[Segmento del artículo titulado “El despertar de los chinos”, publicado en Anatomía de la Historia]
Durante centurias el Tíbet había logrado mantener su independencia aunque, como tantas otras naciones del mundo, no faltaron recelos en las relaciones con sus vecinos y el país tampoco fue ajeno a las influencias externas e incluso a las invasiones. Con China, por ejemplo, el Tíbet llegó a formalizar entre los años 821 y 823 un tratado fronterizo y de paz.
En el siglo XIII el Imperio mongol invadió China y el Tíbet, aunque en este último territorio el emperador ocupante acabó nombrando regente a un destacado monje, a cambio de bendiciones y enseñanzas religiosas. El modelo –similar en ciertos aspectos a un protectorado– se basaba en la relación monje-benefactor (chö-yön) y su mayor peculiaridad consistía, precisamente, en mantener la relación de igualdad entre las autoridades mongolas y las tibetanas. Aunque en la actualidad el gobierno chino considera dicho pacto como una relación de vasallaje, la realidad es que las autoridades del Tíbet gozaron en esa época de unas ventajas que no tuvieron por entonces los chinos en su propio territorio, también invadido por los mongoles. De hecho, la relación entre los mongoles y los tibetanos continúa siendo cercana y amistosa, facilitada por las afinidades raciales, culturales y religiosas entre ambos pueblos.
Las autoridades del Tíbet también entablaron relaciones con la dinastía china Ming (1368-1644). Gobernando este linaje en China, nació en el Tíbet Sonam Gyatso (1543-1588), tercer Dalái Lama, aunque el primero en ser reconocido en vida como tal. El mismo tratamiento se confirió a título póstumo a las dos supuestas reencarnaciones anteriores a Gyatso, todas ellas y sus sucesoras consideradas por los budistas tibetanos emanaciones del Buda de la Compasión (las palabras dalái y lama significan, respectivamente, ‘océano’ y ‘maestro espiritual’; pero a veces, cuando ambos vocablos van juntos, se traducen libremente como ‘Océano de Sabiduría’).
Desde 1642, gracias a la ayuda proporcionada por el jefe mongol Altan Khan y su ejército en virtud de la relación chö-yön, el gobierno del Tíbet pasó a ser controlado por los sucesivos Dalái Lamas y, por tanto, dejó de ser monárquico. El mismo tipo de relación fundamentó también los contactos entre los Lamas y varios miembros de la familia Qing, la dinastía de origen manchú que conquistó y gobernó China durante varios siglos (1644-1911). En virtud de dicha relación, el Lama dirigía espiritualmente al emperador manchú y este correspondía garantizándole protección. La situación político-jurídica del Tíbet no quedaba afectada y el territorio siguió manteniendo su independencia.
En el siglo XVIII tropas chinas entraron en el Tíbet, aunque el objetivo inmediato fue, según parece, proteger a la población autóctona de posibles invasores (los mongoles y los gurjas) y de agitaciones internas. Ello se tradujo en un creciente intervencionismo chino en las relaciones exteriores del Tíbet que, de todos modos, salvaguardó su independencia, como ocurre a cualquier estado satélite influido por una potencia extranjera.
En 1904 tropas británicas invadieron sangrientamente el Tíbet que, dos años después, se convirtió en protectorado británico en virtud de un tratado entre el Reino Unido y China. En 1910 el ejército imperial chino trató de recuperar su influencia en el Tíbet conquistando el territorio. Pero la guerra civil china iniciada en 1911 forzó la vuelta de las tropas ocupantes a su país y el Dalái Lama recuperó el control del territorio.
La atención prioritaria que para las potencias occidentales y especialmente para China tuvieron sus propios conflictos internos y el estallido de las dos guerras mundiales permitieron al Tíbet pasar a un plano secundario y, a pesar de las dificultades, mantener su independencia hasta 1950, fecha de su invasión por un ejército comunista chino obsesionado por cumplir a rajatabla las órdenes de Mao Zedong.
Al año siguiente el joven Dalái Lama, presionado y falto de apoyo internacional, tuvo que firmar un tratado por el que el Tíbet se transformó en “provincia autónoma” de China. Una autonomía entendida al modo comunista que pronto dejó en papel mojado las promesas – respetar el sistema gubernativo tradicional del territorio y la autoridad del Dalái Lama, contar con su permiso para introducir reformas y no inmiscuirse en cuestiones religiosas – del pacto impuesto a los tibetanos desde una posición de fuerza. Durante los años cincuenta del siglo pasado fue aumentando la presencia militar comunista en el Tíbet y mejoraron las comunicaciones con el estado invasor. Algunas reformas, ciertamente, modernizaron costumbres ancestrales. Pero las órdenes que llegaban de Pekín no tardaron en evidenciar que los chinos y los tibetanos se relacionaban como conquistadores y conquistados respectivamente. Así lo percibió también la población autóctona, cuyo rechazo a la invasión fue en aumento.
Dispuestos Mao y sus seguidores a evitar más problemas, en 1959 nuevas tropas comunistas chinas entraron en el Tíbet, perpetraron sangrientas matanzas y ocuparon por completo el país. Miles de tibetanos fueron asesinados y otros miles – entre ellos el Dalái Lama – buscaron refugio en el exilio. Los comunistas chinos redoblaron entonces su empeño por destruir la cultura tibetana – por ejemplo, solo quedan unos cuantos monasterios budistas de los más de dos mil existentes antes de la invasión – y ordenaron trasladar al Tíbet a miles de familias chinas, principalmente de la etnia han.
Desde entonces, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha aprobado sucesivas resoluciones –entre otras, las 1353 (XIV), 1723 (XVI) y 2079 (XX)– condenando los abusos a los derechos humanos perpetrados por China en el Tíbet e instando al gobierno comunista chino a respetar las libertades fundamentales de los tibetanos, incluyendo el derecho de autodeterminación.
La muerte de Mao, ciertamente, contribuyó a rebajar las tensiones, pero el país sigue invadido. El Premio Nóbel de la Paz Tenzin Gyatso – XIV Dalái Lama, jefe del gobierno tibetano en el exilio y cabeza del budismo tibetano – y sus compatriotas exiliados llevan décadas tratando de mantener viva en el mundo la llama de las reivindicaciones del pueblo tibetano.
Unas reclamaciones que, a pesar de los interesas creados por el enorme peso económico de China, cuentan con un creciente apoyo en la opinión pública internacional.
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