En el Día del Holocausto

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En el Día del Holocausto

27 Jan 2017 00:03
#9759
Corría la tarde del 26 de enero de 1945, cuando las tropas soviéticas llegaron al campo de Auchswitz. Aunque durante el año anterior las fuerzas del Ejército rojo habían liberado otros campos del régimen nacional-socialista, lo que allí encontraron superaba con mucho lo visto. Hasta la 1 de la madrugada de aquel día, las SS se habían esforzado por borrar las huellas de lo acontecido en Auchswitz, pero la cercanía del enemigo había impedido que lo consiguieran de manera total. De los treinta y cinco almacenes del campo aún seis quedaban en pie. En su interior, se hallaban 368.820 trajes de hombre, 836.255 de mujer y una cantidad inmensa de ropa infantil. Así mismo había almacenadas siete toneladas de cabello humano procedente de los reclusos que las SS no habían tenido tiempo de aprovechar. Mientras los soldados soviéticos iban recorriendo aquel lugar en medio del estupor más profundo, descubrieron centenares de cadáveres que yacían sin enterrar. Los supervivientes, en su inmensa mayoría esqueletos con la piel sobre los huesos, apenas llegaban a los siete mil. Auchswitz no era el Holocausto, pero sí acabaría, no del todo con razón, convirtiéndose en su símbolo máximo.

El 1 de noviembre de 2005, la Asamblea general de las Naciones Unidas adoptó la resolución 607 que convirtió el 27 de enero en el Día internacional de conmemoración en memoria de las víctimas del Holocausto, una celebración que ha sido incorporada por algunos gobiernos nacionales.

A más de siete décadas de distancia, el estudio del Holocausto nos ha permitido reconstruir su desarrollo desde los primeros textos antisemitas redactados por Hitler en 1918 y los antecedentes de su pensamiento hasta el final de la segunda guerra mundial. Conocemos cómo, primero, se marcó a los judíos ante la opinión pública y se insistió para que la gente comprara productos arios y no judíos; sabemos cómo en 1935 las leyes de Nüremberg, tomadas fundamentalmente de la legislación católica medieval, los convirtieron en seres de segunda a los que se atacaba ya libremente en los medios de comunicación de manera global e indiscriminada; nos consta cómo en 1938 se les expulsó de la vida pública, académica, artística y mercantil y se dieron pasos para que abandonaran el territorio del Reich, y sabemos cómo desde 1939 hasta 1941 fue preocupación acentuada para los dirigentes nacional-socialistas alemanes el conseguir que murieran a mayor velocidad y en mayores cantidades pasando para ello de la reclusión en los ghettos – otro legado del antisemitismo católico medieval – a los fusilamientos en masa y, finalmente, al uso del gas, métodos ambos ya utilizados previamente y con profusión por los bolcheviques.

También sabemos cómo la responsabilidad del Holocausto no recae exclusivamente sobre Alemania porque hubo colaboradores entusiastas de los nacional-socialistas alemanes en Austria – en realidad, los protagonistas de la Solución final fueron en mayor proporción austriacos que alemanes – Ucrania, Hungría o la Francia de Vichy; sabemos también que en las naciones donde la población civil no se inhibió sino que obstaculizó las deportaciones de judíos, éstas resultaron extremadamente difíciles como fue el caso de la protestante Dinamarca que consiguió salvar a más del noventa por ciento de sus judíos y sabemos incluso que para los aliados el destino de los judíos fue un objetivo secundario. Es cierto que tuvieron lugar canjes de reclusos por camiones, pero no lo es menos que si Roosevelt, siguiendo el consejo de Churchill, hubiera bombardeado las líneas férreas que conducían a Auchswitz decenas de miles de judíos y de gentiles hubieran podido salvar la vida.

Sin embargo, quizá lo más importante a más de setenta años vista no sean todos estos datos – con los que, lamentablemente, no podemos revertir la Historia – sino las lecciones que podemos aprender del Holocausto. Sin ánimo de ser exhaustivos son las siguientes:

  1. El totalitarismo puede llegar al poder aprovechando las urnas. Así lo hizo Hitler como anteriormente lo habían hecho los bolcheviques o Mussolini. Igualmente, podrían señalarse otros ejemplos más cercanos en la geografía y en el tiempo. Sin embargo, un gobierno que no respeta la legalidad y que incluso aprovecha las libertades democráticas para imponer el despotismo no es un gobierno democrático, sino un enemigo de la libertad por más que se envuelva en los cantos al progreso. Insistamos en ello: se suele recordar a Hitler, pero su caso no es el único ni, a día de hoy, el más relevante.
  2. La persecución de los inocentes siempre va precedida de su denigración. Cuando los nacional-socialistas alemanes comenzaron a descargar su ira sobre los humoristas, cuando decretaron el boicot económico contra los judíos, cuando cerraron medios de comunicación, muchos pensaron que no era tan grave porque, previamente, la propaganda nacional-socialista había reblandecido su capacidad de crítica. No era difícil además porque algunos judíos habían tenido un papel muy relevante en las revoluciones comunistas de Rusia, primero, y de Alemania y Hungría después. Era innegable también su papel más que destacado en la Komintern y en el aparato represivo soviético. Sin embargo, al identificar a una parte con el todo se produjo el triste – y más que peligroso – fenómeno que agudamente resumió un judío ruso al decir que lo que hizo el judío Trotsky, lo iba a acabar pagando el judío Mermelstein. En otras palabras, la culpa de las atrocidades cometidas por algunos se arrojaron sobre millones que nada tenían que ver con ellas.

La satanización de los judíos manifestada en la imposición de nombres injuriosos, en su representación como animales repugnantes del tipo de la rata o del piojo, en el desprecio acentuado, en la negación de cualquier posible rasgo humano, en su asimilación con los peores miedos de la sociedad fueron el inicio de un camino que acabó desembocando en las leyes discriminatorias, primero, y en los ghettos y las matanzas en masa, después.

3. El doble lenguaje de los totalitarismos no debe pasarse por alto. Como supo señalar magníficamente el George Orwell que aprendió el horror del comunismo durante la guerra civil española, la paz era la guerra y la conformidad, la expansión. Por supuesto, los eufemismos se repitieron de manera que sobrecoge. La Solución final, por ejemplo, era sólo el término, si no hermoso al menos neutral, que ocultaba un conjunto de medidas que acabarían, en medio del horror más pavoroso, con la vida de millones de judíos europeos. No fueron los nazis los primeros y, a día de hoy, no dejamos de observar la existencia de instancias donde se afirma que se busca la paz mientras se desencadenan maniobras de desestabilización o acciones armadas directas o que prometen el bien del pueblo a la vez que hunden en la servidumbre y en la miseria. No saber captar esa duplicidad constituye uno de los errores más costosos que se pueda imaginar.
4. La única posibilidad de enfrentarse con el totalitarismo es la defensa firme y resuelta de la libertad. El pacto con el totalitarismo ha podido tener un sentido en momentos muy excepcionales de la Historia – pactar con Stalin era, por ejemplo, indispensable para vencer a Hitler – pero la utilización de ese instrumento de acción de manera sistemática implica entrar en situaciones de extraordinario peligro cuyas consecuencias rara vez dejan de alcanzar el espanto. Los ejemplos recientes no son, por desgracia, escasos. Que Estados Unidos apoyara a los talibán afganos contra la Unión soviética pudo parecer inteligente – algunos siguen jactándose de ello – pero semejante paso llevó directamente al 11-S y a los horrores actuales en Irak o Libia. Que Israel respaldara a Hamás con la idea de debilitar a la OLP pudo parecer una buena idea, pero el efecto de esa decisión sigue generando un sufrimiento brutal que ha recaído y recae sobre Israel y también sobre los palestinos. Que aliados de Estados Unidos – según revelación del general Wesley Clark – crearan a ISIS como contrapeso de Hizbollah pudo ser considerado una genialidad, pero ha tenido como efecto directo una oleada de barbarie que se ha cebado sobre las poblaciones de Iraq y Siria, en general, y sobre las cristianas en particular. No todos los medios son moralmente lícitos, pero, por añadidura, tampoco acaban resultando prácticos y no pocas veces tienen derivadas perversas. El jugueteo con el totalitarismo acaba provocando antes o después baños de sangre porque Maquiavelo sólo hubo uno y, dicho sea de paso, eso no lo salvó en su día de ser detenido y torturado.

A décadas de distancia, el recuerdo del Holocausto debe ponernos en guardia contra aquellos movimientos políticos que convierten a sectores enteros de la población en responsables de todos los males del mundo. También debe recordarnos que una victoria en las urnas no es un cheque en blanco para destruir un sistema constitucional, que aquellos que empiezan atacando a humoristas o silenciando medios de comunicación, más tarde o más temprano, quemarán libros y llenarán las cárceles de disidentes, y que los que construyen barreras que separan a la gente utilizando mitos nacionalistas, históricos, religiosos o raciales constituyen un peligro contra la libertad cuyas consecuencias – como sucedió en el caso del nacional-socialismo alemán – quizá no podemos ni imaginar.

El libro que los judíos llaman Bereshít y los cristianos denominamos Génesis narra los reproches que Dios dirigió a Caín porque la sangre de su hermano Abel, derramada sobre la tierra, clamaba en su contra. Caín respondió a las acusaciones del Altísimo diciéndole que no era el guardián de su hermano. Hoy, en el día del Holocausto, deberíamos responder de manera exactamente inversa a cómo lo hizo Caín. SÍ somos guardianes de la vida, la integridad y la libertad de nuestros semejantes y como tal debemos de comportarnos si no deseamos que su sangre inocente clame ante Dios en contra nuestra.
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