Israel y el mundo árabe: historia de dos amigos
- José Manuel Palli
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Israel y el mundo árabe: historia de dos amigos
18 Aug 2014 21:12
Si bien estos foros de Democracia Participativa se prestan para el debate y la polémica, no me inspira, al escribir estas líneas, ningún afán de discutir o polemizar con lo escrito por otros participantes en ellos sobre este mismo tema. Simplemente aprovecho el “alto el fuego” entre las partes en pugna que se mantiene en vigor desde hace ya varios días para reflexionar, y para compartir mi reflexión.
Y es que para mi el tema de la aparente imposibilidad de encontrar una paz y una coexistencia viables entre judíos y árabes no es un tema de geopolítica ni que se preste al análisis sosegado de quienes presumen de ser “expertos” analistas de las relaciones internacionales. Para mi es un tema que, desde mi adolescencia, me ha tocado y lo he vivido muy de cerca, cara a cara, y prácticamente a diario en una etapa muy importante de mi vida, de mi formación, y eso a pesar de no haber pisado nunca Tierra Santa (una de las tres o cuatro cosas que me quedan “por hacer”, junto con recorrer la Vía Láctea, aunque para esto ultimo el espejo cada vez me grita con mas fuerza que es ahora o nunca…). Y no he visitado Tierra Santa, en parte, por no confrontar esos fantasmas que me acompañan casi que desde mi niñez, y a pesar de que hace años, un Sabra (cuando todavìa ser Sabra era fuente de orgullo para quienes lo eran) me advirtiò que es imposible hablar con conocimiento del tema que me ocupa sin haber tenido la vivencia de pisar esa tierra bendita y sumamente conflictiva.
Cuando mis padres me sacaron de Cuba en mayo de 1960, teniendo yo ocho años de edad, y me trasplantaron directamente a la Argentina, Buenos Aires era la segunda ciudad del mundo en lo que a población judía se refiere: había mas judíos en Buenos Aires que en ninguna ciudad del apenitas quinceañero Estado de Israel (la primera ciudad era –y entiendo que lo sigue siendo- Nueva York).
Mis padres evitaron que me adoctrinaran los revolucionarios cubanos, pero me pusieron en manos de los verdaderos Maestros en el arte de adoctrinar y lavar meticulosamente los cerebros, sobre todos los mas tiernos, es decir, los súbditos de su majestad británica, que por entonces se encargaban, a través de los mejores colegios privados, de educar a la crema y nata de la sociedad argentina. Nunca quise ser “como el Che”; mi paradigma, en todo caso, era alguien como Sir Charles Napier, al pie de cuya estatua en Trafalgar Square dejé un ramillete de flores en primera visita a Londres, cuando tenia yo catorce años de edad. O como Sir Rudyard Kipling (en cuanto nació Verónica, la primera de mis tres hijos, compré las obras completas de Kipling, todavía bajo los efectos de aquella inmersión en lo que significaba –y la pesada carga y responsabilidad que implicaba- el “ser” británico, y que todavía hoy hace de Londres mi ciudad preferida y mi verdadero lugar bajo el sol (place under the Sun). Por eso me rio, y con ganas, de quienes piensan y dicen que soy como soy y pienso como pienso porque, lamentablemente, me crié en la Argentina, bajo la nefasta influencia del Peronismo…
Como a los cuatro años de mi carrera para convertirme en un inglesito, aterriza en aquel colegio inglés del barrio de Belgrano el único alumno judío que yo recuerdo haber visto en los varios años que fui parte del plantel estudiantil. En menos de una semana ese alumno judío pasó a ser mi mejor amigo, y lo fue durante cerca de seis años, al punto de que éramos virtualmente inseparables, al extremo de cambiar yo mi pauta para los veraneos, pasando de un Punta del Este entonces naciente a una Mar del Plata donde los padres de mi amigo Eduardo tenían un piso fastuoso en una de las mejores zonas de la ciudad.
Eduardo era simpático, “entrador”, con una personalidad avasallante, y con una pinta (o facha) impresionante. Ligaba como no puedo siquiera comenzar a describirles, y no solo entre las chicas de “la cole” –como llamaban sus padres cariñosamente a la colectividad judía en la Argentina, colectividad a la cual siempre pretendieron circunscribir a Eduardo a la hora de ligar, pero Eduardo era incontenible a la hora de ligar- valor agregado que yo encontraba en nuestra amistad, especialmente durante aquellos años de mi despertar hormonal. Y es que yo vivía bajo la influencia de un padre que también era irreprimible, un ser humano excepcional que, entre otras cosas, tenia muy desarrollado el sentido de lo que en inglés llamamos self deprecation: la capacidad –invalorable para todo ser humano que se precie- de no tomarse en serio a si mismo, sentido que mi padre elevaba no ya a reírse sino hasta a burlarse de si mismo. Muchas veces le había escuchado a mi padre contar como, durante su juventud, sus amigos en La Habana lo llamaban “el queso crema”, por la sencilla razón de que “siempre andaba con casquitos” (término que, según él mismo aclaraba, se usaba para referirse a las mujeres menos agraciadas –no “feas”, porque mi padre, como yo, nunca entendió el concepto de la mujer fea: todas tienen su gracia, su atractivo, su encanto).
Eduardo me resolvía ese temor a que me vieran como al queso crema, y lo hacia por la vía que describe aquel dicho de la picaresca política cubana: tiburón se baña pero salpica…
Como ya dije, para mi Eduardo fue, durante años, mi mejor amigo, pero yo, para él, era algo todavía mas importante en aquel colegio británico: yo era para Eduardo “su amigo”, en un ambiente si no hostil por lo menos intimidante en donde no tenia ningún otro amigo que yo recuerde, como no fuera tangencialmente y porque esos otros chicos eran amigos míos. Lo que si le sobraban a Eduardo en aquel colegio eran “enemigos” –y uso la palabra con pinzas porque, en el fondo, no creo que lo que esos otros chicos sentían hacia Eduardo fuera “enemistad”.
Uno de esos “enemigos” era también –y lo sigue siendo hasta hoy, cosa que no ha ocurrido con Eduardo, con quien perdí todo contacto hace años- otro gran amigo mío, Ernesto, quien era además un líder nato, al punto que llegó a ser lo que en el esquema disciplinario de los colegios británicos llaman Head Boy (lo que en USA, a falta de una mejor definición, llamaríamos presidente de su “clase” o promoción). El Head Boy (o Pibe Cabeza, como sigo llamando yo a Ernesto hasta el sol de hoy) era, durante su ultimo año de secundaria o High School una suerte de delegado del jefe de disciplina del colegio (usualmente un caballero inglés, con aspecto de haber peleado hasta el dìa anterior contra los Zulúes en Sudáfrica), y bajo el Head Boy servían una docena de alumnos llamados “prefectos,” y en un escalón mas bajo una cantidad mayor de “pretores”, todos abocados a conservar el orden y la disciplina en el establecimiento.
Ni Eduardo ni yo llegamos a ver a Ernesto como Head Boy, yo porque me botaron un par de años antes de alcanzar ese ultimo año de secundaria, y Eduardo porque sus padres lo cambiaron de colegio poco después de mi expulsión (poco tiempo después de fueron a vivir a Bélgica, y le perdí la pista a mi mejor amigo).
Y para Eduardo fue, hasta cierto punto, una bendición no haber llegado a ver a Ernesto como Head Boy, porque Ernesto, con todo y las muchas virtudes que tenia y tiene, tenia un defecto serio: era profunda y visceralmente anti-semita. Y lo era no por su propio designio, sino condicionado por su “cultura” (incultura parece mas apropiado en este caso), ya que provenía de una familia árabe, sirio-libanesa, comunidad que, aun siendo mucho mas pequeña que la judía, también hacia sentir su presencia en aquella Buenos Aires de los sesenta.
Ernesto no podía ver a Eduardo ni en retratos, y su fobia, sumada a su calidad de líder nato, arrastraba a muchos otros chicos a tomar una posición similar. Eduardo era todo lo contrario; le hubiera encantado acercarse a Ernesto, sobre todo porque sabia lo mucho que nos queríamos y respetábamos Ernesto y yo (y muchos de los “seguidores” de Ernesto, también eran y son grandes amigos míos).
Y no vayan a pensar ustedes que Ernesto era como era frente a Eduardo por influencia del Coràn, o de alguna Madrassa jihadista. Ernesto era Cristiano (me parece que Maronita) como lo eran la vasta mayorìa de los sirio-libaneses en aquel Buenos Aires de la década de los sesenta.
Así pasé yo muchos de esos años cruciales de mi formación, atrapado en una suerte de movimiento de pinzas que cercaba a mi mejor amigo, amigo a quien yo “defendía” a diestra y siniestra, sin comprender nunca a cabalidad como gente evidentemente inteligente y con gran potencial podía pensar y actuar de aquella manera tan obtusa. Por eso digo que este es un tema que me toca muy de cerca, y que con frecuencia trato de evadir, porque hasta el sol de hoy no he encontrado ni tan siquiera un esbozo de respuesta a mi pregunta.
Pero en el invierno (argentino) de 1967 ocurrió algo que cambio significativamente la ecuación. No quisiera que se me malinterprete: para mi todas las guerras son odiosas, y aun habiendo leído alguito sobre las llamadas “guerras justas”, no concibo que ninguna guerra pueda ser considerada inevitable. Pero lo que se llamó “la Guerra de los Seis Días” ha sido siempre para mi una guerra épica (quizás la ultima que ha visto y verá la Humanidad). El avance arrollador de las divisiones blindadas de Moshe Dayan en el desierto del Sinaí, arrasando con el ejercito egipcio de la U.A.R. de Gamal Abdel Nasser; la toma de las alturas del Golán derrotando a las fuerzas armadas sirias; y la derrota con poco mas que un par de cachetazos de la Legión Árabe de Jordania, la fuerza militar mejor entrenada (por mis “maestros” británicos) del mundo árabe, fueron celebradas por quien esto escribe como un triunfo poco menos que personal. Mientras escribo esto, estoy viendo claramente la cara de mi amigo Eduardo, pavoneándose durante semanas en los recreos de nuestro colegio, con una sonrisa de oreja a oreja. Y yo con él, porque como ha quedado dicho, yo era su mejor amigo.
Desde entonces nunca he tenido la menor duda de cual lado estoy yo a la hora de analizar este diferendo de raíces profundas y complejas, ni del derecho que tiene el Estado de Israel a la hora de defender a su población del acoso de las varias organizaciones terroristas que circundan a su territorio.
Pero dicho eso, la cuestión –y he aquí el “gist” o meollo de este escrito (gracias a quienes me acompañaron hasta aquí por vuestra infinita paciencia) – pasa a ser hasta donde se debe llegar en el ejercicio de ese derecho legitimo a la defensa.
Porque así como puedo visualizar aun hoy a mi amigo Eduardo con su sonrisa de oreja a oreja ante los hechos de aquel junio de 1967, me resulta virtualmente imposible imaginármelo sonriente ni orgulloso frente a las imágenes y los relatos que hemos visto en las ultimas semanas. Que digo mi amigo Eduardo; no me puedo imaginar ni a los mismísimos nietos de Bibi Netanyahu paseándose por el patio de su colegio con una sonrisa de oreja a oreja. Sencillamente no puedo.
Y esa, en un mundo de percepciones (a veces efímeras y siempre cambiantes) como es el mundo en que hoy vivimos, es una enorme diferencia entre el año 1967 y este año 2014. A world of a difference como decimos en inglés.
Y es que para mi el tema de la aparente imposibilidad de encontrar una paz y una coexistencia viables entre judíos y árabes no es un tema de geopolítica ni que se preste al análisis sosegado de quienes presumen de ser “expertos” analistas de las relaciones internacionales. Para mi es un tema que, desde mi adolescencia, me ha tocado y lo he vivido muy de cerca, cara a cara, y prácticamente a diario en una etapa muy importante de mi vida, de mi formación, y eso a pesar de no haber pisado nunca Tierra Santa (una de las tres o cuatro cosas que me quedan “por hacer”, junto con recorrer la Vía Láctea, aunque para esto ultimo el espejo cada vez me grita con mas fuerza que es ahora o nunca…). Y no he visitado Tierra Santa, en parte, por no confrontar esos fantasmas que me acompañan casi que desde mi niñez, y a pesar de que hace años, un Sabra (cuando todavìa ser Sabra era fuente de orgullo para quienes lo eran) me advirtiò que es imposible hablar con conocimiento del tema que me ocupa sin haber tenido la vivencia de pisar esa tierra bendita y sumamente conflictiva.
Cuando mis padres me sacaron de Cuba en mayo de 1960, teniendo yo ocho años de edad, y me trasplantaron directamente a la Argentina, Buenos Aires era la segunda ciudad del mundo en lo que a población judía se refiere: había mas judíos en Buenos Aires que en ninguna ciudad del apenitas quinceañero Estado de Israel (la primera ciudad era –y entiendo que lo sigue siendo- Nueva York).
Mis padres evitaron que me adoctrinaran los revolucionarios cubanos, pero me pusieron en manos de los verdaderos Maestros en el arte de adoctrinar y lavar meticulosamente los cerebros, sobre todos los mas tiernos, es decir, los súbditos de su majestad británica, que por entonces se encargaban, a través de los mejores colegios privados, de educar a la crema y nata de la sociedad argentina. Nunca quise ser “como el Che”; mi paradigma, en todo caso, era alguien como Sir Charles Napier, al pie de cuya estatua en Trafalgar Square dejé un ramillete de flores en primera visita a Londres, cuando tenia yo catorce años de edad. O como Sir Rudyard Kipling (en cuanto nació Verónica, la primera de mis tres hijos, compré las obras completas de Kipling, todavía bajo los efectos de aquella inmersión en lo que significaba –y la pesada carga y responsabilidad que implicaba- el “ser” británico, y que todavía hoy hace de Londres mi ciudad preferida y mi verdadero lugar bajo el sol (place under the Sun). Por eso me rio, y con ganas, de quienes piensan y dicen que soy como soy y pienso como pienso porque, lamentablemente, me crié en la Argentina, bajo la nefasta influencia del Peronismo…
Como a los cuatro años de mi carrera para convertirme en un inglesito, aterriza en aquel colegio inglés del barrio de Belgrano el único alumno judío que yo recuerdo haber visto en los varios años que fui parte del plantel estudiantil. En menos de una semana ese alumno judío pasó a ser mi mejor amigo, y lo fue durante cerca de seis años, al punto de que éramos virtualmente inseparables, al extremo de cambiar yo mi pauta para los veraneos, pasando de un Punta del Este entonces naciente a una Mar del Plata donde los padres de mi amigo Eduardo tenían un piso fastuoso en una de las mejores zonas de la ciudad.
Eduardo era simpático, “entrador”, con una personalidad avasallante, y con una pinta (o facha) impresionante. Ligaba como no puedo siquiera comenzar a describirles, y no solo entre las chicas de “la cole” –como llamaban sus padres cariñosamente a la colectividad judía en la Argentina, colectividad a la cual siempre pretendieron circunscribir a Eduardo a la hora de ligar, pero Eduardo era incontenible a la hora de ligar- valor agregado que yo encontraba en nuestra amistad, especialmente durante aquellos años de mi despertar hormonal. Y es que yo vivía bajo la influencia de un padre que también era irreprimible, un ser humano excepcional que, entre otras cosas, tenia muy desarrollado el sentido de lo que en inglés llamamos self deprecation: la capacidad –invalorable para todo ser humano que se precie- de no tomarse en serio a si mismo, sentido que mi padre elevaba no ya a reírse sino hasta a burlarse de si mismo. Muchas veces le había escuchado a mi padre contar como, durante su juventud, sus amigos en La Habana lo llamaban “el queso crema”, por la sencilla razón de que “siempre andaba con casquitos” (término que, según él mismo aclaraba, se usaba para referirse a las mujeres menos agraciadas –no “feas”, porque mi padre, como yo, nunca entendió el concepto de la mujer fea: todas tienen su gracia, su atractivo, su encanto).
Eduardo me resolvía ese temor a que me vieran como al queso crema, y lo hacia por la vía que describe aquel dicho de la picaresca política cubana: tiburón se baña pero salpica…
Como ya dije, para mi Eduardo fue, durante años, mi mejor amigo, pero yo, para él, era algo todavía mas importante en aquel colegio británico: yo era para Eduardo “su amigo”, en un ambiente si no hostil por lo menos intimidante en donde no tenia ningún otro amigo que yo recuerde, como no fuera tangencialmente y porque esos otros chicos eran amigos míos. Lo que si le sobraban a Eduardo en aquel colegio eran “enemigos” –y uso la palabra con pinzas porque, en el fondo, no creo que lo que esos otros chicos sentían hacia Eduardo fuera “enemistad”.
Uno de esos “enemigos” era también –y lo sigue siendo hasta hoy, cosa que no ha ocurrido con Eduardo, con quien perdí todo contacto hace años- otro gran amigo mío, Ernesto, quien era además un líder nato, al punto que llegó a ser lo que en el esquema disciplinario de los colegios británicos llaman Head Boy (lo que en USA, a falta de una mejor definición, llamaríamos presidente de su “clase” o promoción). El Head Boy (o Pibe Cabeza, como sigo llamando yo a Ernesto hasta el sol de hoy) era, durante su ultimo año de secundaria o High School una suerte de delegado del jefe de disciplina del colegio (usualmente un caballero inglés, con aspecto de haber peleado hasta el dìa anterior contra los Zulúes en Sudáfrica), y bajo el Head Boy servían una docena de alumnos llamados “prefectos,” y en un escalón mas bajo una cantidad mayor de “pretores”, todos abocados a conservar el orden y la disciplina en el establecimiento.
Ni Eduardo ni yo llegamos a ver a Ernesto como Head Boy, yo porque me botaron un par de años antes de alcanzar ese ultimo año de secundaria, y Eduardo porque sus padres lo cambiaron de colegio poco después de mi expulsión (poco tiempo después de fueron a vivir a Bélgica, y le perdí la pista a mi mejor amigo).
Y para Eduardo fue, hasta cierto punto, una bendición no haber llegado a ver a Ernesto como Head Boy, porque Ernesto, con todo y las muchas virtudes que tenia y tiene, tenia un defecto serio: era profunda y visceralmente anti-semita. Y lo era no por su propio designio, sino condicionado por su “cultura” (incultura parece mas apropiado en este caso), ya que provenía de una familia árabe, sirio-libanesa, comunidad que, aun siendo mucho mas pequeña que la judía, también hacia sentir su presencia en aquella Buenos Aires de los sesenta.
Ernesto no podía ver a Eduardo ni en retratos, y su fobia, sumada a su calidad de líder nato, arrastraba a muchos otros chicos a tomar una posición similar. Eduardo era todo lo contrario; le hubiera encantado acercarse a Ernesto, sobre todo porque sabia lo mucho que nos queríamos y respetábamos Ernesto y yo (y muchos de los “seguidores” de Ernesto, también eran y son grandes amigos míos).
Y no vayan a pensar ustedes que Ernesto era como era frente a Eduardo por influencia del Coràn, o de alguna Madrassa jihadista. Ernesto era Cristiano (me parece que Maronita) como lo eran la vasta mayorìa de los sirio-libaneses en aquel Buenos Aires de la década de los sesenta.
Así pasé yo muchos de esos años cruciales de mi formación, atrapado en una suerte de movimiento de pinzas que cercaba a mi mejor amigo, amigo a quien yo “defendía” a diestra y siniestra, sin comprender nunca a cabalidad como gente evidentemente inteligente y con gran potencial podía pensar y actuar de aquella manera tan obtusa. Por eso digo que este es un tema que me toca muy de cerca, y que con frecuencia trato de evadir, porque hasta el sol de hoy no he encontrado ni tan siquiera un esbozo de respuesta a mi pregunta.
Pero en el invierno (argentino) de 1967 ocurrió algo que cambio significativamente la ecuación. No quisiera que se me malinterprete: para mi todas las guerras son odiosas, y aun habiendo leído alguito sobre las llamadas “guerras justas”, no concibo que ninguna guerra pueda ser considerada inevitable. Pero lo que se llamó “la Guerra de los Seis Días” ha sido siempre para mi una guerra épica (quizás la ultima que ha visto y verá la Humanidad). El avance arrollador de las divisiones blindadas de Moshe Dayan en el desierto del Sinaí, arrasando con el ejercito egipcio de la U.A.R. de Gamal Abdel Nasser; la toma de las alturas del Golán derrotando a las fuerzas armadas sirias; y la derrota con poco mas que un par de cachetazos de la Legión Árabe de Jordania, la fuerza militar mejor entrenada (por mis “maestros” británicos) del mundo árabe, fueron celebradas por quien esto escribe como un triunfo poco menos que personal. Mientras escribo esto, estoy viendo claramente la cara de mi amigo Eduardo, pavoneándose durante semanas en los recreos de nuestro colegio, con una sonrisa de oreja a oreja. Y yo con él, porque como ha quedado dicho, yo era su mejor amigo.
Desde entonces nunca he tenido la menor duda de cual lado estoy yo a la hora de analizar este diferendo de raíces profundas y complejas, ni del derecho que tiene el Estado de Israel a la hora de defender a su población del acoso de las varias organizaciones terroristas que circundan a su territorio.
Pero dicho eso, la cuestión –y he aquí el “gist” o meollo de este escrito (gracias a quienes me acompañaron hasta aquí por vuestra infinita paciencia) – pasa a ser hasta donde se debe llegar en el ejercicio de ese derecho legitimo a la defensa.
Porque así como puedo visualizar aun hoy a mi amigo Eduardo con su sonrisa de oreja a oreja ante los hechos de aquel junio de 1967, me resulta virtualmente imposible imaginármelo sonriente ni orgulloso frente a las imágenes y los relatos que hemos visto en las ultimas semanas. Que digo mi amigo Eduardo; no me puedo imaginar ni a los mismísimos nietos de Bibi Netanyahu paseándose por el patio de su colegio con una sonrisa de oreja a oreja. Sencillamente no puedo.
Y esa, en un mundo de percepciones (a veces efímeras y siempre cambiantes) como es el mundo en que hoy vivimos, es una enorme diferencia entre el año 1967 y este año 2014. A world of a difference como decimos en inglés.
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