Como le suele pasar a muchos cubanos nativos, mi primer amor, en materia de deportes, fue “la pelota”. Y pongo la pelota entre comillas porque de niño nunca usé la palabra “beisbol”, a pesar de tantos otros juegos que incluyen una pelota (de diversos tamaños y siluetas) como hay. Hasta los ocho años, “la pelota” fue mi único deporte, y mi único equipo los alacranes del Almendares.
Hasta que La Revolución me hizo recalar en Buenos Aires , Perla del Plata, con ocho añitos y un frio que, todavía hoy –lo acabo de comprobar- me parte los labios. En ese extremo sur de nuestro atribulado continente, “la pelota” era otra, de cuero para los privilegiados como yo, o de trapo para los niños menos pudientes. Jugar a la pelota no requería ningún equipamiento ni indumentaria en particular; alcanzaba con dos arcos, muchas veces imaginarios (nada de tres palos, para los que jugaban con la de trapo) y un numero igual de voluntades de cada lado, por aquello de la equidad.
Pero a mi no había quien me quitara “la pelota” de mi cabecita, la pelota mía, la cubana. Y mi viejo me consiguió, en el club Ferrocarril Oeste de Caballito, que, según recuerdo era uno de los pocos donde se practicaba el beisbol en el Buenos Aires de entonces, un bate, tres o cuatro guantes y un par de pelotas. Me los llevé un sábado al campo de deportes de mi colegio inglés, y convencí al encargado de turno, Mr. Stanley, “to give baseball a try”… En un ejemplo mas del sentido común que caracteriza a los británicos, el hombre accedió al ejercicio como una forma de ampliar la cultura deportiva de mis compañeritos.
Mi viejo tenia un amigo de nombre Segundo, que le tiraba la pelota (la cubana) a su hijo al grito de “cachea Secundito” –yo lo llamaba tercerito- y nos decía que la de Catcher era la posición clave en un diamante de beisbol. Razón por la cual, aquella mañana helada de sábado en Ingeniero Maschwitz, exigí jugar de cátcher, al tiempo que les demostraba a mis compañeritos como batear la pelota que les tiraba Mr. Stanley. Y allí fue como aprendí porqué los catchers juegan con mascara (lo único que mi viejo no pudo conseguir en el club FCO): el primero que consiguió batear la pelota soltó el bate hacia atrás –lleno de entusiasmo y emoción- y lo estrelló contra mi tabique nasal.
Ese incidente facilitó mi transición al futbol, deporte nacional y pasión de multitudes en la Argentina. Pero no gracias a mi colegio, el Belgrano Day’s School, donde se veía al futbol como algo populachero (populista diríamos hoy) y se pretendía que todos los alumnos practicáramos el rugby. El rugby me costo una luxación crónica del hombro derecho que, después de dos operaciones, me persigue hasta hoy.
En resumen, de todos los deportes que he practicado –y he sido malísimo en todos ellos-, el único que me ha dejado indemne es el futbol. Siempre he sido “un tronco”, a pesar de jugarlo desde los 8 años -vistiendo siempre una camiseta del Almendares que hacia sospechar a mis compañeritos que yo era uruguayo, no cubano- pero siempre me ha enseñado –cada partido jugado, y hasta visto- algo nuevo. Porque de todos los deportes por equipo, el futbol es, en mi humilde opinión, el que mas espacio deja librado a la creatividad, a la inspiración, mas allá de la destreza física o atlética de quien lo practica. Por eso hablamos tanto de Messi, de Pelé, de Maradona, de Garrincha, de Di Stefano, del Nene Cubillas, del Pibe Valderrama, y hasta del loco Higuita, capaz de ser un artista desde debajo de esos tres palos tan esquivos para quienes solo les alcanza para la pelota de trapo.
Y el futbol es, además, un factor de integración para esta humanidad de hoy, tan dividida y hasta polarizada. Las pasiones que genera resultan, por lo general, en un lenguaje entendible para quienes hablan las mas diversas lenguas (aunque a veces esas mismas pasiones descarrilan, y llegan hasta a generar guerras, como la ocurrida entre Honduras y El Salvador en 1969). Es un fenómeno que viviremos muy pronto (sin guerras, espero) con el Campeonato Mundial en Rusia.
Aun así, y cubano al fin, nunca he abandonado ese primer amor por “la pelota”, deporte que también pudiera tener propiedades integradoras, especialmente para los cubanos, tan polarizados como estamos después de seis décadas de desencuentros y rencores.
Especialmente absurdo fue el ridículo que hicieron algunos cubanos expatriados cuando en la final de la primera edición del Clásico Mundial de Beisbol, en el año 2006, que enfrentó a Cuba contra Japón, optaron por desear y celebrar una victoria nipona sobre los cubanos.
No habrá transición en Cuba hasta que cada cubano haga su propia transición interna, hasta que no haya un solo cubano capaz de tergiversar la primera estrofa de nuestro himno nacional convirtiéndola en un “al combate corred japoneses”, nada mas que para satisfacer su ego malherido. Es un imperativo para quienes desean una verdadera transición en la isla.
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