Nunca debimos ir a Afganistán
- César Vidal
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Nunca debimos ir a Afganistán
01 Sep 2021 15:13
Sin duda, algunos de los lectores conocerán aquel chiste que relata como un hombre es arrestado por la policía por asesinar a un vecino. Al ser interrogado por las razones de su crimen, el detenido responde: “Es que mi vecino era judío”. El policía, sorprendido, le dice: “¿Y usted cree que ése es un motivo para matarlo?”. “Es que”, aduce en su defensa el detenido, “los judíos asesinaron a Cristo”. “Ya”, dice el policía, “¡¡¡pero eso sucedió hace dos mil años!!!”. A lo que el arrestado repone: “Si, pero es que yo me he enterado esta mañana”. El chiste dejaba de manifiesto el absurdo del antisemitismo como una odiosa mezcla de ignorancia, fanatismo y ataque contra inocentes, pero lo he recordado mucho estos días al ver la reacción de los medios de comunicación y de las diversas poblaciones frente al desastre en que está concluyendo la invasión de Afganistán. De repente, todos parecen enterarse de que Afganistán existe y de que lo invadimos y - lo que es más doloroso - de que todo ha sido un desastre. Sin embargo, al igual que sucedía con el protagonista del chiste, la situación venía de lejos y era totalmente previsible que acabaría mal. A decir verdad, el autor de estas líneas ya le dedicó un editorial en la temporada pasada del programa La Voz anunciándolo.
La Historia de los errores occidentales en Afganistán viene de lejos aunque nadie ha querido aprender las lecciones. Por no irnos demasiado atrás en el tiempo, deberíamos recordar la guerra anglo-afgana de 1839. A esas alturas, el imperio británico estaba obsesionado con una expansión rusa de la que ahora sabemos que no existía el menor peligro. Es posible que en esa obsesión pesara el temor a una potencia militar rusa que había aniquilado a Napoleón en 1812 y que, con posterioridad, había conseguido que los cosacos abrevaran sus caballos en el río Sena, en París. Rusia no mostró ningún interés por extenderse en occidente ni tampoco por apoderarse de la India, pero el imperio británico creía en esta última posibilidad y para supuestamente neutralizarla decidió invadir Afganistán. Encontrar una excusa fue fácil.
Cuando Dost Mohammed Khan se negó a expulsar de su corte a un enviado ruso - ¿por qué hubiera tenido que hacerlo? - el ejército de la Compañía británica de las Indias occidentales invadió Afganistán. Al principio, todo fue bien y en agosto de 1839, los británicos entraron en Kabul instalando en el trono a un monarca títere. No disfrutaron mucho del éxito. El 2 de noviembre de 1841, un hijo de Dost Muhammad, llamado Akbar Khan se sublevó contra los británicos y su rey marioneta. El ejército británico que ocupaba Kabul fue triturado y el resto de las fuerzas británicas, en el curso de la retirada, sufrieron unas pérdidas espectaculares en lo que fue uno de los peores desastres de tropas coloniales frente a una resistencia nativa. Dost Muhammad recuperó su trono y – como era de esperar – Rusia no atacó la India.
En 1878, los británicos volvieron a invadir Afganistán con la misma excusa: la supuesta – y falsa – amenaza de Rusia para la India. El episodio fue muy parecido. Los británicos obtuvieron una victoria militar inicial, pero en 1881, se vieron obligados a retirarse. De manera bien significativa, la retirada estuvo precedida por el anuncio de que las afganas castrarían a los prisioneros de guerra no-afganos y los ahogarían orinando sobre su boca hasta ahogarlos. Sin comentarios.
No fue mejor la tercera guerra en 1919. De nuevo, los británicos invadieron Afganistán y esta vez utilizaron la aviación para bombardear ciudades. El rey de Afganistán se preguntó – en público y con no poca ingenuidad – cómo era posible que los británicos hubieran condenado los bombardeos de Londres por los zepelines alemanes y ahora hicieran lo mismo sobre Kabul. La pregunta se respondía sola, pero, en cualquier caso, los británicos tuvieron que retirarse por tercera vez reconociendo a Afganistán una mayor autonomía de la que ya disfrutaba. Como ejemplo de obcecación y fracaso propios de una visión imperialista, las tres guerras anglo-afganas son dignas de estudio.
De hecho, la lección de Afganistán en parte fue entendida porque, en adelante, los británicos se guardaron de invadir la nación a pesar de que Rusia se vio sometida a una dictadura comunista y de que el imperio británico no se retiró de India hasta 1948.
La siguiente intervención occidental en Afganistán tendría lugar varias décadas después, sería semillero de enormes desastres para occidente y nacería no poco no de un frío análisis de los intereses nacionales de Estados Unidos sino de las agendas personales de los protagonistas. Como es sabido, en 1978, los integristas islámicos de Afganistán – los mismos que ahora han derrotado al ejército de Estados Unidos y a sus aliados – se alzaron contra el gobierno afgano. Hasta finales de 1979, las autoridades afganas intentaron sofocar la revuelta, pero resultó evidente que no lo podrían hacer por si mismas y solicitaron la ayuda de la Unión soviética. Se puede discutir si acudir en ayuda del gobierno de una nación en una guerra civil es o no una invasión – sin duda, así lo vieron los extremistas islámicos – pero así se presentó en occidente.
En circunstancias de sensatez estratégica, Estados Unidos no debería haber entrado en el conflicto disfrutando del espectáculo del desgaste del ejército soviético. Sin embargo, la poderosa personalidad de Zbigniew Kazimierz Brzezinski impulsaría a Estados Unidos en otra dirección. Hijo de un diplomático polaco, Brzezinski estaba en Canadá cuando Hitler invadió Polonia en 1939 y, junto a su familia, se quedó en el continente americano. Defensor absoluto de la agenda globalista – ya en aquel entonces – Brzezinski contempló la guerra de Afganistán, según sus propias palabras, como la ocasión para que, por primera vez, en doscientos años, un polaco pateara a los rusos. Uno puede comprender que Brzezinski deseara patear a los rusos; uno puede comprender que pasara por alto cómo Polonia, históricamente, agredió primero a Rusia y en más ocasiones; uno puede comprender que no quisiera recordar cómo Polonia fue una nación excepcionalmente agresiva contra sus vecinos en el período entre guerras. Todo eso, a fin de cuentas, es humano, pero lo que le parece intolerable al autor de estas líneas es que un polaco aprovechara su posición de poder en Estados Unidos no para favorecer los intereses nacionales de Estados Unidos sino para intentar compensar sus frustraciones personales.
De manera bien reveladora, Brzezinski derivó su estrategia anti-soviética en la zona en un supuesto enunciado y ejecutado por los nazis y ya propuesto al OSS y la CIA décadas atrás: usar a los grupos musulmanes – que, a fin de cuentas, creían en Dios – contra la atea Unión soviética. Para un ignorante, el enunciado podía sonar bien, pero las consecuencias serían devastadoras. Con la ayuda de Pakistán, Estados Unidos se dedicó a reclutar combatientes islámicos – muyahidín – que entraban en Afganistán y combatían a los soviéticos. En un momento determinado, aquellos personajes llegaron hasta de Europa donde, por cierto, años después la NATO crearía una república islámica en Bosnia.
Personalmente, estoy convencido de que los soviéticos hubieran sido derrotados de todas formas por los afganos sin necesidad de crear organizaciones islámicas que los combatieran, pero, de manera comprensible, Brzezinski se atribuyó la victoria en Afganistán e incluso, unos años después, tuvimos que presenciar el sórdido espectáculo de los integristas islámicos visitando la Casa Blanca donde el presidente Reagan los denominó “freedom fighters” e incluso los comparó con los Padres fundadores de Estados Unidos. Incluso aceptando que la política de intervención en Afganistán fuera acertada – y, personalmente, quien escribe esto piensa todo lo contrario – debe reconocerse que al presidente Reagan se le fue la mano en las alabanzas pronunciadas en honor de aquellos sujetos, los mismos que derrotarían al ejército de su país unos años después.
La Unión soviética se desplomó, los que poco o nada contribuyeron a ese resultado se lo atribuyeron como mérito propio y nadie sospechó que uno de los combatientes en Afganistán contra los soviéticos, llamado Osama bin Laden, nos podría dar el menor disgusto. Por el contrario, en un imprudente ejercicio de una conducta que los antiguos griegos denominaron “hybris”, en Estados Unidos, se forjó todo un plan de dominio mundial que, supuestamente, era realizable. Su nombre fue el Project for the New American Century o PNAC. Fundado como un think tank en 1997, el PNAC pretendía asegurar una absoluta hegemonía mundial de Estados Unidos sobre la base de intervenciones armadas en distintos puntos del globo. El texto fundacional del PNAC reconocía que la opinión pública americana no aceptaría semejante plan salvo que se produjera un “nuevo Pearl Harbor”, pero no parecía inquieto porque tal eventualidad no tuviera lugar.
Al igual que había sucedido con Brzezinski, los redactores del PNAC tenían también una agenda personal geo-estratégica que no coincidía necesariamente con los intereses de Estados Unidos. Era el caso de Paul Wolfowitz o de Richard Perle, ambos judíos muy vinculados con lobbies sionistas y totalmente decididos a subordinar la política exterior de los Estados Unidos a lo que consideraban los intereses del estado de Israel. Como en el caso del polaco Brzezinski, sus intenciones podían ser comprensible, pero una cuestión diferente es que fueran, siquiera de lejos, lo mejor para los intereses de Estados Unidos. El PNAC se disolvió en 2006 cuando había quedado más que de manifiesto su fracaso y, al menos en parte, el daño inmenso que había causado a los Estados Unidos, pero antes sucedieron acontecimientos de no escasa relevancia como, por ejemplo, arrastrarían a esta nación a Afganistán.
Primero, tuvo lugar la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca con un equipo en el que se encontraba no poca gente vinculada directamente al PNAC. Luego vinieron los terribles atentados del 11-S que, sin duda, sacudieron a la opinión pública americana y que fueron relacionados con una de las personas a las que habíamos armado y ayudado a combatir en Afganistán: Osaba bin Laden. Finalmente, tuvo lugar la intervención en Afganistán que está acabando estos días de manera vergonzosa.
El PNAC había anunciado una cadena de intervenciones armadas en el planeta, en teoría, para favorecer la hegemonía americana, pero, en la práctica, más vinculadas a intereses de determinados lobbies. El documento fundacional del PNAC señalaba acertadamente que el pueblo americano no tenía ningún deseo de entrar en esos conflictos, pero que un nuevo Pearl Harbor podía cambiar la situación. Ese Pearl Harbor llegó ciertamente el 11-S, una sucesión de atentados terroristas que se relacionaron precisamente con uno de “nuestros hombres en Afganistán”: Osama bin Laden. Invadir Afganistán, sin duda, se había colocado al alcance de la mano.
Así, en el año 2001, comenzó la guerra de Afganistán. La invasión de esta nación asiática por Estados Unidos y sus aliados fue justificada como un intento de capturar a Osama Bin Laden, señalado como culpable de los atentados del 11-S. Con anterioridad, el gobierno afgano de los taliban se había mostrado dispuesto a arrestar y entregar a Bin Laden a Estados Unidos, pero sólo si se le proporcionaban alguna pruebas de que había sido el autor de los atentados del 11-S. Puede desagradar la condición, pero resulta absolutamente razonable y conforme al derecho internacional en materia de extradición. El gobierno de Estados Unidos se negó a entregar esas pruebas al gobierno de Afganistán y calificó sus escrúpulos legales como una mera maniobra dilatoria para no entregar a Bin Laden.
A pesar de que la negativa de los taliban a entregar a Bin Laden fue el argumento utilizado para justificar la invasión de Afganistán, diferentes fuentes apuntaron a que la causa real se encontraba en la negativa de los taliban a permitir que la compañía americana Unocal Corporation construyera un oleoducto en suelo afgano de mil ochocientos kilómetros de longitud y con una capacidad de transporte de un millón de barriles al día. El oleoducto costaría dos mil quinientos millones de dólares y permitiría arrancar a Rusia y a Irán la excelente posición de que disfrutaban en el transporte de petróleo desde Turkmenistán hasta el Golfo pérsico. El oleoducto, finalmente, comenzó a tenderse en 2018 una vez que los taliban aceptaron su establecimiento.
Naturalmente, la invasión vino precedida de una machacona propaganda que insistía en que se iba a hacer justicia por los atentados del 11-S y además se acabaría con el gobierno bárbaro de los taliban que, por ejemplo, oprimía a las mujeres. Que los otrora freedom fighters de Afganistán semejantes a los Padres fundadores se hubieran convertido en terroristas opresores de las mujeres no parece que llamara mucho la atención en Occidente, pero en otras partes del mundo fue contemplado como un ejercicio descarnado de hipocresía encaminado a justificar una invasión carente de justificación alguna.
Al producirse la invasión de Afganistán, como en episodios históricos previos, el gobierno taliban se vio obligado a abandonar la capital Kabul en medio de intensos bombardeos, pero no se rindió. Por añadidura, Bin Laden no apareció por ninguna parte rumoreándose que había huido a Pakistán.
En el año 2002, el ejército americano lanzó la Operación Anaconda contra los taliban mientras el gobierno de Estados Unidos ya estaba planeando la invasión de Irak. En el año 2003, el presidente Bush anunció que la guerra de Afganistán había concluido y que la NATO – bien lejos de su escenario habitual en Europa central y del este – se ocuparía de la pacificación del país. En su momento de mayor relevancia, contó con un ejército de 130.000 efectivos procedentes de 50 países incluida España. El escenario quedaba abierto para la invasión de Irak en busca de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.
En 2004, los afganos votaron una nueva constitución lo que podía dar la impresión de que la guerra había llevado la democracia y la libertad a Asia central. La realidad es que los taliban seguían resistiendo a las fuerzas extranjeras de ocupación con el mismo encarnizamiento al menos como habían hecho contra los soviéticos. Para ellos, eran invasores extranjeros exactamente igual.
En 2005, el presidente Bush y el presidente afgano Karzai firmaron un acuerdo que permitía a las tropas americanas el libre acceso a las dependencias militares afganas. Los resultados fueron decepcionantes. Un ataque aéreo americano en 2006 contra Damadola en Pakistán no logró dar muerte a un solo miembros de Al Qaeda mientras que los taliban se mostraban irreductibles. A pesar del aumento de las operaciones militares y de una represión que muchas veces se reveló más dura que inteligente, la violencia se incrementó en Afganistán con unos taliban que se mostraban imposibles de vencer. De hecho, poco a poco, se fue descubriendo que el uso de sobornos, de tortura y de asesinatos no estaba asentando el nuevo régimen frente a los taliban. Cuando Bush salió de la Casa Blanca, Afganistán no sólo no era una guerra ganada como había pretendido años atrás sino que se estaba revelando como un conflicto del que resultaba imposible que Estados Unidos no saliera derrotado.
En 2009, Barck Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos. El nuevo presidente envió otros 17.000 soldados a Afganistán en abril y prometió enviar a otros 30.000 en diciembre. Igualmente nombró al general McChrystal como nuevo comandante militar. Los afganos reeligieron a Karzai en medio de acusaciones de fraude electoral.
En 2010, la NATO aceptó enviar más tropas a Afganistán para combatir a los taliban si bien prometió que en 2014 entregaría la defensa a los afganos. El general McChrystal fue sustituido por el general David Petraeus mientras las elecciones parlamentarias de Afghanistán quedaban salpicadas por las acusaciones de fraude. Por supuesto, en Occidente, se nos insistía en que los sucesivos generales americanos eran excelentes militares que estaban acabando la guerra, pero la realidad era muy diferente.
En 2011, se proclamó la muerte de Osama bin Laden a manos de Fuerzas especiales americanas. El por qué no se optó mejor por capturarlo, interrogarlo y juzgarlo es uno de esos enigmas que, seguramente, nunca tendrá respuesta. Tras una década de combates, el gobierno americano anunció conversaciones de paz con los taliban.
En 2012, a pesar de los anuncios de retirada de tropas llevados a cabo por Obama, los taliban interrumpieron las conversaciones de paz en la convicción de que, finalmente, ganarían la guerra.
En 2013, al reducirse el papel de las fuerzas americanas al entrenamiento y el apoyo, los taliban reiniciaron las conversaciones de paz. A esas alturas, la influencia de los taliban ya era mayor que la de Karzai. La situación recordaba extraordinariamente la de la guerra de Vietnam.
En 2014, Obama anunció la retirada final de tropas americanas de Afganistán, pero lo cierto es que permanecieron en suelo afgano cerca de diez mil efectivos supuestamente en tareas de entrenamiento de tropas afganas.
En 2016, el Departamento de defensa solicitó fondos para las tropas americanas en Afganistán así como otros destinados al entrenamiento y equipamiento de las fuerzas contrarias a Al – Assad en Siria. Al año siguiente, el Departamento de Defensa solicitó cincuenta y ocho mil ochocientos millones de dólares para llevar a cabo la operación Centinela de la libertad en Afganistán y la Operación Resolución inherente en Iraq. Ambas guerras seguían vivas y Estados Unidos perdía ambas de manera escandalosa aunque la mayoría de Occidente no era consciente de ello. Ese mismo año de 2017, el gobierno de Estados Unidos dejó de dar la cifra de soldados que tenía en Afganistán seguramente para retardar que se sacaran conclusiones ineludibles.
En 2018, en un intento de doblegar a una resistencia taliban que estaba reconquistando Afganistán palmo a palmo, las fuerzas americanas lanzaron más bombas y explosivos que en ningún otro año de la guerra.
En 2019, Estados Unidos volvió a superar el record de bombardeos en Afganistán, pero la resistencia taliban continuó recuperando territorio afgano de manos americanas. De manera bastante realista, el presidente Trump inició nuevas conversaciones con los taliban para alcanzar un acuerdo de paz mientras se retrasaba el resultado de las elecciones afganas de 2019.
En 2020, Estados Unidos y los taliban firmaron un acuerdo de paz que equivalía a reconocer la victoria de estos últimos tras casi veinte años de guerra. No debió ser un trago agradable para el presidente Trump, pero hay que decir en honor a la verdad que no existían otras salidas y que era un paso que tenía que haberse dado tiempo antes.
En 2021, finalmente, el presidente Biden anunció la retirada definitiva de Afganistán y, de manera inevitable, ha quedado de manifiesto la derrota de Estados Unidos en la guerra más prolongada de su Historia. El coste de ese fracaso no ha sido pequeño. De hecho, la victoria de los taliban en la guerra de Afganistán ha ido unida a cifras de pérdidas humanas nada desdeñables que superan en su conjunto las ciento treinta mil muertes. De ellas, cuatro mil son de soldados americanos y aliados y contratistas civiles; 62.000 pertenecen a las fuerzas armadas afganas, 31.000 han sido civiles afganos y una cifra posiblemente superior corresponde a los taliban. No se trata de un pequeño tributo para una nación de treinta millones de habitantes.
A estas cifras humanas hay que sumar que el coste del tratamiento de los veteranos de guerra durante los próximos cuarenta años superará el trillón de dólares. Por añadidura, los americanos afectados por daños cerebrales traumáticos en Afganistán e Iraq rozan la cifra de 350.000. Súmese que cada día casi veinte veteranos de Afganistán e Iraq se suicidan hasta tal punto que el 62 por ciento de los veteranos de estas guerras conoce a algún compañero que se ha suicidado. De hecho, los veteranos de ambas guerras consideran que el suicidio es el problema principal.
Aunque las familias americanas no han sentido el impacto de la guerra de Afganistán de manera semejante a Vietnam al no existir el reclutamiento ni impuestos directos relacionados con ella, lo cierto es que las guerras orientales se han traducido en el pago añadido de 453.000 millones de dólares de deuda pública.
De hecho, Afganistán ha sido la guerra más cara de la Historia de los Estados Unidos con la excepción de la Segunda guerra mundial que costó 4.1 trillones de dólares actualizados. La guerra de Afganistán – la más larga de la Historia de Estados Unidos – ha costado desde 2001 hasta 2020 novecientos setenta y ocho mil millones de dólares. La cifra del coste de la guerra de Afganistán podría ser incluso mayor si se tienen en cuenta los costes presupuestarios del Departamento de defensa y del Departamento de asuntos de los veteranos. Así junto a los novecientos ochenta mil millones de dólares ya mencionados, el gasto en defensa aumentó de 343.000 millones en el año 2000 a 633.000 millones en el 2020. De manera semejante, el departamento de asuntos de veteranos aumentó su presupuesto en ciento setenta y cinco mil millones de dólares en el mismo período. Ambas cifras se relacionan también con la guerra de Irak.
No cabe duda de que el inmenso desastre de esta guerra no puede minimizarse y mucho menos pueden quedar sus lecciones reducidas al hecho de que los musulmanes maltratan a las mujeres. Sin embargo, de las lecciones de esta guerra me ocuparé en un próximo aporte a este Foro.
La Historia de los errores occidentales en Afganistán viene de lejos aunque nadie ha querido aprender las lecciones. Por no irnos demasiado atrás en el tiempo, deberíamos recordar la guerra anglo-afgana de 1839. A esas alturas, el imperio británico estaba obsesionado con una expansión rusa de la que ahora sabemos que no existía el menor peligro. Es posible que en esa obsesión pesara el temor a una potencia militar rusa que había aniquilado a Napoleón en 1812 y que, con posterioridad, había conseguido que los cosacos abrevaran sus caballos en el río Sena, en París. Rusia no mostró ningún interés por extenderse en occidente ni tampoco por apoderarse de la India, pero el imperio británico creía en esta última posibilidad y para supuestamente neutralizarla decidió invadir Afganistán. Encontrar una excusa fue fácil.
Cuando Dost Mohammed Khan se negó a expulsar de su corte a un enviado ruso - ¿por qué hubiera tenido que hacerlo? - el ejército de la Compañía británica de las Indias occidentales invadió Afganistán. Al principio, todo fue bien y en agosto de 1839, los británicos entraron en Kabul instalando en el trono a un monarca títere. No disfrutaron mucho del éxito. El 2 de noviembre de 1841, un hijo de Dost Muhammad, llamado Akbar Khan se sublevó contra los británicos y su rey marioneta. El ejército británico que ocupaba Kabul fue triturado y el resto de las fuerzas británicas, en el curso de la retirada, sufrieron unas pérdidas espectaculares en lo que fue uno de los peores desastres de tropas coloniales frente a una resistencia nativa. Dost Muhammad recuperó su trono y – como era de esperar – Rusia no atacó la India.
En 1878, los británicos volvieron a invadir Afganistán con la misma excusa: la supuesta – y falsa – amenaza de Rusia para la India. El episodio fue muy parecido. Los británicos obtuvieron una victoria militar inicial, pero en 1881, se vieron obligados a retirarse. De manera bien significativa, la retirada estuvo precedida por el anuncio de que las afganas castrarían a los prisioneros de guerra no-afganos y los ahogarían orinando sobre su boca hasta ahogarlos. Sin comentarios.
No fue mejor la tercera guerra en 1919. De nuevo, los británicos invadieron Afganistán y esta vez utilizaron la aviación para bombardear ciudades. El rey de Afganistán se preguntó – en público y con no poca ingenuidad – cómo era posible que los británicos hubieran condenado los bombardeos de Londres por los zepelines alemanes y ahora hicieran lo mismo sobre Kabul. La pregunta se respondía sola, pero, en cualquier caso, los británicos tuvieron que retirarse por tercera vez reconociendo a Afganistán una mayor autonomía de la que ya disfrutaba. Como ejemplo de obcecación y fracaso propios de una visión imperialista, las tres guerras anglo-afganas son dignas de estudio.
De hecho, la lección de Afganistán en parte fue entendida porque, en adelante, los británicos se guardaron de invadir la nación a pesar de que Rusia se vio sometida a una dictadura comunista y de que el imperio británico no se retiró de India hasta 1948.
La siguiente intervención occidental en Afganistán tendría lugar varias décadas después, sería semillero de enormes desastres para occidente y nacería no poco no de un frío análisis de los intereses nacionales de Estados Unidos sino de las agendas personales de los protagonistas. Como es sabido, en 1978, los integristas islámicos de Afganistán – los mismos que ahora han derrotado al ejército de Estados Unidos y a sus aliados – se alzaron contra el gobierno afgano. Hasta finales de 1979, las autoridades afganas intentaron sofocar la revuelta, pero resultó evidente que no lo podrían hacer por si mismas y solicitaron la ayuda de la Unión soviética. Se puede discutir si acudir en ayuda del gobierno de una nación en una guerra civil es o no una invasión – sin duda, así lo vieron los extremistas islámicos – pero así se presentó en occidente.
En circunstancias de sensatez estratégica, Estados Unidos no debería haber entrado en el conflicto disfrutando del espectáculo del desgaste del ejército soviético. Sin embargo, la poderosa personalidad de Zbigniew Kazimierz Brzezinski impulsaría a Estados Unidos en otra dirección. Hijo de un diplomático polaco, Brzezinski estaba en Canadá cuando Hitler invadió Polonia en 1939 y, junto a su familia, se quedó en el continente americano. Defensor absoluto de la agenda globalista – ya en aquel entonces – Brzezinski contempló la guerra de Afganistán, según sus propias palabras, como la ocasión para que, por primera vez, en doscientos años, un polaco pateara a los rusos. Uno puede comprender que Brzezinski deseara patear a los rusos; uno puede comprender que pasara por alto cómo Polonia, históricamente, agredió primero a Rusia y en más ocasiones; uno puede comprender que no quisiera recordar cómo Polonia fue una nación excepcionalmente agresiva contra sus vecinos en el período entre guerras. Todo eso, a fin de cuentas, es humano, pero lo que le parece intolerable al autor de estas líneas es que un polaco aprovechara su posición de poder en Estados Unidos no para favorecer los intereses nacionales de Estados Unidos sino para intentar compensar sus frustraciones personales.
De manera bien reveladora, Brzezinski derivó su estrategia anti-soviética en la zona en un supuesto enunciado y ejecutado por los nazis y ya propuesto al OSS y la CIA décadas atrás: usar a los grupos musulmanes – que, a fin de cuentas, creían en Dios – contra la atea Unión soviética. Para un ignorante, el enunciado podía sonar bien, pero las consecuencias serían devastadoras. Con la ayuda de Pakistán, Estados Unidos se dedicó a reclutar combatientes islámicos – muyahidín – que entraban en Afganistán y combatían a los soviéticos. En un momento determinado, aquellos personajes llegaron hasta de Europa donde, por cierto, años después la NATO crearía una república islámica en Bosnia.
Personalmente, estoy convencido de que los soviéticos hubieran sido derrotados de todas formas por los afganos sin necesidad de crear organizaciones islámicas que los combatieran, pero, de manera comprensible, Brzezinski se atribuyó la victoria en Afganistán e incluso, unos años después, tuvimos que presenciar el sórdido espectáculo de los integristas islámicos visitando la Casa Blanca donde el presidente Reagan los denominó “freedom fighters” e incluso los comparó con los Padres fundadores de Estados Unidos. Incluso aceptando que la política de intervención en Afganistán fuera acertada – y, personalmente, quien escribe esto piensa todo lo contrario – debe reconocerse que al presidente Reagan se le fue la mano en las alabanzas pronunciadas en honor de aquellos sujetos, los mismos que derrotarían al ejército de su país unos años después.
La Unión soviética se desplomó, los que poco o nada contribuyeron a ese resultado se lo atribuyeron como mérito propio y nadie sospechó que uno de los combatientes en Afganistán contra los soviéticos, llamado Osama bin Laden, nos podría dar el menor disgusto. Por el contrario, en un imprudente ejercicio de una conducta que los antiguos griegos denominaron “hybris”, en Estados Unidos, se forjó todo un plan de dominio mundial que, supuestamente, era realizable. Su nombre fue el Project for the New American Century o PNAC. Fundado como un think tank en 1997, el PNAC pretendía asegurar una absoluta hegemonía mundial de Estados Unidos sobre la base de intervenciones armadas en distintos puntos del globo. El texto fundacional del PNAC reconocía que la opinión pública americana no aceptaría semejante plan salvo que se produjera un “nuevo Pearl Harbor”, pero no parecía inquieto porque tal eventualidad no tuviera lugar.
Al igual que había sucedido con Brzezinski, los redactores del PNAC tenían también una agenda personal geo-estratégica que no coincidía necesariamente con los intereses de Estados Unidos. Era el caso de Paul Wolfowitz o de Richard Perle, ambos judíos muy vinculados con lobbies sionistas y totalmente decididos a subordinar la política exterior de los Estados Unidos a lo que consideraban los intereses del estado de Israel. Como en el caso del polaco Brzezinski, sus intenciones podían ser comprensible, pero una cuestión diferente es que fueran, siquiera de lejos, lo mejor para los intereses de Estados Unidos. El PNAC se disolvió en 2006 cuando había quedado más que de manifiesto su fracaso y, al menos en parte, el daño inmenso que había causado a los Estados Unidos, pero antes sucedieron acontecimientos de no escasa relevancia como, por ejemplo, arrastrarían a esta nación a Afganistán.
Primero, tuvo lugar la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca con un equipo en el que se encontraba no poca gente vinculada directamente al PNAC. Luego vinieron los terribles atentados del 11-S que, sin duda, sacudieron a la opinión pública americana y que fueron relacionados con una de las personas a las que habíamos armado y ayudado a combatir en Afganistán: Osaba bin Laden. Finalmente, tuvo lugar la intervención en Afganistán que está acabando estos días de manera vergonzosa.
El PNAC había anunciado una cadena de intervenciones armadas en el planeta, en teoría, para favorecer la hegemonía americana, pero, en la práctica, más vinculadas a intereses de determinados lobbies. El documento fundacional del PNAC señalaba acertadamente que el pueblo americano no tenía ningún deseo de entrar en esos conflictos, pero que un nuevo Pearl Harbor podía cambiar la situación. Ese Pearl Harbor llegó ciertamente el 11-S, una sucesión de atentados terroristas que se relacionaron precisamente con uno de “nuestros hombres en Afganistán”: Osama bin Laden. Invadir Afganistán, sin duda, se había colocado al alcance de la mano.
Así, en el año 2001, comenzó la guerra de Afganistán. La invasión de esta nación asiática por Estados Unidos y sus aliados fue justificada como un intento de capturar a Osama Bin Laden, señalado como culpable de los atentados del 11-S. Con anterioridad, el gobierno afgano de los taliban se había mostrado dispuesto a arrestar y entregar a Bin Laden a Estados Unidos, pero sólo si se le proporcionaban alguna pruebas de que había sido el autor de los atentados del 11-S. Puede desagradar la condición, pero resulta absolutamente razonable y conforme al derecho internacional en materia de extradición. El gobierno de Estados Unidos se negó a entregar esas pruebas al gobierno de Afganistán y calificó sus escrúpulos legales como una mera maniobra dilatoria para no entregar a Bin Laden.
A pesar de que la negativa de los taliban a entregar a Bin Laden fue el argumento utilizado para justificar la invasión de Afganistán, diferentes fuentes apuntaron a que la causa real se encontraba en la negativa de los taliban a permitir que la compañía americana Unocal Corporation construyera un oleoducto en suelo afgano de mil ochocientos kilómetros de longitud y con una capacidad de transporte de un millón de barriles al día. El oleoducto costaría dos mil quinientos millones de dólares y permitiría arrancar a Rusia y a Irán la excelente posición de que disfrutaban en el transporte de petróleo desde Turkmenistán hasta el Golfo pérsico. El oleoducto, finalmente, comenzó a tenderse en 2018 una vez que los taliban aceptaron su establecimiento.
Naturalmente, la invasión vino precedida de una machacona propaganda que insistía en que se iba a hacer justicia por los atentados del 11-S y además se acabaría con el gobierno bárbaro de los taliban que, por ejemplo, oprimía a las mujeres. Que los otrora freedom fighters de Afganistán semejantes a los Padres fundadores se hubieran convertido en terroristas opresores de las mujeres no parece que llamara mucho la atención en Occidente, pero en otras partes del mundo fue contemplado como un ejercicio descarnado de hipocresía encaminado a justificar una invasión carente de justificación alguna.
Al producirse la invasión de Afganistán, como en episodios históricos previos, el gobierno taliban se vio obligado a abandonar la capital Kabul en medio de intensos bombardeos, pero no se rindió. Por añadidura, Bin Laden no apareció por ninguna parte rumoreándose que había huido a Pakistán.
En el año 2002, el ejército americano lanzó la Operación Anaconda contra los taliban mientras el gobierno de Estados Unidos ya estaba planeando la invasión de Irak. En el año 2003, el presidente Bush anunció que la guerra de Afganistán había concluido y que la NATO – bien lejos de su escenario habitual en Europa central y del este – se ocuparía de la pacificación del país. En su momento de mayor relevancia, contó con un ejército de 130.000 efectivos procedentes de 50 países incluida España. El escenario quedaba abierto para la invasión de Irak en busca de unas armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.
En 2004, los afganos votaron una nueva constitución lo que podía dar la impresión de que la guerra había llevado la democracia y la libertad a Asia central. La realidad es que los taliban seguían resistiendo a las fuerzas extranjeras de ocupación con el mismo encarnizamiento al menos como habían hecho contra los soviéticos. Para ellos, eran invasores extranjeros exactamente igual.
En 2005, el presidente Bush y el presidente afgano Karzai firmaron un acuerdo que permitía a las tropas americanas el libre acceso a las dependencias militares afganas. Los resultados fueron decepcionantes. Un ataque aéreo americano en 2006 contra Damadola en Pakistán no logró dar muerte a un solo miembros de Al Qaeda mientras que los taliban se mostraban irreductibles. A pesar del aumento de las operaciones militares y de una represión que muchas veces se reveló más dura que inteligente, la violencia se incrementó en Afganistán con unos taliban que se mostraban imposibles de vencer. De hecho, poco a poco, se fue descubriendo que el uso de sobornos, de tortura y de asesinatos no estaba asentando el nuevo régimen frente a los taliban. Cuando Bush salió de la Casa Blanca, Afganistán no sólo no era una guerra ganada como había pretendido años atrás sino que se estaba revelando como un conflicto del que resultaba imposible que Estados Unidos no saliera derrotado.
En 2009, Barck Obama llegó a la presidencia de Estados Unidos. El nuevo presidente envió otros 17.000 soldados a Afganistán en abril y prometió enviar a otros 30.000 en diciembre. Igualmente nombró al general McChrystal como nuevo comandante militar. Los afganos reeligieron a Karzai en medio de acusaciones de fraude electoral.
En 2010, la NATO aceptó enviar más tropas a Afganistán para combatir a los taliban si bien prometió que en 2014 entregaría la defensa a los afganos. El general McChrystal fue sustituido por el general David Petraeus mientras las elecciones parlamentarias de Afghanistán quedaban salpicadas por las acusaciones de fraude. Por supuesto, en Occidente, se nos insistía en que los sucesivos generales americanos eran excelentes militares que estaban acabando la guerra, pero la realidad era muy diferente.
En 2011, se proclamó la muerte de Osama bin Laden a manos de Fuerzas especiales americanas. El por qué no se optó mejor por capturarlo, interrogarlo y juzgarlo es uno de esos enigmas que, seguramente, nunca tendrá respuesta. Tras una década de combates, el gobierno americano anunció conversaciones de paz con los taliban.
En 2012, a pesar de los anuncios de retirada de tropas llevados a cabo por Obama, los taliban interrumpieron las conversaciones de paz en la convicción de que, finalmente, ganarían la guerra.
En 2013, al reducirse el papel de las fuerzas americanas al entrenamiento y el apoyo, los taliban reiniciaron las conversaciones de paz. A esas alturas, la influencia de los taliban ya era mayor que la de Karzai. La situación recordaba extraordinariamente la de la guerra de Vietnam.
En 2014, Obama anunció la retirada final de tropas americanas de Afganistán, pero lo cierto es que permanecieron en suelo afgano cerca de diez mil efectivos supuestamente en tareas de entrenamiento de tropas afganas.
En 2016, el Departamento de defensa solicitó fondos para las tropas americanas en Afganistán así como otros destinados al entrenamiento y equipamiento de las fuerzas contrarias a Al – Assad en Siria. Al año siguiente, el Departamento de Defensa solicitó cincuenta y ocho mil ochocientos millones de dólares para llevar a cabo la operación Centinela de la libertad en Afganistán y la Operación Resolución inherente en Iraq. Ambas guerras seguían vivas y Estados Unidos perdía ambas de manera escandalosa aunque la mayoría de Occidente no era consciente de ello. Ese mismo año de 2017, el gobierno de Estados Unidos dejó de dar la cifra de soldados que tenía en Afganistán seguramente para retardar que se sacaran conclusiones ineludibles.
En 2018, en un intento de doblegar a una resistencia taliban que estaba reconquistando Afganistán palmo a palmo, las fuerzas americanas lanzaron más bombas y explosivos que en ningún otro año de la guerra.
En 2019, Estados Unidos volvió a superar el record de bombardeos en Afganistán, pero la resistencia taliban continuó recuperando territorio afgano de manos americanas. De manera bastante realista, el presidente Trump inició nuevas conversaciones con los taliban para alcanzar un acuerdo de paz mientras se retrasaba el resultado de las elecciones afganas de 2019.
En 2020, Estados Unidos y los taliban firmaron un acuerdo de paz que equivalía a reconocer la victoria de estos últimos tras casi veinte años de guerra. No debió ser un trago agradable para el presidente Trump, pero hay que decir en honor a la verdad que no existían otras salidas y que era un paso que tenía que haberse dado tiempo antes.
En 2021, finalmente, el presidente Biden anunció la retirada definitiva de Afganistán y, de manera inevitable, ha quedado de manifiesto la derrota de Estados Unidos en la guerra más prolongada de su Historia. El coste de ese fracaso no ha sido pequeño. De hecho, la victoria de los taliban en la guerra de Afganistán ha ido unida a cifras de pérdidas humanas nada desdeñables que superan en su conjunto las ciento treinta mil muertes. De ellas, cuatro mil son de soldados americanos y aliados y contratistas civiles; 62.000 pertenecen a las fuerzas armadas afganas, 31.000 han sido civiles afganos y una cifra posiblemente superior corresponde a los taliban. No se trata de un pequeño tributo para una nación de treinta millones de habitantes.
A estas cifras humanas hay que sumar que el coste del tratamiento de los veteranos de guerra durante los próximos cuarenta años superará el trillón de dólares. Por añadidura, los americanos afectados por daños cerebrales traumáticos en Afganistán e Iraq rozan la cifra de 350.000. Súmese que cada día casi veinte veteranos de Afganistán e Iraq se suicidan hasta tal punto que el 62 por ciento de los veteranos de estas guerras conoce a algún compañero que se ha suicidado. De hecho, los veteranos de ambas guerras consideran que el suicidio es el problema principal.
Aunque las familias americanas no han sentido el impacto de la guerra de Afganistán de manera semejante a Vietnam al no existir el reclutamiento ni impuestos directos relacionados con ella, lo cierto es que las guerras orientales se han traducido en el pago añadido de 453.000 millones de dólares de deuda pública.
De hecho, Afganistán ha sido la guerra más cara de la Historia de los Estados Unidos con la excepción de la Segunda guerra mundial que costó 4.1 trillones de dólares actualizados. La guerra de Afganistán – la más larga de la Historia de Estados Unidos – ha costado desde 2001 hasta 2020 novecientos setenta y ocho mil millones de dólares. La cifra del coste de la guerra de Afganistán podría ser incluso mayor si se tienen en cuenta los costes presupuestarios del Departamento de defensa y del Departamento de asuntos de los veteranos. Así junto a los novecientos ochenta mil millones de dólares ya mencionados, el gasto en defensa aumentó de 343.000 millones en el año 2000 a 633.000 millones en el 2020. De manera semejante, el departamento de asuntos de veteranos aumentó su presupuesto en ciento setenta y cinco mil millones de dólares en el mismo período. Ambas cifras se relacionan también con la guerra de Irak.
No cabe duda de que el inmenso desastre de esta guerra no puede minimizarse y mucho menos pueden quedar sus lecciones reducidas al hecho de que los musulmanes maltratan a las mujeres. Sin embargo, de las lecciones de esta guerra me ocuparé en un próximo aporte a este Foro.
Reply to César Vidal
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