Una lección de historia y de política
- Vicente Echerri
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Una lección de historia y de política
17 Jul 2017 20:23
Con la participación de tropas estadounidenses en el desfile del Día de la Bastilla y la presencia del presidente Donald Trump en la tribuna de honor junto al presidente de Francia, se ha querido resaltar el centenario de la entrada de Estados Unidos en la I Guerra Mundial que decidiría la victoria a favor de los aliados poco más de un año después.
Francia y Estados Unidos ratificaban con esa alianza en 1917 una amistad que se remontaba al nacimiento mismo de la república norteamericana cuando todavía reinaba Luis XVI, a quien algunos hasta llegaron a llamar el verdadero libertador de América. Por odio a Inglaterra –que unos años antes les había arrebatado vastos territorios coloniales– los franceses hicieron suya la causa de la independencia americana, contribuyendo con cuantiosos recursos; pero sería injusto no reconocer que los animaba también el espíritu de la Ilustración, que había prosperado a lo largo del último siglo –justamente llamado de Las Luces– y que inducía a ver en el experimento político que se gestaba al otro lado del Atlántico la concreción de un nuevo orden que parecía dispuesto a llevar a la práctica las recetas de pensadores y filósofos. Así nació Estados Unidos, como el infante prohijado por la “modernidad” europea que luego intentaría replicarse, con poco o ningún éxito, en otros muchos escenarios, incluida Francia misma: la independencia de las Trece Colonias habría de mutar pocos años después en la sangrienta revolución francesa.
La amistad se mantuvo, a pesar de ese cataclismo. Aristócratas que escapaban del terror revolucionario encontraron asilo en la recién estrenada democracia americana, como años más tarde lo encontrarían los fugitivos del bonapartismo y, no mucho después, los bonapartistas mismos tras el derrocamiento de Napoleón (entre ellos miembros de su propia familia). En la oscilante historia del siglo XIX, Francia y EEUU conservaron y acendraron una amistad que se arraigaba en el sueño de la razón, sueño que sólo parecía haberse hecho realidad en Norteamérica.
Cuando, hace cien años, Estados Unidos acudió al fin en defensa de la causa aliada –luego de tres años de carnicería y venciendo la renuencia de los políticos que favorecían la neutralidad y el aislacionismo–, lo hacía poniendo por delante los méritos de la democracia (frente a la despótica rapacidad de los imperios centrales) y los lazos naturales que le unían fundamentalmente a dos viejas naciones: de sangre con la Gran Bretaña (superado el trauma de la última guerra un siglo atrás) y espirituales con Francia. El presidente Wilson, que pasaría largo tiempo en Europa después del armisticio, tuvo la visión de entender que Estados Unidos no sólo no podía eludir el reto que le planteaba la I Guerra Mundial, sino que estaba llamado a desempeñar en ella, y en la posguerra, un decisivo protagonismo, que habría de acentuarse en la segunda contienda global y luego en los largos años de la guerra fría.
Bueno es que el presidente Trump haya estado este 14 de julio en París, presenciando el desfile conmemorativo que viene a afirmar la pertinencia de esta relación bilateral así como la ineludible contribución de Estados Unidos a la estabilidad del orden mundial, al tiempo que sirve para darle un mentís a su propio discurso plagado de truísmos proteccionistas que pretenden sustraer a este país de los deberes a que lo obliga su liderazgo mundial y, ciertamente, su decisivo arbitraje imperial. Con esta amable invitación y acogida, el presidente de Francia le ha dado a su homólogo estadounidense una lección de historia y de política. Confiemos en que la haya aprendido.
Francia y Estados Unidos ratificaban con esa alianza en 1917 una amistad que se remontaba al nacimiento mismo de la república norteamericana cuando todavía reinaba Luis XVI, a quien algunos hasta llegaron a llamar el verdadero libertador de América. Por odio a Inglaterra –que unos años antes les había arrebatado vastos territorios coloniales– los franceses hicieron suya la causa de la independencia americana, contribuyendo con cuantiosos recursos; pero sería injusto no reconocer que los animaba también el espíritu de la Ilustración, que había prosperado a lo largo del último siglo –justamente llamado de Las Luces– y que inducía a ver en el experimento político que se gestaba al otro lado del Atlántico la concreción de un nuevo orden que parecía dispuesto a llevar a la práctica las recetas de pensadores y filósofos. Así nació Estados Unidos, como el infante prohijado por la “modernidad” europea que luego intentaría replicarse, con poco o ningún éxito, en otros muchos escenarios, incluida Francia misma: la independencia de las Trece Colonias habría de mutar pocos años después en la sangrienta revolución francesa.
La amistad se mantuvo, a pesar de ese cataclismo. Aristócratas que escapaban del terror revolucionario encontraron asilo en la recién estrenada democracia americana, como años más tarde lo encontrarían los fugitivos del bonapartismo y, no mucho después, los bonapartistas mismos tras el derrocamiento de Napoleón (entre ellos miembros de su propia familia). En la oscilante historia del siglo XIX, Francia y EEUU conservaron y acendraron una amistad que se arraigaba en el sueño de la razón, sueño que sólo parecía haberse hecho realidad en Norteamérica.
Cuando, hace cien años, Estados Unidos acudió al fin en defensa de la causa aliada –luego de tres años de carnicería y venciendo la renuencia de los políticos que favorecían la neutralidad y el aislacionismo–, lo hacía poniendo por delante los méritos de la democracia (frente a la despótica rapacidad de los imperios centrales) y los lazos naturales que le unían fundamentalmente a dos viejas naciones: de sangre con la Gran Bretaña (superado el trauma de la última guerra un siglo atrás) y espirituales con Francia. El presidente Wilson, que pasaría largo tiempo en Europa después del armisticio, tuvo la visión de entender que Estados Unidos no sólo no podía eludir el reto que le planteaba la I Guerra Mundial, sino que estaba llamado a desempeñar en ella, y en la posguerra, un decisivo protagonismo, que habría de acentuarse en la segunda contienda global y luego en los largos años de la guerra fría.
Bueno es que el presidente Trump haya estado este 14 de julio en París, presenciando el desfile conmemorativo que viene a afirmar la pertinencia de esta relación bilateral así como la ineludible contribución de Estados Unidos a la estabilidad del orden mundial, al tiempo que sirve para darle un mentís a su propio discurso plagado de truísmos proteccionistas que pretenden sustraer a este país de los deberes a que lo obliga su liderazgo mundial y, ciertamente, su decisivo arbitraje imperial. Con esta amable invitación y acogida, el presidente de Francia le ha dado a su homólogo estadounidense una lección de historia y de política. Confiemos en que la haya aprendido.
Reply to Vicente Echerri
- Marta Menor
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Re: Una lección de historia y de política
17 Jul 2017 21:34
Nos guste o no Donald Trump, él es el presidente de Estados Unidos. Como representante de Estados Unidos, si vamos hablar de lecciones de historia y política sobre las relaciones de Francia y Estados Unidos como naciones, no debemos olvidar Normandía y la aceptación de los Aliados de la marcha triunfal de De Gaulle a Paris en la llamada Liberación de Paris que según Segundo Serrano, ... desde un punto de vista simbólico fue definitivo: permitió a los franceses pasar de colaboradores de los nazis a auxiliares de los Aliados. Como dice la canción, nada te pido, nada me llevo, entre estas paredes dejo sepultados penas y alegrías, 20 000 soldados estadounidenses enterrados en Francia.
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