Ni pirómanos ni Robin Hoods
- Rosa Townsend
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Ni pirómanos ni Robin Hoods
22 Jan 2015 15:21
Es obvio que el mundo tiene que cambiar. Que los sistemas de gobernabilidad no han funcionado para la gran mayoría. Hay crisis, conflictos y dolor allá donde se mire. Pero no pueden ser los mismos pirómanos que han ido provocando incendios quienes ahora apaguen los fuegos.
Gran parte de ellos, las autodenominadas “élites globales”, celebran esta semana su feria anual de vanidades político-económicas en Davos, Suiza. Allí se codean e intercambian ideas para arreglar el planeta –que nunca han arreglado– desde que el World Economic Forum (WEF) se inauguró en 1971 como una especie de poder global en la sombra.
Al “Davos Man” –como lo bautizó el gran profesor de Harvard Samuel Huntington– “no le interesan las lealtades a sus naciones, ve las fronteras como obstáculos que deben desaparecer y a los gobiernos como residuos de un pasado, que sólo sirven para facilitar las operaciones globales de las élites”.
Tales operaciones globales se han ido saldando con un enorme beneficio para el 1% de la población mundial, que acumulará el año próximo más riqueza de la que conjuntamente posee el 99% restante, según un estudio que la ONG Oxfam va a presentar en el cónclave de Davos, con el fin de sacudir las conciencias.
La desigualdad económica es el aspecto más evidente –y alarmante– del abismo entre los dos mundos, aunque no el único. Fuera de la burbuja de Davos se asoma el otro mundo, el real: conflictos y violencia política en 65 países; terrorismo islamista extendiéndose por los cinco continentes; pobreza endémica (más de 1,000 millones de personas viven con menos de 1.25 dólares al día); epidemias; escasez de recursos naturales; amenazas medioambientales y del cambio climático; bandas transnacionales de crimen y corrupción, etc.
Un cuadro generalizado de anarquía y miseria que se ha ido propagando a causa del vacío de “liderazgo global”, dos palabras aclamadas por décadas en los altares del éxito económico y político, y que sin embargo cada día que pasa simbolizan más la historia de un fracaso.
Cierto que los gobiernos son en parte responsables del fracaso, pero no hay que olvidar la sabia advertencia de Huntington de que los gobiernos son instrumentos manejados por las élites. Ejemplos abundan. Basta echar una mirada a quienes financian las campañas políticas en las democracias. Y en las autocracias la “compra” del poder es mucho más fácil. Así se engendra el tráfico de influencias para beneficio económico de unos pocos. África es el caso más notorio, pero aquí en nuestro propio patio continental hay dinámicas muy similares.
Excepto la violencia –en todas sus formas–, que existe desde los albores de la Humanidad, el resto de los males actuales se derivan del subdesarrollo. La creciente desigualdad ha sido como ir echando gasolina a sociedades en llamas. Para apagar esos incendios se necesitan ahora bomberos de la solidaridad.
Algunos plantean de nuevo la fórmula de Robin Hood, quitarle todo a los ricos para dárselo a los pobres. Pero eso ya lo trató el comunismo y se fue a la quiebra ideológica. El ideal de una sociedad más igualitaria solo funciona si va acompañado de libertad. Ese principio de “igualdad y libertad” que articuló brillantemente Thomas Paine en 1791 en su gran obra Los Derechos del Hombre, lo deben retomar las sociedades democráticas libres y capitalistas.
Asumir en libertad la defensa del bien. Esa debe ser la meta. Para alcanzarla hay que despejar el camino de élites pirómanas y de Robin Hoods. Ambos son extremos perniciosos.
La justicia social no debe tener color político. Se equivocan quienes así lo creen. La justicia social y la solidaridad con los pobres las inventó Dios, las predica el Papa y pastores de otras religiones. Y es la obligación moral de cualquier persona mínimamente decente.
Gran parte de ellos, las autodenominadas “élites globales”, celebran esta semana su feria anual de vanidades político-económicas en Davos, Suiza. Allí se codean e intercambian ideas para arreglar el planeta –que nunca han arreglado– desde que el World Economic Forum (WEF) se inauguró en 1971 como una especie de poder global en la sombra.
Al “Davos Man” –como lo bautizó el gran profesor de Harvard Samuel Huntington– “no le interesan las lealtades a sus naciones, ve las fronteras como obstáculos que deben desaparecer y a los gobiernos como residuos de un pasado, que sólo sirven para facilitar las operaciones globales de las élites”.
Tales operaciones globales se han ido saldando con un enorme beneficio para el 1% de la población mundial, que acumulará el año próximo más riqueza de la que conjuntamente posee el 99% restante, según un estudio que la ONG Oxfam va a presentar en el cónclave de Davos, con el fin de sacudir las conciencias.
La desigualdad económica es el aspecto más evidente –y alarmante– del abismo entre los dos mundos, aunque no el único. Fuera de la burbuja de Davos se asoma el otro mundo, el real: conflictos y violencia política en 65 países; terrorismo islamista extendiéndose por los cinco continentes; pobreza endémica (más de 1,000 millones de personas viven con menos de 1.25 dólares al día); epidemias; escasez de recursos naturales; amenazas medioambientales y del cambio climático; bandas transnacionales de crimen y corrupción, etc.
Un cuadro generalizado de anarquía y miseria que se ha ido propagando a causa del vacío de “liderazgo global”, dos palabras aclamadas por décadas en los altares del éxito económico y político, y que sin embargo cada día que pasa simbolizan más la historia de un fracaso.
Cierto que los gobiernos son en parte responsables del fracaso, pero no hay que olvidar la sabia advertencia de Huntington de que los gobiernos son instrumentos manejados por las élites. Ejemplos abundan. Basta echar una mirada a quienes financian las campañas políticas en las democracias. Y en las autocracias la “compra” del poder es mucho más fácil. Así se engendra el tráfico de influencias para beneficio económico de unos pocos. África es el caso más notorio, pero aquí en nuestro propio patio continental hay dinámicas muy similares.
Excepto la violencia –en todas sus formas–, que existe desde los albores de la Humanidad, el resto de los males actuales se derivan del subdesarrollo. La creciente desigualdad ha sido como ir echando gasolina a sociedades en llamas. Para apagar esos incendios se necesitan ahora bomberos de la solidaridad.
Algunos plantean de nuevo la fórmula de Robin Hood, quitarle todo a los ricos para dárselo a los pobres. Pero eso ya lo trató el comunismo y se fue a la quiebra ideológica. El ideal de una sociedad más igualitaria solo funciona si va acompañado de libertad. Ese principio de “igualdad y libertad” que articuló brillantemente Thomas Paine en 1791 en su gran obra Los Derechos del Hombre, lo deben retomar las sociedades democráticas libres y capitalistas.
Asumir en libertad la defensa del bien. Esa debe ser la meta. Para alcanzarla hay que despejar el camino de élites pirómanas y de Robin Hoods. Ambos son extremos perniciosos.
La justicia social no debe tener color político. Se equivocan quienes así lo creen. La justicia social y la solidaridad con los pobres las inventó Dios, las predica el Papa y pastores de otras religiones. Y es la obligación moral de cualquier persona mínimamente decente.
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