Como tantas personas en estos días, también yo me pregunto si vale la pena celebrar la Navidad. ¿Adornamos, felicitamos, cantamos? ¿Anunciamos al Mesías, príncipe de la paz? ¿Tenemos algo que celebrar nosotros, a quienes se nos han anunciado unas nuevas medidas que de tan solo escucharlas ya te quedas sin aliento? ¿Anunciarán alguna que nos alegre la existencia? ¿Tendremos la alegría propia de este tiempo tan hermoso en sí mismo, tan esperanzador? ¿Podremos mirar a nuestros niños, ancianos, amigos que viven en situaciones difíciles y desearles una feliz Navidad?
Aunque parezca imposible, sé que lo intentaremos. Sé que no mediremos esfuerzo para hacer felices a otros. Sé que muchos padres y madres, aunque redoblen su cansancio, le darán lo mejor a sus hijos. Sé que la bondad emergerá tan solo de contemplar al pequeño de Belén en cada pesebre por humilde que sea, y nos dejaremos tocar el corazón para que los que tenemos cerca sientan la sonrisa de Dios hecho niño, frágil y dependiente, transitando por nuestra misma condición.
La Navidad no puede ser un tiempo de sufrimiento, aunque para muchos tenga un toque de nostalgia. La Navidad es el gran regalo de Dios a la humanidad, es ese gran abrazo del Padre a nuestro mundo a través de su amado hijo. Es por esto que nadie tiene derecho a quitarnos esa alegría tan honda como tan cierta, y aunque nuestro país se sumerge cada vez más en la pobreza, la desesperanza, la angustia y las falsas promesas, Dios nos sigue diciendo que Él nace para todos.
Con su nacimiento nos recuerda que solo Él tiene la última palabra, y por eso me siento invitada a desearle también una feliz Navidad a aquellos que infligen dolor a nuestro pueblo. Hoy hago mías las palabras de uno de los hombres más grandes que ha dado Cuba al mundo: “Y para el cruel que me arranca el corazón con que vivo, cardos ni ortigas cultivo, cultivo una rosa blanca”.
Cubanos todos, los de dentro y los que están en otras tierras: FELIZ Y BENDECIDA NAVIDAD.