La carne de cañón de los políticos
- Carlos Alberto Montaner
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La carne de cañón de los políticos
04 Nov 2012 15:09
Los argentinos se preparan para reducir la edad de votar. Van a pasar de los 18 años a los 16. ¡Demagogia, cuántos disparates se cometen en tu nombre! La maniobra ha sido ideada por la bancada oficialista y ya fue aprobada por la Cámara de Diputados. El cálculo es que los más jóvenes votarán por quienes les han concedido ese supuesto derecho.
Naturalmente, muchos argentinos desconfían de la medida. Piensan que se trata de una maniobra de la presidente Cristina Fernández para fortalecer sus huestes (su popularidad ha caído en picado hasta el 35%) si finalmente el peronismo decide volver a cambiar la Constitución para admitir la reelección.
Ya se sabe que los políticos son animales feroces que se alimentan de votos insaciablemente. Algunos de los mayores disparates de la historia del parlamentarismo se han perpetrado durante la cacería de electores.
Los congresistas y senadores de Estados Unidos prohibieron el consumo de alcohol en los años veinte del siglo pasado para cortejar el inminente voto femenino que estaba a punto de aprobarse.
Como, desde el XIX, la militancia feminista, además de ser sufragista, participaba en las “ligas de temperancia”, unas organizaciones que preconizaban la persecución del vicio de beber, corrieron a complacer a estas aguerridas damas para ser recompensados en las urnas.
Así nacieron Al Capone y sus “gatillos alegres” en la época de la prohibición. Eran los hijos bastardos, no deseados, de la lujuria electoral de los políticos.
Los argentinos han revivido un viejo debate. La tendencia planetaria es a reducir cada vez más el comienzo del ejercicio de ese privilegio. (No es exactamente un derecho porque se otorga o se pierde a discreción de los legisladores).
Hoy la mayor parte de los países han adoptado la frontera de los 18 años, pero algunos la han situado en los 16. En América Latina, los ciudadanos de Cuba, Nicaragua y Ecuador votan a los 16 años. No son exactamente democracias y el voto no sirve para mucho en esos países, pero Austria, que sí lo es, se comporta de la misma manera en este asunto.
En definitiva, ¿cuál es la edad adecuada para elegir y ser electos? Según sabemos hoy día, como promedio, la edad razonable debe situarse después de los veinte años. Es en ese punto cuando el cerebro de las personas ha alcanzado su madurez fisiológica, poniéndole fin al tempestuoso proceso que ocurre dentro del cráneo entre los doce y los veinte años de edad, la terrible etapa de la adolescencia.
En ese periodo ocurre una reducción sustancial de la materia gris y se pierden miles de millones de conexiones, lo que explica los bruscos cambios en los estados anímicos de los adolescentes (más agudos en las mujeres que en los hombres), las depresiones frecuentes, los momentos de rebeldía contra la autoridad y tantos otros rasgos que asociamos a esa crucial coyuntura del desarrollo fisiológico y cognitivo de nuestra curiosa especie.
La última región del cerebro que se estabiliza o madura es la corteza prefrontal, precisamente donde se forjan las criterios y decisiones que relacionamos con las tareas cívicas vinculadas a las actividades de elegir y ser electos.
Supuestamente, ambas funciones deben estar asociadas a la capacidad de razonar serenamente, y, como suelen decir los aburridos formularios legales, “en plenitud de las facultades mentales”, algo que no suele alcanzarse, repito, hasta que termina dentro de nuestros cerebros la estremecedora sacudida de la adolescencia.
Todos hemos recorrido ese camino y, los más viejos, hemos visto pasar por ese trance a nuestros hijos y nietos. Es una edad maravillosa para enamorarse, para adquirir deliciosos hábitos permanentes como el cine, la literatura o la música. Ahí termina de forjarse nuestra identidad. “Uno forma parte de donde pasó su adolescencia”, intuyó y aseguró, con razón, Goethe.
También, claro, en esa etapa se pueden adquirir costumbres perniciosas como el consumo de drogas, debido a un rasgo muy peligroso asociado al periodo: la incapacidad para medir los riesgos, la audacia sin límites porque nos creemos invulnerables al daño físico.
En suma, no sólo es un error darles el voto a los adolescentes. Es un crimen. Es convertirlos en carne de cañón de los políticos demagogos, como ya lo son, a veces, de los ejércitos y de algunos grupos violentos. Es, también, una forma perversa de abusar de ellos.
www.firmaspress.com
© Firmas Press
Naturalmente, muchos argentinos desconfían de la medida. Piensan que se trata de una maniobra de la presidente Cristina Fernández para fortalecer sus huestes (su popularidad ha caído en picado hasta el 35%) si finalmente el peronismo decide volver a cambiar la Constitución para admitir la reelección.
Ya se sabe que los políticos son animales feroces que se alimentan de votos insaciablemente. Algunos de los mayores disparates de la historia del parlamentarismo se han perpetrado durante la cacería de electores.
Los congresistas y senadores de Estados Unidos prohibieron el consumo de alcohol en los años veinte del siglo pasado para cortejar el inminente voto femenino que estaba a punto de aprobarse.
Como, desde el XIX, la militancia feminista, además de ser sufragista, participaba en las “ligas de temperancia”, unas organizaciones que preconizaban la persecución del vicio de beber, corrieron a complacer a estas aguerridas damas para ser recompensados en las urnas.
Así nacieron Al Capone y sus “gatillos alegres” en la época de la prohibición. Eran los hijos bastardos, no deseados, de la lujuria electoral de los políticos.
Los argentinos han revivido un viejo debate. La tendencia planetaria es a reducir cada vez más el comienzo del ejercicio de ese privilegio. (No es exactamente un derecho porque se otorga o se pierde a discreción de los legisladores).
Hoy la mayor parte de los países han adoptado la frontera de los 18 años, pero algunos la han situado en los 16. En América Latina, los ciudadanos de Cuba, Nicaragua y Ecuador votan a los 16 años. No son exactamente democracias y el voto no sirve para mucho en esos países, pero Austria, que sí lo es, se comporta de la misma manera en este asunto.
En definitiva, ¿cuál es la edad adecuada para elegir y ser electos? Según sabemos hoy día, como promedio, la edad razonable debe situarse después de los veinte años. Es en ese punto cuando el cerebro de las personas ha alcanzado su madurez fisiológica, poniéndole fin al tempestuoso proceso que ocurre dentro del cráneo entre los doce y los veinte años de edad, la terrible etapa de la adolescencia.
En ese periodo ocurre una reducción sustancial de la materia gris y se pierden miles de millones de conexiones, lo que explica los bruscos cambios en los estados anímicos de los adolescentes (más agudos en las mujeres que en los hombres), las depresiones frecuentes, los momentos de rebeldía contra la autoridad y tantos otros rasgos que asociamos a esa crucial coyuntura del desarrollo fisiológico y cognitivo de nuestra curiosa especie.
La última región del cerebro que se estabiliza o madura es la corteza prefrontal, precisamente donde se forjan las criterios y decisiones que relacionamos con las tareas cívicas vinculadas a las actividades de elegir y ser electos.
Supuestamente, ambas funciones deben estar asociadas a la capacidad de razonar serenamente, y, como suelen decir los aburridos formularios legales, “en plenitud de las facultades mentales”, algo que no suele alcanzarse, repito, hasta que termina dentro de nuestros cerebros la estremecedora sacudida de la adolescencia.
Todos hemos recorrido ese camino y, los más viejos, hemos visto pasar por ese trance a nuestros hijos y nietos. Es una edad maravillosa para enamorarse, para adquirir deliciosos hábitos permanentes como el cine, la literatura o la música. Ahí termina de forjarse nuestra identidad. “Uno forma parte de donde pasó su adolescencia”, intuyó y aseguró, con razón, Goethe.
También, claro, en esa etapa se pueden adquirir costumbres perniciosas como el consumo de drogas, debido a un rasgo muy peligroso asociado al periodo: la incapacidad para medir los riesgos, la audacia sin límites porque nos creemos invulnerables al daño físico.
En suma, no sólo es un error darles el voto a los adolescentes. Es un crimen. Es convertirlos en carne de cañón de los políticos demagogos, como ya lo son, a veces, de los ejércitos y de algunos grupos violentos. Es, también, una forma perversa de abusar de ellos.
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