La tragedia de la inmigración ilegal a Estados Unidos

La integración, y no la segregación, es el objetivo final y lógico de la inmigración. Cualquier persona que emigre a un país donde decidió establecerse y donde quiere pasar el resto de su vida, debe estar dispuesto a aprender y adaptarse a su cultura, idioma y leyes, sin por eso olvidar su origen ni renunciar a su cultura, pero con la suficiente flexibilidad para acomodarse a las costumbres y compartir los intereses y aspiraciones del país que lo recibe.

No es justo que los ciudadanos de ese país se vean obligados a adaptarse a sus costumbres ni a ceder en sus intereses, porque es el huésped quien está obligado a respetar a quien lo recibe. No es aceptable que llege con exigencias. Fue su elección vivir en el país que lo recibe, pero si no se puede adaptar, es libre de irse y regresar a su país de origen y al estilo de vida que prefiere.

Inmigrantes ilegales desmantelando por la fuerza las vallas fronterizas.Los países anfitriones tienen todo el derecho de rechazar a cualquier extranjero visitante o inmigrante, y cualquiera de ellos que viole las leyes de inmigración o cometa cualquier delito o acto de violencia debe comprender que no tiene derecho alguno de permanecer en el país que no ha respetado, mucho menos si son una amenaza para la paz y la seguridad de sus ciudadanos o residentes.

Muchos cristianos, sobre todo católicos, argumentan a favor de conceder una amplia indulgencia a los inmigrantes que permanecen o han entrado al país ilegalmente, o abrirles las puertas indiscriminadamente a los que llegan como una obligación de caridad cristiana. Sin embargo, Santo Tomás de Aquino indicó específicamente en su Summa Theologiae (I-II, 105, Art.3) que: «Las relaciones con los extranjeros puden ser de paz o de guerra, y en uno y en otro caso son muy razonables los preceptos de la ley (...) Por esto establece la ley que algunos ...  son recibidos en la comunidad a la tercera generación. Otros, por el contrario, que muestran su hostilidad hacia el país, nunca son admitidos a ser parte del pueblo; y otros que se oponen al país han de ser tratados como enemigos perpetuos». Pero admite también excepciones edificantes: «Sin embargo, por dispensa, un individuo podía, en razón de un acto virtuoso, ser admitido en el seno del pueblo.»

Es indispensable reconocer que los postulados de Santo Tomás de Aquino sobre la cuestión de la inmigración están estrictamente basados en los principios bíblicos, que promueven tanto la caridad y la compasión como el deber de toda persona de abstenerse de delinquir o de violar las leyes y el orden establecidos. Para este Doctor de la Iglesia queda claro que la inmigración debe tener dos consideraciones muy en cuenta: la primera es la unidad de la nación; y la segunda es el bien común.

La inmigración debe tener como meta primordial la integración a la sociedad que recibe al inmigrante, y no la desintegración de su edificio social o la segregación. El inmigrante no sólo debe desear asumir los beneficios sino las responsabilidades de unirse íntimamente a la comunidad de la nación. Al convertirse en residente o ciudadano, una persona pasa a formar parte de una amplia familia a largo plazo, con todos sus derechos, pero también con todos sus deberes y obligaciones. No es un simple accionista de una sociedad anónima que sólo busca el interés propio a corto plazo y aspira a beneficiarse a su manera con absoluto desprecio del bienestar de quienes lo reciben.

En segundo lugar, Santo Tomás enseña que la inmigración debe tener en mente el bien común; no puede destruir ni abrumar a una nación. Este Doctor de la Iglesia muestra en su estudio que vivir en un país diferente es algo muy complejo; se necesita tiempo para conocer sus hábitos y su mentalidad, y por lo tanto, para entender sus problemas y elaborar sus soluciones. Y sólo quienes viven en una comunidad durante mucho tiempo, tomando parte en la cultura del país, estando en contacto con su historia y abrazando sus aspiraciones, están en condiciones de juzgar las decisiones de largo plazo más convenientes para el bien común, «puesto que los recién llegados, no estando arraigados en el amor del bien público, podrían atentar contra el pueblo».

Esto explica por qué tantos estadounidenses experimentan una gran inquietud causada por la inmigración masiva y desproporcionada. Están verdaderamente asustados por una verdadera invasión de personas que no piden sino exigen, que no aspiran a integrarse sino a hacer prevalecer sus costumbres. Una política indiscriminada de fronteras abiertas introduce artificialmente una situación que destruye los puntos comunes de unidad y abruma la capacidad de una sociedad para absorber nuevos elementos orgánicamente en una cultura unificada y al mismo tiempo pluralista que respete la unidad en la diversidad. En esta desafiante actitud inmigratoria el bien común ya no se considera, sino el aprovechamiento por los que llegan de lo que han logrado durante siglos quienes buenamente los reciben y, para colmo, lograrlo mediante procedimientos inmigratorios ilegales.

Una inmigración proporcional y legal siempre ha sido un desarrollo saludable en cualquier sociedad porque inyecta nueva vida y cualidades en el cuerpo social y lo enriquece. Pero cuando pierde esa proporción y socava el propósito del Estado, amenaza seriamente el bienestar de la nación.

Cuando esto sucede, la nación haría bien en seguir el Consejo de Santo Tomás de Aquino y los principios bíblicos. La nación debe practicar la justicia y la caridad hacia todos, incluyendo los extranjeros, pero debe sobre todo salvaguardar el bien común y su unidad, sin la cual ningún país puede sostener su identidad ni su integridad por mucho tiempo. 

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