Cien años de la revolución bolchevique y nada que celebrar
- Darío Acevedo Carmona
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Cien años de la revolución bolchevique y nada que celebrar
25 Oct 2017 21:20
La revolución bolchevique rusa cumple cien años. Fue uno de los sucesos más significativos y de gran repercusión en el siglo XX. Los países en los que se impuso el sistema comunista no celebrarán, pero, realizarán ceremonias de recordación de los millones de víctimas que causó.
Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, emergió como la cabeza de un pequeño partido marxista que luchaba contra el régimen zarista en una Rusia empobrecida, empantanada en la costosa gran guerra de 1914 a 1918, en la que reinaba un gran caos político, las elites estaban atomizadas, la mayoría de la población campesina sedienta de tierra, y con un abigarrado panorama de partidos, varios de los cuales enarbolaban la bandera de la república y la democracia como alternativa.
Los bolcheviques de Lenin, ortodoxos y dogmáticos marxistas enfrentaban un problema teórico porque el Manifiesto Comunista y otros textos de Marx y Engels, fundadores del movimiento, preveían que el socialismo se impondría primero en los países capitalistas desarrollados y Rusia no lo era.
Fue entonces cuando Lenin formuló su propia teoría, consistente en impulsar la revolución democrático-popular en países de capitalismo incipiente. Dicha teoría consistía en que los comunistas debían hacer alianzas con otras fuerzas para establecer la república, la odiada y falsa democracia burguesa y el capitalismo. (Véase de Lenin “Dos tácticas de la Socialdemocracia -comunismo- en la revolución democrática”).
Se trataba de reconocer un periodo de transición en el que ellos aplazaban el ideal socialista. La garantía de que ello discurriera sin poner en peligro la meta final era que el proceso estuviera bajo la dirección del partido comunista.
De esta forma se zanjó el dilema y Lenin se consagró como el gran continuador del marxismo, cuando, bien mirados los hechos, vendría a ser el primer gran revisionista de esa ideología.
Dotada de esa hoja de ruta, la facción bolchevique se integró a los movimientos que luchaban por derrocar el zarismo, establecer la república e instaurar la democracia que dieron su fruto entre los meses de marzo y octubre de 1917. Los bolcheviques participaron en elecciones no para fortalecer la democracia burguesa sino para utilizar los espacios que esta disponía para preparar el asalto definitivo al poder.
Sus consignas finamente elaboradas en consonancia con las duras circunstancias que vivía el país se convirtieron en un imán poderoso para las multitudes que querían pan, paz y tierra. En ese programa no asomaba su nariz el lobo comunista. Infiltraron el ejército, las industrias y los aparatos del paquidérmico estado zarista. Cuando las circunstancias fueron propicias a su designio proclamaron una consigna demoledora: “todo el poder a los soviets” organismos de representación encargados de la creación del nuevo orden republicano.
Lo que sucedió en aquel octubre marcaría profundamente la vida mundial en el siglo pasado porque fue el inició de la confrontación no solo teórica e ideológica sino material entre el sistema capitalista y el comunista. Hacia mediados del siglo, Rusia convertida en la Unión Soviética por la anexión y federación de varios países, la China de Mao, los países de Europa Oriental (la Cortina de Hierro) y unos pocos en África y América, constituían casi la mitad del mundo en población bajo el dominio comunista.
Sin embargo, hacia fines de los años ochenta ese sistema colapsó por la vía menos pensada, la implosión, a causa del desgaste ocasionado por su incapacidad para hacer realidad el paraíso terrenal para los pueblos. Millones de personas sucumbieron por hambre y por represión.
Feroces dictadores como Stalin, Mao, Pol Pot, Fidel, Ceasescu, impusieron el terror causando grandes desastres humanitarios. De aquel “todo el poder a los soviets” siguió la supuesta dictadura del proletariado, luego la del partido, de este pasó al Comité Central y después al Politburó, una auténtica guardia pretoriana para quien habría de ser el Secretario General del partido, el “Gran Líder” a quien la población y todas las instituciones debían obediencia ciega y amor incondicional.
Esa historia, que está saliendo a la luz pública, se fraguó a través de una fantástica manipulación de la información basada en la difusión permanente de noticias de un solo color que relataba los éxitos del modelo y desaparecía todo lo negativo. Maestros de la propaganda promovieron el uso sistemático de insignias, emblemas, consignas, e ideas fuerza para homogenizar las mentes y movilizar a la población en función de su líder. El culto a la personalidad, la eliminación sin juicio de toda voz discordante o disidente.
Quien no amara el socialismo estaba loco y era enviado a campos de concentración y reeducación.
El saldo que dejó es trágico y doloroso, un fracaso total en su idea de derrotar el capitalismo que ha sobrevivido a pesar de las actas de defunción pronosticadas como “crisis final”. Lenin, cual dios, terminó momificado y usado como icono de la revolución en la Plaza Roja de Moscú a la vista de fieles y turistas.
Veintisiete años después de ese sunami aún hay partidos y líderes que insisten. Por ejemplo, un dictador que convirtió el ideal del poder a los soviets en poder dinástico a la manera feudal y juega a la guerra nuclear. Un par de astutos dictadores que hicieron de una esplendorosa isla una famélica sociedad vigilada por una tenebrosa policía política cuya economía parásita se sostuvo con las dádivas soviéticas y hoy del petróleo de un vecino ricachón que siguiendo su ejemplo convirtió a uno de los países más ricos del mundo en uno de los más pobres.
Y en Colombia hay comunistas armados y desarmados, infiltrados por doquier, que intentan seguir ese derrotero, y como son bolcheviques no se puede bajar la guardia porque el curso de la política no es como un juego de dominó.
Darío Acevedo Carmona, 23 de octubre de 2017
Vladimir Ilich Ulianov, alias Lenin, emergió como la cabeza de un pequeño partido marxista que luchaba contra el régimen zarista en una Rusia empobrecida, empantanada en la costosa gran guerra de 1914 a 1918, en la que reinaba un gran caos político, las elites estaban atomizadas, la mayoría de la población campesina sedienta de tierra, y con un abigarrado panorama de partidos, varios de los cuales enarbolaban la bandera de la república y la democracia como alternativa.
Los bolcheviques de Lenin, ortodoxos y dogmáticos marxistas enfrentaban un problema teórico porque el Manifiesto Comunista y otros textos de Marx y Engels, fundadores del movimiento, preveían que el socialismo se impondría primero en los países capitalistas desarrollados y Rusia no lo era.
Fue entonces cuando Lenin formuló su propia teoría, consistente en impulsar la revolución democrático-popular en países de capitalismo incipiente. Dicha teoría consistía en que los comunistas debían hacer alianzas con otras fuerzas para establecer la república, la odiada y falsa democracia burguesa y el capitalismo. (Véase de Lenin “Dos tácticas de la Socialdemocracia -comunismo- en la revolución democrática”).
Se trataba de reconocer un periodo de transición en el que ellos aplazaban el ideal socialista. La garantía de que ello discurriera sin poner en peligro la meta final era que el proceso estuviera bajo la dirección del partido comunista.
De esta forma se zanjó el dilema y Lenin se consagró como el gran continuador del marxismo, cuando, bien mirados los hechos, vendría a ser el primer gran revisionista de esa ideología.
Dotada de esa hoja de ruta, la facción bolchevique se integró a los movimientos que luchaban por derrocar el zarismo, establecer la república e instaurar la democracia que dieron su fruto entre los meses de marzo y octubre de 1917. Los bolcheviques participaron en elecciones no para fortalecer la democracia burguesa sino para utilizar los espacios que esta disponía para preparar el asalto definitivo al poder.
Sus consignas finamente elaboradas en consonancia con las duras circunstancias que vivía el país se convirtieron en un imán poderoso para las multitudes que querían pan, paz y tierra. En ese programa no asomaba su nariz el lobo comunista. Infiltraron el ejército, las industrias y los aparatos del paquidérmico estado zarista. Cuando las circunstancias fueron propicias a su designio proclamaron una consigna demoledora: “todo el poder a los soviets” organismos de representación encargados de la creación del nuevo orden republicano.
Lo que sucedió en aquel octubre marcaría profundamente la vida mundial en el siglo pasado porque fue el inició de la confrontación no solo teórica e ideológica sino material entre el sistema capitalista y el comunista. Hacia mediados del siglo, Rusia convertida en la Unión Soviética por la anexión y federación de varios países, la China de Mao, los países de Europa Oriental (la Cortina de Hierro) y unos pocos en África y América, constituían casi la mitad del mundo en población bajo el dominio comunista.
Sin embargo, hacia fines de los años ochenta ese sistema colapsó por la vía menos pensada, la implosión, a causa del desgaste ocasionado por su incapacidad para hacer realidad el paraíso terrenal para los pueblos. Millones de personas sucumbieron por hambre y por represión.
Feroces dictadores como Stalin, Mao, Pol Pot, Fidel, Ceasescu, impusieron el terror causando grandes desastres humanitarios. De aquel “todo el poder a los soviets” siguió la supuesta dictadura del proletariado, luego la del partido, de este pasó al Comité Central y después al Politburó, una auténtica guardia pretoriana para quien habría de ser el Secretario General del partido, el “Gran Líder” a quien la población y todas las instituciones debían obediencia ciega y amor incondicional.
Esa historia, que está saliendo a la luz pública, se fraguó a través de una fantástica manipulación de la información basada en la difusión permanente de noticias de un solo color que relataba los éxitos del modelo y desaparecía todo lo negativo. Maestros de la propaganda promovieron el uso sistemático de insignias, emblemas, consignas, e ideas fuerza para homogenizar las mentes y movilizar a la población en función de su líder. El culto a la personalidad, la eliminación sin juicio de toda voz discordante o disidente.
Quien no amara el socialismo estaba loco y era enviado a campos de concentración y reeducación.
El saldo que dejó es trágico y doloroso, un fracaso total en su idea de derrotar el capitalismo que ha sobrevivido a pesar de las actas de defunción pronosticadas como “crisis final”. Lenin, cual dios, terminó momificado y usado como icono de la revolución en la Plaza Roja de Moscú a la vista de fieles y turistas.
Veintisiete años después de ese sunami aún hay partidos y líderes que insisten. Por ejemplo, un dictador que convirtió el ideal del poder a los soviets en poder dinástico a la manera feudal y juega a la guerra nuclear. Un par de astutos dictadores que hicieron de una esplendorosa isla una famélica sociedad vigilada por una tenebrosa policía política cuya economía parásita se sostuvo con las dádivas soviéticas y hoy del petróleo de un vecino ricachón que siguiendo su ejemplo convirtió a uno de los países más ricos del mundo en uno de los más pobres.
Y en Colombia hay comunistas armados y desarmados, infiltrados por doquier, que intentan seguir ese derrotero, y como son bolcheviques no se puede bajar la guardia porque el curso de la política no es como un juego de dominó.
Darío Acevedo Carmona, 23 de octubre de 2017
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