Mantener viva la memoria para evitar el resurgimiento del mal
- Miguel Saludes
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Mantener viva la memoria para evitar el resurgimiento del mal
17 May 2017 16:12
Han pasado setenta y dos años desde que concluyó la guerra mundial. Con aires de primavera y esperanzas de una paz duradera, fruto de la terrible experiencia sufrida, llegaba el anuncio de la victoria sobre el fascismo aquel 9 de mayo de 1945. Desde entonces la fecha se recuerda en diversas naciones bajo diferentes matices. Desde los grandiosos desfiles militares de la Plaza Roja en Moscú hasta las concurridas manifestaciones antibelicistas en París. Casa vez más lejanas quedan aquellas imágenes de las tropas soviéticas jubilosas tras el triunfo, con las huellas todavía frescas de la dura contienda en sus rostros y vestimentas; rodeados de multitudes que les saludaban emocionadas y agradecidas.
El curso de siete décadas contribuye a la deformación del rostro terrible de la guerra. Una siniestra realidad que no ha dejado de hacerse presente a lo largo de estos años en diferentes escenarios del planeta, desmintiendo aquel esperado tiempo de convivencia pacífica, ilusorio estatus roto por una saga de conflictos cruentos que se reproducen como una pandemia en diferentes puntos geográficos, por lo general las más empobrecidos y ajenos al mundo desarrollado.
Mientras transcurren los flamantes desfiles de las nuevas tropas de vistosos uniformes, formadas en un orden impecable y mostrando con orgullo todo el potencial que las nuevas tecnologías ponen al servicio de la industria bélica, se aprecia la creciente falta de una presencia necesaria. Se trata de la vacante dejada por los veteranos de aquella gesta, los que la lucharon y sufrieron, testigos inapreciables de lo que significa el precio de una guerra, y que por conocerla en todo su alcance no solo festejaron su final sino que se prometieron a ellos y a las nuevas generaciones evitar que se repitieran tragedias similares.
Por estos días calenturientos, no solo a causa de los cambios climáticos, abundan voces que piden el apresuramiento de nuevos conflictos para terminar la carrera de gobiernos injustos, tiranías locales o la permanencia de estados sin fronteras que tratan de imponer absurdos códigos de civilidad. Con ellos coinciden guerreros que ofrecen sus servicios voluntarios a fuerzas oscuras propulsoras de leyes divinas adaptadas al parecer humano de quienes las traducen para su conveniencia. Están los que incluso claman por el regreso de actores similares a los que propiciaron aquella cabalgata desbocada de los jinetes apocalípticos en 1939. Ante esto preocupa la indolencia de quienes, desde sus cómodas residencias alejadas de las zonas en pugna, toman el asunto como si se tratara de un juego electrónico de moda.
La lectura de dos libros relacionados con la Segunda Guerra Mundial ayuda a la reflexión. Se trata de sendos volúmenes escritos por Svetlana Alexievich, periodista bielorrusa ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015. Dos títulos que sin aspiraciones de llegar a ser grandes best sellers o destacar por una rebuscada aportación literaria, ofrecen lo mejor que de ellos se podía esperar: la recopilación directa y sin adornos de la memoria a través de breves y sencillos testimonios de los últimos supervivientes de aquella gran conflagración universal.
La guerra no tiene rostro de mujer, está dedicado a mujeres que siendo apenas unas adolescentes tuvieron participación destacada en diversos frentes de la guerra. Enfermeras, combatientes, francotiradoras, aviadoras, marines, exploradoras, guerrilleras, zapadoras, apoyos de retaguardia. El otro, Últimos testigos (los niños de la Segunda Guerra Mundial) tal vez sea el de contenido más fuerte por los protagonistas de las historias, niños que conocieron en carne propia un drama con el que tuvieron que convivir antes de aprender a hablar. Así supieron del hambre. “Sé que todo ser humano es capaz de comer de todo. La gente incluso se comía la tierra. En los mercados hasta vendían la tierra que había bajo los almacenes de alimentación destruidos y quemados; la más cotizada era la tierra en la que se había vertido aceite de girasol y también la tierra impregnada de mermelada quemada…” (Ania Grubina, 12 años)
Vieron la muerte en las heridas de los mayores y las propias. Constataron del horror asesino de criminales que tal vez hasta ayer habían sido hombres llenos de amor, de pronto convertidos en fieras humanas por una ideologización deshumanizante. “Me dan miedo los hombres. Me dan miedo desde la guerra…” (Vera Saúlchenck, 8 años) “La gente que ha visto a una persona matando a otra es otro tipo de gente…” (Avsano Gutin, 6 años). O la pregunta inocente que cuestiona a su padre sobre la herida de metralla que sufre en una pierna: ¿“Te duele la guerra”? Es difícil imaginar narraciones que hablan del encanecimiento momentáneo del cabello en cabezas infantiles o de las arrugas prematuras marcadas indelebles por un instante de terror en una faz que solo debería tener como experiencia primera de vida la alegría y una constante sonrisa.
Un tema de necesario debate cuando el mundo se vuelve menos consciente de lo que significa una realidad que muchos apenas conoce por las noticias, libros de dudosa rigurosidad histórica o películas y juegos digitalizados cuyo fin es el mero entretenimiento. Sobre todo cuando se observa el resurgimiento de síntomas que precedieron la hecatombe y que algunos creyeron entonces como algo impensable tras la cercana experiencia de la primera confrontación a escala universal. Y es que recientes encuestas realizadas en Austria, la patria de Adolfo Hitler, hablan de un 23 por ciento de ciudadanos de aquel país que defienden posiciones autoritarias, aspiran al fin de la democracia o favorecen (43 por ciento en este caso) la presencia de un “hombre fuerte” la frente del gobierno. Una cifra muy elevada según el parecer del historiador Oliver Rathkolb asesor científico del sondeo. Junto a ello la cifra mayoritaria y creciente de los jóvenes desinteresados en el conocimiento de la historia y que asumen falsas teorías desde el desconocimiento sobre el pasado. Una de ellas la valorización positiva del nacionalismo, el anti semitismo o la xenofobia. Algo que puede explicar la negación de holocaustos, la toma de selfies insensibles en lugares siniestros en los que padecieron millones de seres humanos, pintadas chovinistas en monumentos a soldados desaparecidos a causa de la guerra o simplemente la reivindicación de nombres que en su momento representaron lo peor para sus pueblos.
“Percibimos, sentimos el instante que a partir de entonces éramos los últimos. Estamos en esa línea…en esa frontera. Somos los últimos testigos. Nuestro tiempo se acaba. Tenemos que hablar. Nuestras palabras serán las últimas. “(S. Alexievich) Tal vez la mejor manera de recordar que el 9 de mayo el totalitarismo nazi fue derrotado sea trabajar para que esas memorias de la guerra permanezcan vivas y se propaguen entre las nuevas generaciones. Mejor que los suntuosos desfiles, discursos encendidos y escenificaciones ante monumentos mudos a combatientes desconocidos. Un esfuerzo loable para que la tragedia no se repita.
El curso de siete décadas contribuye a la deformación del rostro terrible de la guerra. Una siniestra realidad que no ha dejado de hacerse presente a lo largo de estos años en diferentes escenarios del planeta, desmintiendo aquel esperado tiempo de convivencia pacífica, ilusorio estatus roto por una saga de conflictos cruentos que se reproducen como una pandemia en diferentes puntos geográficos, por lo general las más empobrecidos y ajenos al mundo desarrollado.
Mientras transcurren los flamantes desfiles de las nuevas tropas de vistosos uniformes, formadas en un orden impecable y mostrando con orgullo todo el potencial que las nuevas tecnologías ponen al servicio de la industria bélica, se aprecia la creciente falta de una presencia necesaria. Se trata de la vacante dejada por los veteranos de aquella gesta, los que la lucharon y sufrieron, testigos inapreciables de lo que significa el precio de una guerra, y que por conocerla en todo su alcance no solo festejaron su final sino que se prometieron a ellos y a las nuevas generaciones evitar que se repitieran tragedias similares.
Por estos días calenturientos, no solo a causa de los cambios climáticos, abundan voces que piden el apresuramiento de nuevos conflictos para terminar la carrera de gobiernos injustos, tiranías locales o la permanencia de estados sin fronteras que tratan de imponer absurdos códigos de civilidad. Con ellos coinciden guerreros que ofrecen sus servicios voluntarios a fuerzas oscuras propulsoras de leyes divinas adaptadas al parecer humano de quienes las traducen para su conveniencia. Están los que incluso claman por el regreso de actores similares a los que propiciaron aquella cabalgata desbocada de los jinetes apocalípticos en 1939. Ante esto preocupa la indolencia de quienes, desde sus cómodas residencias alejadas de las zonas en pugna, toman el asunto como si se tratara de un juego electrónico de moda.
La lectura de dos libros relacionados con la Segunda Guerra Mundial ayuda a la reflexión. Se trata de sendos volúmenes escritos por Svetlana Alexievich, periodista bielorrusa ganadora del Premio Nobel de Literatura 2015. Dos títulos que sin aspiraciones de llegar a ser grandes best sellers o destacar por una rebuscada aportación literaria, ofrecen lo mejor que de ellos se podía esperar: la recopilación directa y sin adornos de la memoria a través de breves y sencillos testimonios de los últimos supervivientes de aquella gran conflagración universal.
La guerra no tiene rostro de mujer, está dedicado a mujeres que siendo apenas unas adolescentes tuvieron participación destacada en diversos frentes de la guerra. Enfermeras, combatientes, francotiradoras, aviadoras, marines, exploradoras, guerrilleras, zapadoras, apoyos de retaguardia. El otro, Últimos testigos (los niños de la Segunda Guerra Mundial) tal vez sea el de contenido más fuerte por los protagonistas de las historias, niños que conocieron en carne propia un drama con el que tuvieron que convivir antes de aprender a hablar. Así supieron del hambre. “Sé que todo ser humano es capaz de comer de todo. La gente incluso se comía la tierra. En los mercados hasta vendían la tierra que había bajo los almacenes de alimentación destruidos y quemados; la más cotizada era la tierra en la que se había vertido aceite de girasol y también la tierra impregnada de mermelada quemada…” (Ania Grubina, 12 años)
Vieron la muerte en las heridas de los mayores y las propias. Constataron del horror asesino de criminales que tal vez hasta ayer habían sido hombres llenos de amor, de pronto convertidos en fieras humanas por una ideologización deshumanizante. “Me dan miedo los hombres. Me dan miedo desde la guerra…” (Vera Saúlchenck, 8 años) “La gente que ha visto a una persona matando a otra es otro tipo de gente…” (Avsano Gutin, 6 años). O la pregunta inocente que cuestiona a su padre sobre la herida de metralla que sufre en una pierna: ¿“Te duele la guerra”? Es difícil imaginar narraciones que hablan del encanecimiento momentáneo del cabello en cabezas infantiles o de las arrugas prematuras marcadas indelebles por un instante de terror en una faz que solo debería tener como experiencia primera de vida la alegría y una constante sonrisa.
Un tema de necesario debate cuando el mundo se vuelve menos consciente de lo que significa una realidad que muchos apenas conoce por las noticias, libros de dudosa rigurosidad histórica o películas y juegos digitalizados cuyo fin es el mero entretenimiento. Sobre todo cuando se observa el resurgimiento de síntomas que precedieron la hecatombe y que algunos creyeron entonces como algo impensable tras la cercana experiencia de la primera confrontación a escala universal. Y es que recientes encuestas realizadas en Austria, la patria de Adolfo Hitler, hablan de un 23 por ciento de ciudadanos de aquel país que defienden posiciones autoritarias, aspiran al fin de la democracia o favorecen (43 por ciento en este caso) la presencia de un “hombre fuerte” la frente del gobierno. Una cifra muy elevada según el parecer del historiador Oliver Rathkolb asesor científico del sondeo. Junto a ello la cifra mayoritaria y creciente de los jóvenes desinteresados en el conocimiento de la historia y que asumen falsas teorías desde el desconocimiento sobre el pasado. Una de ellas la valorización positiva del nacionalismo, el anti semitismo o la xenofobia. Algo que puede explicar la negación de holocaustos, la toma de selfies insensibles en lugares siniestros en los que padecieron millones de seres humanos, pintadas chovinistas en monumentos a soldados desaparecidos a causa de la guerra o simplemente la reivindicación de nombres que en su momento representaron lo peor para sus pueblos.
“Percibimos, sentimos el instante que a partir de entonces éramos los últimos. Estamos en esa línea…en esa frontera. Somos los últimos testigos. Nuestro tiempo se acaba. Tenemos que hablar. Nuestras palabras serán las últimas. “(S. Alexievich) Tal vez la mejor manera de recordar que el 9 de mayo el totalitarismo nazi fue derrotado sea trabajar para que esas memorias de la guerra permanezcan vivas y se propaguen entre las nuevas generaciones. Mejor que los suntuosos desfiles, discursos encendidos y escenificaciones ante monumentos mudos a combatientes desconocidos. Un esfuerzo loable para que la tragedia no se repita.
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