos los países civilizados, manifestaremos al mundo las causas que nos han obligado a dar este paso, que en demanda de mayores bienes siempre produce trastornos inevitables, y los principios que queremos cimentar sobre las ruinas de los presentes para la felicidad del porvenir”), en la que se reclaman los derechos de reunión, de petición y de expresión, el sufragio universal, la emancipación gradual y bajo indemnización de la esclavitud, el libre cambio bajo condiciones de reciprocidad, la representación nacional para decretar las leyes e impuestos, y “la religiosa observancia de los derechos imprescriptibles del hombre” –quedando configurada, de hecho, la parte dogmática (la referente a los principios y a los derechos fundamentales) de un texto constitucional todavía nonato-.

En el mismo documento se advierte igualmente que se exponen disposiciones -sin encasillarlas en un articulado numerado o atribuirles expresamente un rango legal- las cuales muy bien podrían encajar en la parte orgánica de un texto constitucional (la referente al diseño de la estructura del Estado y la regulación de sus órganos básicos) ya que se ordenan, somera pero suficientemente, el ejercicio del Poder Ejecutivo (al comunicar el unánime acuerdo de “nombrar un Jefe único que dirija todas las operaciones con plenitud de facultades y bajo su responsabilidad, autorizado especialmente para designar un segundo y los demás subalternos que necesite en todos los ramos de administración mientras dure el estado de guerra”, y de haber designado “una comisión gubernativa de cinco miembros para auxiliar el General en Jefe en la parte política, civil y demás ramos de que se ocupa un país reglamentado”),  Igualmente, se decreta con efectos inmediatos la abolición de “todos los derechos, impuestos, contribuciones y otras exacciones que hasta ahora ha cobrado el gobierno español…y que sólo se pague con el nombre de ofrenda patriótica, para los gastos que ocurran durante la guerra, el cinco por ciento de la renta conocida en la actualidad”, así como que “en los negocios en general se observe la legislación vigente, interpretada en sentido liberal, hasta que otra cosa se determine”.

A la muy esquemática Constitución de Guáimaro (con 29 artículos, veintisiete de ellos con una sola oración, y los otros dos con sólo dos oraciones), promulgada el 10 de abril de 1869 por los quince delegados provenientes de los dos departamentos donde había cundido la sublevación (el Central y el Oriental, aunque técnicamente el Departamento Central había quedado disuelto en 1851 y agregado al Occidental, que además comprendía a Pinar del Río, La Habana y Matanzas) y constituidos en Asamblea, le basta para blasonar de gloria el Artículo 24, que dice “Todos los habitantes de la República son enteramente libres”, ya que con ello quedaba abolida la odiosa institución de la esclavitud. De cualquier manera, su texto establece la separación de los tres Poderes clásicos del Estado, la designación por la Cámara de Representantes del Presidente encargado del Poder Ejecutivo y del General en Jefe, aunque éste queda subordinado al Ejecutivo; y prohíbe que la Cámara ataque “las libertades de culto, imprenta, reunión pacífica, enseñanza y petición, ni derecho alguno inalienable del pueblo”. A pesar de su brevedad, esta primera Constitución de Cuba republicana –en Armas- reúne los requisitos de contar con una parte dogmática y una orgánica, rigió durante casi diez años, y quiso fundar una República en la que el encargado del Poder Ejecutivo (el Presidente) y los Secretarios del Despacho estuviesen subordinados al Legislativo (la Cámara de Representantes).

  La Constitución de Baraguá, de 23 de marzo de 1878, todavía mucho más breve y con un alto valor testimonial aunque nula trascendencia jurídica, fue un texto de emergencia (estuvo vigente sólo dos meses, hasta la conclusión de la Guerra de los Diez Años), con sólo cinco artículos, dictado para facultar al Gobierno de la exhausta insurrección -al que se encomienda el Poder Legislativo además del Ejecutivo, dada la previa disolución de la Cámara de Representantes- a hacer la paz sobre la base de la independencia. La Paz del Zanjón, firmada el 10 de febrero del mismo año, había certificado el fin de las hostilidades aceptado por el Comité del Centro en representación de Camagüey. Sólo los insurrectos del departamento oriental, tras la protesta de Antonio Maceo en Mangos de Baraguá el 15 de marzo, rehusaron deponer las armas, pero no se pudo impedir el fin de la guerra, al que se llegó por puro agotamiento, a fines de mayo de ese año. La Paz del Zanjón, no obstante su carácter explícito de “artículos de capitulación” que ponían fin a la situación de beligerancia armada entre la Metrópoli y su Colonia, también abrogó tácitamente la concesión de facultades omnímodas hecha en 1825 a los Capitanes Generales de Cuba (al conceder a Cuba las mismas condiciones políticas, orgánicas y administrativas de que disfrutaba la isla de Puerto Rico), reconoció la libertad a los colonos asiáticos y esclavos en las filas insurrectas, y dispuso “el olvido de lo pasado respecto de los delitos políticos cometidos desde 1868 hasta el presente y libertad de los encausados o que se hallen cumpliendo condena dentro o fuera de la Isla”.

La tradición constitucional tuvo continuación en Cuba con el texto surgido de la Asamblea Constituyente que se reunió en Jimaguayú y promulgó el 16 de septiembre de 1895 –casi siete meses después del inicio de la segunda y definitiva Guerra de Independencia-, con el título de “Constitución del Gobierno Provisional de Cuba”.  En su texto, todo de carácter orgánico y sin parte dogmática, se comenzaba instaurando un Consejo de Gobierno en el que residía el Poder Legislativo, y cuyo Presidente era titular del Poder Ejecutivo, mientras que todas las fuerzas armadas y la dirección de las operaciones militares estarían bajo el mando directo del General en Jefe, quien tendría a sus órdenes un Lugarteniente General –binomio que hasta la muerte en combate del Titán de Bronce estuvo a cargo de Máximo Gómez y Antonio Maceo-. Se establecía un impuesto de guerra sobre las propiedades de cualquier clase pertenecientes a extranjeros, mientras sus respectivos países no reconocieran la beligerancia de Cuba. Y se declaraba la independencia del Poder Judicial, dejando su organización y reglamentación a cargo del Consejo de Gobierno. Finalmente, se imponía una fecha de caducidad para la Constitución, que llegaría al cumplirse los dos años de su promulgación.

Llegado ese término y sin haberse concluido la guerra, expiró la Constitución de Jimaguayú, y en el potrero de La Yaya (barrio de Sibanicú, municipio de Guáimaro, en Camagüey) se reunió una nueva Asamblea Constituyente el 10 de octubre de 1897. La Constitución que salió de sus deliberaciones fue aprobada y entró en vigor el 29 de octubre. Con cuarenta y ocho artículos, era la más extensa de las promulgadas hasta entonces por la República en Armas. Establecía el servicio militar obligatorio e irredimible. Consagraba la garantía de nulla pena sine lege, la inviolabilidad de la correspondencia, la libertad de religión y de culto, el derecho de petición, la inviolabilidad del domicilio, y las libertades de expresión, de reunión y de asociación. Hacía residir el Poder Ejecutivo en un Consejo de Gobierno, que a su vez ejercía el Poder Legislativo, y disponía la elección de una Asamblea de Representantes –quienes disfrutarían de inmunidad parlamentaria, salvo en caso de flagrante delito- que debería reunirse a los dos años de promulgada la Constitución, a fin de hacer una nueva o modificar la existente.

Como ha dicho el Dr. Luis René García Fernández, “estas constituciones que acabamos de comentar puede que no sean ciertamente un dechado de perfección. Pero si se tiene en cuenta no solamente la época en que se produjeron, sino también las condiciones materiales en medio de las cuales se confeccionaron, hay que admitir que fueron obras de gigantes. Porque, señores, aquellos delegados no trabajaban sentados en mullidos butacones ni con aire acondicionado. Aquellos constituyentes realizaron esas tareas legislativas teniendo por asientos sus rústicos taburetes y sus palmas barrigonas, sin más paredes que los frondosos algarrobos y las ceibas milenarias, ni más cúpula que el hermoso cielo cubano tachonado de estrellas luminosas”. (8)

En cumplimiento de esa previsión, se reunió una nueva Asamblea Constituyente en Santa Cruz del Sur (en Camagüey), donde inició sus sesiones, y después se trasladó a Marianao (municipio colindante con el de La Habana) y finalmente a la Calzada del Cerro (en La Habana), donde concluyó sus sesiones el 4 de abril de 1899. Con algunos meses de anterioridad, el 10 de diciembre de 1898 se había firmado en París el sibilinamente redactado Tratado de Paz por el cual España renunciaba “a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba” y los EE.UU. anunciaban su intención de ocupar la Isla –por tiempo indefinido, pero provisional- cuando España la evacuara; España cedía a los EE.UU. la isla de Puerto Rico y las demás en ese momento bajo su soberanía en las Indias Occidentales, así como la isla de Guam y el archipiélago de las Filipinas –a cambio de 20 millones de dólares-.

Los asambleístas constituyentes reunidos en la Calzada del Cerro aprobaron el 21 de febrero de 1901 un texto final aunque no definitivo, porque todavía debieron aprobar, el 12 de junio del mismo año, la incorporación como apéndice de la llamada Enmienda Platt, de bochornoso recuerdo. Esta Constitución cubana de 1901 entró en vigor  el 20 de mayo de 1902, el mismo día de la proclamación de la República, por efecto de la Orden Militar 181 dictada por el Gobierno Militar norteamericano. Fue una Constitución eminentemente garantista, con un elenco extensísimo de derechos individuales -aunque del derecho de sufragio seguían excluidas las mujeres-, la igualdad ante la Ley y su irretroactividad salvo cuando favoreciera al reo,  la no anulabilidad ni alteración por el Poder Legislativo de las obligaciones civiles, la prohibición de la pena de muerte por motivos políticos, la limitación de las detenciones y la sujeción a la Ley de las prisiones y procesamientos, el derecho de habeas corpus, el derecho a la no autoincriminación y a no declarar contra el cónyuge y otros parientes cercanos, la inviolabilidad del domicilio, la libertad de cultos y la separación de la Iglesia y el Estado, el derecho de petición, los derechos de reunión y asociación y educación, la libertad de locomoción y el derecho de propiedad, incluso la intelectual e industrial. En cuanto a su parte orgánica, mantenía la separación de Poderes preconizada por Montesquieu, establecía una Cámara de Representantes y un Senado, y un Poder Judicial en cuyo vértice estaba el Tribunal Supremo, cuyos jueces los nombraba el Presidente de la República con el consentimiento del Senado. La cláusula de reforma permitía modificaciones parciales o totales de su texto, por acuerdo de las dos terceras partes del número de integrantes de cada cuerpo colegislador, seguido de la aprobación de una Convención Constituyente integrada por delegados elegidos por provincias.

Pero no quedaba determinado el órgano encargado de convocar y poner este proceso en marcha, ni cuánto tiempo permanecería en sesión esa Asamblea, ni si podía realizar otras modificaciones distintas de las sometidas a su  consideración. Estas imprecisiones terminaron complicando la crisis política que se abrió en 1928 con la Prórroga de Poderes ambicionada por el Presidente Machado, para materializar la cual se presentaron dos proyectos de reforma constitucional: en 1926, uno por el Representante Aquilino Lombard; y en 1927, otro por el Representante Giordano Hernández, el segundo de los cuales fue aprobado sucesivamente por la Cámara y el Senado, y que los 55 delegados elegidos a la Convención Constituyente sancionaron el 10 de mayo de 1928.

Los desmanes llevados a cabo por el machadismo y la depresión económica mundial desembocaron en la caída del régimen y el restablecimiento de la vigencia de la Constitución de 1901 (el 24 de agosto de 1933, tras asumir Carlos Manuel de Céspedes, el hijo del Padre de la Patria, la presidencia provisional de la República y dejar sin efecto la reforma constitucional de 1928). El subsiguiente Gobierno presidido por el Dr. Ramón Grau San Martín dictó, el 14 de septiembre de 1933, unos Estatutos para el Gobierno Provisional de Cuba, que, aparte de crear unos Tribunales extraordinarios de Sanciones, nada decían sobre la vigencia de la Constitución de 1901, restaurada el 24 de mayo anterior, aunque anunciaban la convocatoria de otra Convención Constituyente, que se reunió y aprobó la Constitución de 3 de febrero de 1934, la que estuvo vigente por un año, y a su derogación (por Resolución Conjunta de 8 de marzo de 1935 del propio Gobierno Provisional) fue sustituida por la siempre renaciente Constitución de 1901, en virtud de la Ley Constitucional de 11 de junio de 1935 (aprobada por el mismo Gobierno, sin intervención de la Asamblea Constituyente).

Ni la reforma constitucional de 1928 –para facilitar la Prórroga de Poderes deseada por Machado-, ni los Estatutos de 14 de septiembre de 1933, ni la Constitución de 3 de febrero de 1934, ni la llamada Ley Constitucional de 11 de junio de 1935 pueden ser considerados parte del itinerario de la tradición constitucional de Cuba, porque fueron todos textos de oportunidad, encaminados no a la fijación de principios o la estructuración de órganos del Estado para resolver los problemas de la sociedad de su época, sino medidas para satisfacer los intereses políticos partidistas e incluso los individuales de personalidades interesadas en situaciones específicas.

Se alumbró a continuación la que hasta ahora es la obra cumbre del constitucionalismo cubano: la Constitución aprobada en Guáimaro el 1 de julio de 1940, que entró en vigor el 10 de octubre del mismo año. La elección de delegados a la Convención Constituyente que la configuró se hizo sobre la base de uno por cada 50 mil habitantes o fracción mayor de 25 mil, lo que dio como resultado 81 delegados (aunque -como ha precisado el Dr. Carlos Márquez Sterling- en sus deliberaciones intervinieron sólo 77, a causa de las renuncias previas de los ausentes). La Constitución constó de 286 artículos, 43 Disposiciones Transitorias, una Disposición Transitoria Final y una Disposición Final. Tildada de prolija y casuística por algunos de sus críticos -así, el Dr. Gustavo Gutiérrez Sánchez (9)- y de neocolonial e hipócrita por algún otro (10), Emilio Menéndez Menéndez (penalista y último Presidente democrático del Tribunal Supremo de Cuba) dijo en 1945 de ella “que recoge muchos de los principios de las anteriores constituciones, introduce otros, producto de cuarenta años de conquistas sociales y de obligación política” (11), y el Dr. Néstor Carbonell Cortina ha apostillado elocuentemente que “La Carta del 40 es la obra cumbre de la República. Dando amplias muestras de madurez política y patriotismo, los delegados a la Convención Constituyente cerraron una década de convulsiones revolucionarias e inseguridad jurídica, y le dieron a Cuba una Constitución previsora y avanzada, sin injerencia extraña. Una  Constitución que no es de nadie y es de todos”. Como recuerda al referirse a la Constitución de 1940 este ilustre habanero, egresado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Santo Tomás de Villanueva y veterano de la Brigada 2506, “en ella intervinieron estadistas como Orestes Ferrara, José Manuel Cortina y Carlos Márquez Sterling; intelectuales como Jorge Mañach y Francisco Ichaso; libertadores como Miguel Coyula; juristas como Ramón Zaydín y Manuel Dorta Duque; internacionalistas como Emilio Núñez Portuondo; parlamentarios como Santiago Rey Pernas, Rafael Guas Inclán, Aurelio Álvarez de la Vega, Miguel Suárez Fernández, Pelayo Cuervo Navarro y Emilio Ochoa; líderes obreros como Eusebio Mujal; industriales como José Manuel Casanova; líderes políticos y revolucionarios como Ramón Grau San Martín, Carlos Prío Socarrás, Eduardo Chibás y Joaquín Martínez Sáenz.Y representando al equipo comunista, descollaron, entre otros, un sagaz líder sindical de acerada dialéctica, Blas Roca, y dos polemistas e intelectuales de alto vuelo, Juan Marinello y Salvador García Agüero”.

De los antecedentes históricos y de la ilegitimidad con la que la gavilla del Partido único se ha enseñoreado del país como si fuera su finca particular, es obligado reafirmar la necesidad –sin tener que recurrir a la paráfrasis sino a la cita literal de los planteamientos del Dr. Carbonell Cortina- de que “Si queremos ponerle fin a la tiranía y cerrar el ciclo tenebroso de la usurpación, tenemos que encontrar, después de Castro, una fórmula de convivencia con visos de legitimidad. Y esa fórmula no es la Constitución totalitaria de 1976, aunque se le hagan remiendos. Ni es otra Ley Fundamental espuria, impuesta sin consentimiento ni debate durante la provisionalidad.

“No, la única que tiene historia, simbolismo y arraigo para poder pacificar y regenerar el país antes de que se celebren elecciones libres, es la Carta Magna de 1940. Ella fue el leitmotiv de la lucha contra Batista, y no ha sido abrogada ni reformada por el pueblo, sino suspendida por la fuerza.

“Lo importante es tener una base constitucional que haya sido legitimada por la voluntad  soberana del pueblo y que permita encauzar armónicamente la transición a la democracia representativa. Podrá después el Congreso o los delegados electos a una Asamblea Plebiscitaria reformar o actualizar la Constitución del 40, supliendo sus deficiencias y podando sus casuísticos excesos.” (12)

Y sólo entonces, mediante el enlace con la Constitución de 1940 como puente hacia el futuro del país, se podrá reanudar la tradición constitucional en Cuba, interrumpida con el golpe de Estado de 10 de marzo de 1952 e impedida de restablecimiento por el bouleversement (o estado de conmoción permanente) que ha traumatizado a la sociedad cubana por causa del ilegítimo ejercicio del Poder absoluto que la tiranía comunista ha venido haciendo desde su llegada al Poder en 1959.

Sobre el carácter avanzado de la Constitución de 1940 se ha escrito mucho. Pero baste señalar que todos los derechos, libertades y garantías que posteriormente se incluyeron en la Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948, en el Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950 (Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales) incluidas sus sucesivas revisiones, y en la Carta Social Europea de 1961 ya figuraban en la Constitución cubana de 1940. Esta aseveración se constata del cotejo de los tres textos mencionados con el de la Constitución de 1940, la que, además, implantó la jornada laboral máxima de 8 horas al día o 44 horas semanales, equivalentes a 48 horas en el salario, y prescribió el derecho al descanso retribuido de un mes por cada once de trabajo dentro del año natural. Hasta el turiferario y servidor del castrismo Armando Hart Dávalos, en un escrito publicado bajo su firma en la edición digital de 12 de septiembre de 2009 del órgano oficial de la Unión de Jóvenes Comunistas ha tenido que admitir –en sus propias palabras- que “la Carta Magna de 1940 fue una de las más progresistas de su tiempo entre los países capitalistas. Entre las naciones del llamado Occidente, fue una de las más cercanas a un pensamiento social avanzado”. A confesión de parte, relevo de prueba.

© Roberto Soto Santana, de la Academia de la Historia de Cuba.

NOTAS y BIBLIOGRAFÍA

(1) Como ha escrito el profesor venezolano Eleazar Córdova-Bello, “El Proyecto de Constitución del doctor Infante encierra una revolución en cuanto tiende a desplazar el régimen español y asumir los criollos la dirección del país, pero nada ofrece en otros sentidos sociales y políticos que permanecen plegados a moldes del más acentuado conservatismo. Ese proyecto refleja la mentalidad típica del sector mayoritario de la clase criolla, rival de la dirigente española y hostigadora de las clases de color” [cita extraída de la pág. 174 de su libro La independencia de Haití y su influencia en Hispanoamérica. Instituto Panamericano de Geografía e Historia. Caracas (1967), hecha por los historiadores David Pantoja Morán y Jorge M. García Laguardia, en la pág. 42 de su obra Tres documentos constitucionales en la América española preindependiente. UNAM - Instituto de Investigaciones Jurídicas. México (1975)]. 

(2) Aunque no todas, a la vista de que la Cámara de Representantes tomó el acuerdo, en su sesión del 19 de mayo de 1869, de dirigir un llamamiento al Gobierno y al pueblo norteamericano, trasladándoles “los vivos deseos que animan a nuestro pueblo de ver colocada esta Isla entre los Estados de la Federación Norteamericana…pues este es, a su entender, el voto casi unánime de los cubanos, y que si la guerra actual permitiese que se acudiera al sufragio universal, único medio de que la anexión legítimamente se verificara, éste se realizaría sin demora”.

(3)     Saco, no obstante su ideario reformista y su antagonismo personal respecto de la trata de esclavos, nunca fue abolicionista: en un artículo publicado en la prensa de Madrid en 1862 se preguntó “¿De cuándo acá la esclavitud doméstica ha sido un obstáculo para que en los países donde existe gocen los hombres libres de derechos políticos”? (Colección póstuma, 1881, pág.40).

(4) La metafísica en la universidad. Estudios literarios y filosóficos (1883).

(5) Homenaje a Félix Varela. Sociedad Cubana de Filosofía (Exilio). Ediciones Universal, Miami (1979) y Documentos para la Historia de Cuba – Tomo I. Hortensia Pichardo. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana (1971).

 (6) Recuérdese que las Constituciones posteriores a la de Cádiz iban y venían en España (así, las de 1834, 1837 y 1845) pero en Cuba nunca tuvieron vigencia, porque en las posesiones ultramarinas regían leyes especiales –como así expresamente se disponía en los textos de 1837 y 1845-.

(7) Cuba: Economía y Sociedad – Tomo XV. Leví Marrero. Editorial Playor, Madrid (1992).

(8) Conferencia “La Historia Constitucional de la República en Armas”. Dr. Luis René García Fernández. La Constitución de Cuba. Ciclo de Conferencias. Colegio Nacional de Abogados de Cuba, Inc., Miami (1991).

(9) En su obra, Constitución de la Republica de Cuba. Editorial Lex, La Habana (1941).

(10) La imputación, tan sectaria como sofista,  ha sido hecha por Juan Vega Vega (1922-2002), jurista que puso su sesera al servicio del régimen castrocomunista, en Cuba y  su historia constitucional (págs. 68-69) . Ediciones Endymion, Madrid (1997).

(11) La nueva Constitución cubana y su jurisprudencia (1940-1944),  pág. 16. Jesús Montero, Editor, La Habana (1945).

(12) La Constitución de 1940: Simbolismo y Vigencia. Cuba in Transition ASCE [Association for the Study of the Cuban Economy] (1997).

 

 

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